thelma82
New member
- Registrado
- 27 Sep 2024
- Mensajes
- 56
Podría pensarse que todo empezó cuando Abigail Thomas (Boston, 83 años) perdió a su marido, una noche cualquiera, en algún punto del Upper West Side. Su marido no murió, pero se convirtió en otro aquella noche, cuando fue atropellado. Para superar el duelo por lo perdido —no solo a su compañero de vida, un periodista retirado llamado Rich Rogin, también a la persona que había sido ella hasta entonces—, Abigail se puso a anotar en un cuaderno todo lo que pasaba a su alrededor, y todo lo que sentía. Fue tomándole el pulso a aquello en que se había convertido su vida, y con ello, tiempo después, hizo un libro, un particularísimo memoir collage titulado Una vida de tres perros (Errata Naturae). El libro se convirtió en un instantáneo best seller. Y ascendió a Thomas, en tanto inesperada renovadora de un género —el de la autoficción pensante— a punto para el despegue, a una discreta atalaya. Tenía 65 años.
Podría pensarse, pues, que todo empezó entonces, cuando Rich tuvo la mala fortuna de bajar a pasear al perro y éste, asustado, salió disparado en un cruce en el peor momento posible. Acababan de adoptarlo. No sabía bien dónde estaba. El brutal atropello provocó a Rich lesiones cerebrales tan complejas que, a partir de entonces, su vida se convirtió en una sucesión de instantes a menudo inconexos. Hay, en Una vida de tres perros, no únicamente soledad y reconstrucción de un mundo perdido, sino también asombro y descubrimiento. Hija de científico —su padre era el famoso físico y poeta Lewis Thomas—, Abigail tomó nota de todo lo que su esposo decía y hacía, analizando de qué forma parecía funcionar su cerebro, y cómo se relacionaba con su entorno. Llega a concluir que ha sido capaz de desarrollar una peculiar telepatía con ella. Y sí, es un gran descubrimiento, pero lo que importa es cómo Abigail lo cuenta.
Y es aquí donde entra este libro. Porque Lo que cabe en un instante fue publicado seis años antes que Una vida de tres perros. Y en él puede verse ya eso que tanto brilla en aquel. Y esto es, la voz poderosamente cristalina de Thomas, una voz de una honestidad brutal, sin otro filtro que el de la necesidad de contarse para entenderse. Sí, lo que hay en Lo que cabe en un instante es memoir collage, una suerte de colección de polaroids escritas, que reconstruyen, desordenadamente —el lector es activo en ese sentido, debe unir piezas: está ante un rompecabezas—, su vida. Sí, decíamos que Thomas era hija de científico, y en su manera de enfrentarse a aquello que cuenta también se nota. Porque todo son aquí partículas, átomos, una vida repleta de millares de vidas, que son las que esos instantes modelo contienen. Instantes modelo sujetos por el recuerdo de una madre que le cuenta algo susceptible de transformarse en ley. Una ley emocional.
Madre de cuatro hijos, casada tres veces, con una estrechísima relación de pertenencia (y amor, un amor incondicional) hacia Nueva York, la ciudad en la que creció contra el mundo —adonde se mudó después de cada fracaso matrimonial, con un puñado, siempre, de niños a cuestas, y poco dinero, pero el suficiente para mantenerse a flote: eran otros tiempos, ella misma lo admite, podías tener un trabajo cualquiera, y sobrevivir en esa ciudad ávida siempre de vidas intermitentes, de historias por contar—, Thomas salta de algo que oyó en una fiesta a una conversación irónica con su hermana —capaz de devenir una suerte de nada sacramental diálogo socrático sobre su condición de esposa múltiple—, a una mudanza, un viaje en autocar, a cuando metía los pies, sucios de caminar descalza por la calle, en la bañera de sus hijos y a su hija no le gustaba nada, a ser una cosa, y luego otra, y no poder evitar ser tú. La literatura de Thomas, que no escribió una línea hasta los 47 años, es, como la de Sue Hubbell, un milagro aún por reconocer.
Seguir leyendo
Podría pensarse, pues, que todo empezó entonces, cuando Rich tuvo la mala fortuna de bajar a pasear al perro y éste, asustado, salió disparado en un cruce en el peor momento posible. Acababan de adoptarlo. No sabía bien dónde estaba. El brutal atropello provocó a Rich lesiones cerebrales tan complejas que, a partir de entonces, su vida se convirtió en una sucesión de instantes a menudo inconexos. Hay, en Una vida de tres perros, no únicamente soledad y reconstrucción de un mundo perdido, sino también asombro y descubrimiento. Hija de científico —su padre era el famoso físico y poeta Lewis Thomas—, Abigail tomó nota de todo lo que su esposo decía y hacía, analizando de qué forma parecía funcionar su cerebro, y cómo se relacionaba con su entorno. Llega a concluir que ha sido capaz de desarrollar una peculiar telepatía con ella. Y sí, es un gran descubrimiento, pero lo que importa es cómo Abigail lo cuenta.
Y es aquí donde entra este libro. Porque Lo que cabe en un instante fue publicado seis años antes que Una vida de tres perros. Y en él puede verse ya eso que tanto brilla en aquel. Y esto es, la voz poderosamente cristalina de Thomas, una voz de una honestidad brutal, sin otro filtro que el de la necesidad de contarse para entenderse. Sí, lo que hay en Lo que cabe en un instante es memoir collage, una suerte de colección de polaroids escritas, que reconstruyen, desordenadamente —el lector es activo en ese sentido, debe unir piezas: está ante un rompecabezas—, su vida. Sí, decíamos que Thomas era hija de científico, y en su manera de enfrentarse a aquello que cuenta también se nota. Porque todo son aquí partículas, átomos, una vida repleta de millares de vidas, que son las que esos instantes modelo contienen. Instantes modelo sujetos por el recuerdo de una madre que le cuenta algo susceptible de transformarse en ley. Una ley emocional.
Madre de cuatro hijos, casada tres veces, con una estrechísima relación de pertenencia (y amor, un amor incondicional) hacia Nueva York, la ciudad en la que creció contra el mundo —adonde se mudó después de cada fracaso matrimonial, con un puñado, siempre, de niños a cuestas, y poco dinero, pero el suficiente para mantenerse a flote: eran otros tiempos, ella misma lo admite, podías tener un trabajo cualquiera, y sobrevivir en esa ciudad ávida siempre de vidas intermitentes, de historias por contar—, Thomas salta de algo que oyó en una fiesta a una conversación irónica con su hermana —capaz de devenir una suerte de nada sacramental diálogo socrático sobre su condición de esposa múltiple—, a una mudanza, un viaje en autocar, a cuando metía los pies, sucios de caminar descalza por la calle, en la bañera de sus hijos y a su hija no le gustaba nada, a ser una cosa, y luego otra, y no poder evitar ser tú. La literatura de Thomas, que no escribió una línea hasta los 47 años, es, como la de Sue Hubbell, un milagro aún por reconocer.
Seguir leyendo
Cargando…
elpais.com