dgleichner
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Ha causado gran revuelo y sonada sorna la subasta, por 6,2 millones de dólares, de la obra de arte del artista conceptual Maurizio Cattelan en la Feria Art Basel de Miami. Para quien no se haya enterado, la obra subastada —y adquirida— consistía en un plátano pegado a una pared con una cinta adhesiva, con un certificado de autenticidad del plátano incluido.Desde que Duchamp, en 1917, convirtió su célebre urinario en una obra maestra, la ironía en torno al arte fue paulatinamente perdiendo fuelle. Seguramente la crítica más elocuente y definitiva fue la de Piero Manzoni, en 1961, con su obra 'Mierda de artista': literalmente, enlató 90 unidades con sus propias deposiciones. Aún hay algunas latas de la serie que salen a la venta; una de las últimas, se vendió por 275.000 euros.Nos llama la atención la subasta del plátano por la estrambótica cantidad, pero sobre todo por el sentido de la obra de arte adquirida. En el urinario de Duchamp, primero, y en las latas de Manzoni, después, había un mensaje, un espíritu crítico, una intención reflexiva. Hace mucho tiempo que el mercado del arte consiguió desactivar la crítica, de forma que hoy la contestación que puede despertar un plátano multimillonario resulta ridícula.Una de las expresiones artísticas contemporáneas más feroces fueron las performances: actos normalmente públicos con cierta vocación escenográfica en los que se perseguía, de algún modo, remover al espectador. Marina Abramovich es, sin duda, su gran referente. En una célebre performance de los 70, invitaba al público a utilizar su cuerpo como soporte, utilizando para ello libremente hasta 72 instrumentos: desde una pistola hasta un martillo, pasando por pinturas y otros objetos. Acabaron desgarrándole la ropa, cortándole el pelo e incluso acuchillándole la piel.Las performances hoy se han trasladado a las redes sociales. Pero, como la inútil banana de seis millones de euros, han perdido todo su sentido crítico. Tik-Tok e Instagram están plagados de «creadores de contenido», cuya aportación resulta completamente inocua. No hay atisbo de mirada critica, ni de voluntad de transformación. Confieso que me fascina, por ejemplo, la moda de los camareros influencers que dedican sus vídeos a pasear bandejas con copas, pero más me fascina aún que estos influencers tengan miles de seguidores y estén representados por agencias que no cogen el teléfono por menos de ofertas de cinco cifras. Hay otros creadores digitales cuya actividad se limita a comer enormes bocadillos o platos pantagruélicos. La gracia performativa de estos sujetos consiste, simplemente, en verlos pasear, comer o hacer sus gansadas. Bien pensado, pues, si atendemos a sus volúmenes de seguidores, lo del plátano, en realidad, no tiene tanto mérito.
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