Trace_Nienow
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La trilogía de El Señor de los anillos es el libro que he releído más veces a lo largo de mi vida. Me acompañó en todas las idas y venidas en tren a la universidad. Estuvo abierto en mi regazo, junto al estuche de cuchillos, cada noche lluviosa de espera en la parada del autobús a la salida del trabajo. Cuando me preguntan si no me siento David contra Goliath en la defensa de un mundo caleidoscópico, mosaico infinito de cocinas tradicionales y populares, frente al avance de un solo imperio homogéneo en manos de grandes corporaciones alimentarias, respondo: “Sólo hizo falta un Frodo, un único hobbit muy pequeño, acompañado de una pandilla de amigos, para vencer a Sauron”. Margaret Mead, una de las más célebres antropólogas de nuestro tiempo, lo expresó con palabras distintas: “Nunca dudes de que un pequeño grupo de ciudadanos reflexivos y comprometidos pueda cambiar el mundo. De hecho, es lo único que lo ha logrado”. A los que van ganando la partida nunca les interesará cambiar las reglas del juego: los grandes cambios han venido siempre de la mano de los que tenían todas las de perder.
Estoy disfrutando muchísimo Los Anillos de Poder, la serie de televisión inspirada en el universo de Tolkien, y me fascina el tratamiento que da el escritor a lo culinario en sus libros.
En todas sus obras aparecen banquetes, festines, cenas y desayunos de toda clase. Vemos recepciones en grandes salones élficos, fiestas de cumpleaños al aire libre y meriendas frugales en acantilados pedregosos, pero el contenido de esos ágapes es casi siempre invisible o explicado en términos tan genéricos como sopa, pan, queso, carne o fruta. Nunca se mencionan salsas ni utensilios. Nunca sabemos de cuántos ni de qué platos constó el menú. Tolkien inventó y describió con todo lujo de detalles lenguajes, geografías, razas, linajes, faunas y floras, pero no gastronomías.
Esto tiene cierto sentido: el poder evocador de la comida es tan fuerte que mencionar platos que pudiesen resultar demasiado familiares para el lector podría provocar una nostalgia demasiado concreta. Eso arruinaría el aura de lejanía y de fantasía que envuelve la Tierra Media. A la vez, abusar de la misma inspiración medieval que impregna vestimentas, jerarquías y batallas podría hacer que la atmosfera de los libros resultase arcaica, ubicable en el tiempo, en vez de imaginaria, evocativa y sorprendente. Tolkien habla de comida lo mínimo imprescindible. Sólo cuando la forma de alimentarse de un personaje nos dice algo de su carácter que no podría ser contado de otro modo.
Los elfos inmortales y etéreos son demasiado grandiosos como para preocuparse por menudencias fisiológicas. Los magos, los grandes reyes y los hombres de linajes ancestrales beben y fuman, con lo que tienen de simbólico y ceremonial estas dos actividades, pero tienen asuntos más grandilocuentes que atender que la cena. Las criaturas malignas, los orcos y las arañas no cocinan: el suyo es el reino de lo crudo, lo putrefacto y lo viscoso. Y mientras todo el mundo en ese universo pasa olímpicamente del tema de la nutrición, o simplemente subsiste, los hobbits hablan de comida, piensan en comida y sueñan con comida a cada paso del camino. De la cocina tira, precisamente, Tolkien, para mostrar a los hobbits como la quintaesencia de lo hogareño, lo terrenal, lo cotidiano, lo enraizado con la naturaleza no salvaje sino cultivada, en contraposición a lo sobrenatural, épico y formidable que les rodea. Ellos son los seres más ordinarios, en el mejor sentido de la palabra, de la historia. Ellos son los únicos que comen por placer. Cuando esta condición cambia es porque la esencia del personaje ha cambiado también. En el último tramo de El Señor de los Anillos, a medida que el anillo va ejerciendo influencia mágica sobre su pequeño hobbit portador, Tolkien decide explicarnos que el héroe pierde no sólo el apetito, sino también los sentidos del gusto y del olfato, y la capacidad de recordar la comida de su tierra natal. Frodo deja de ser un hobbit común y entra en el terreno de lo oscuro y lo arcano.
Y en medio de 1500 páginas de una fantasía épica y bélica que pasa siempre de puntillas sobre una cuestión tan banal como la culinaria y que evita a consciencia entrar en detalles al respecto, de repente aparece un capítulo titulado como una receta: “De hierbas y conejo guisado”. En él, Frodo y Sam, acompañados del caído en desgracia Gollum, llegan a la última región verde y viva antes de adentrarse definitivamente en Mordor, el reino de terror del Señor Oscuro, donde les espera, sin duda, la muerte.
Después de un largo periplo de precauciones, escondites y prudencia, Sam decide encender un fuego y hacer un guiso. Decide que el riesgo de ser descubiertos por sus enemigos por culpa del humo merece la pena, e invoca, creyendo que podría ser la última vez, su casa, su Comarca natal, su idea de lo bueno, lo cálido y lo placentero; la civilización del cocinado frente a lo salvaje de lo crudo; los motivos, en definitiva, por los que vale la pena seguir adelante, en una olla de estofado de conejo. Esa es la única comida caliente que se describe con detalle en todo lo que Tolkien escribió.
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Estoy disfrutando muchísimo Los Anillos de Poder, la serie de televisión inspirada en el universo de Tolkien, y me fascina el tratamiento que da el escritor a lo culinario en sus libros.
En todas sus obras aparecen banquetes, festines, cenas y desayunos de toda clase. Vemos recepciones en grandes salones élficos, fiestas de cumpleaños al aire libre y meriendas frugales en acantilados pedregosos, pero el contenido de esos ágapes es casi siempre invisible o explicado en términos tan genéricos como sopa, pan, queso, carne o fruta. Nunca se mencionan salsas ni utensilios. Nunca sabemos de cuántos ni de qué platos constó el menú. Tolkien inventó y describió con todo lujo de detalles lenguajes, geografías, razas, linajes, faunas y floras, pero no gastronomías.
Esto tiene cierto sentido: el poder evocador de la comida es tan fuerte que mencionar platos que pudiesen resultar demasiado familiares para el lector podría provocar una nostalgia demasiado concreta. Eso arruinaría el aura de lejanía y de fantasía que envuelve la Tierra Media. A la vez, abusar de la misma inspiración medieval que impregna vestimentas, jerarquías y batallas podría hacer que la atmosfera de los libros resultase arcaica, ubicable en el tiempo, en vez de imaginaria, evocativa y sorprendente. Tolkien habla de comida lo mínimo imprescindible. Sólo cuando la forma de alimentarse de un personaje nos dice algo de su carácter que no podría ser contado de otro modo.
Los elfos inmortales y etéreos son demasiado grandiosos como para preocuparse por menudencias fisiológicas. Los magos, los grandes reyes y los hombres de linajes ancestrales beben y fuman, con lo que tienen de simbólico y ceremonial estas dos actividades, pero tienen asuntos más grandilocuentes que atender que la cena. Las criaturas malignas, los orcos y las arañas no cocinan: el suyo es el reino de lo crudo, lo putrefacto y lo viscoso. Y mientras todo el mundo en ese universo pasa olímpicamente del tema de la nutrición, o simplemente subsiste, los hobbits hablan de comida, piensan en comida y sueñan con comida a cada paso del camino. De la cocina tira, precisamente, Tolkien, para mostrar a los hobbits como la quintaesencia de lo hogareño, lo terrenal, lo cotidiano, lo enraizado con la naturaleza no salvaje sino cultivada, en contraposición a lo sobrenatural, épico y formidable que les rodea. Ellos son los seres más ordinarios, en el mejor sentido de la palabra, de la historia. Ellos son los únicos que comen por placer. Cuando esta condición cambia es porque la esencia del personaje ha cambiado también. En el último tramo de El Señor de los Anillos, a medida que el anillo va ejerciendo influencia mágica sobre su pequeño hobbit portador, Tolkien decide explicarnos que el héroe pierde no sólo el apetito, sino también los sentidos del gusto y del olfato, y la capacidad de recordar la comida de su tierra natal. Frodo deja de ser un hobbit común y entra en el terreno de lo oscuro y lo arcano.
Y en medio de 1500 páginas de una fantasía épica y bélica que pasa siempre de puntillas sobre una cuestión tan banal como la culinaria y que evita a consciencia entrar en detalles al respecto, de repente aparece un capítulo titulado como una receta: “De hierbas y conejo guisado”. En él, Frodo y Sam, acompañados del caído en desgracia Gollum, llegan a la última región verde y viva antes de adentrarse definitivamente en Mordor, el reino de terror del Señor Oscuro, donde les espera, sin duda, la muerte.
Después de un largo periplo de precauciones, escondites y prudencia, Sam decide encender un fuego y hacer un guiso. Decide que el riesgo de ser descubiertos por sus enemigos por culpa del humo merece la pena, e invoca, creyendo que podría ser la última vez, su casa, su Comarca natal, su idea de lo bueno, lo cálido y lo placentero; la civilización del cocinado frente a lo salvaje de lo crudo; los motivos, en definitiva, por los que vale la pena seguir adelante, en una olla de estofado de conejo. Esa es la única comida caliente que se describe con detalle en todo lo que Tolkien escribió.
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Los anillos de poder: cocinar en el mundo de Tolkien
El autor británico inventó y describió con todo lujo de detalles lenguajes, geografías, razas, linajes, faunas y floras, pero no gastronomías
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