Brandyn_Bahringer
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Cuentan que, en épocas doradas de Hollywood, este no se conformaba con la certidumbre de que casi todo lo que abordaba se convertía en oro, sino que también aspiraba al prestigio absoluto, convencido de que su cine obtendría irresistible glamour si entre su nómina de guionistas figuraban los escritores más ilustres. O sea, que productores que no se distinguían especialmente por su cultura, pero sí por su olfato comercial, pudieran tirarse el rollo de que tenían contratadas a incontestables cumbres literarias como William Faulkner y Scott Fitzgerald. Del primero nunca sabremos lo que aportó a películas en las que su nombre aparecía en los créditos (poco o nada, según imaginaban o testificaban los hermanos Coen en Barton Fink, ya que el glorioso Faulkner estaba permanentemente borracho y cercano al delirium tremens) y en cuanto al tan inteligente como lírico Fitzgerald, tuvo la oportunidad de narrar su desastrosa experiencia hollywoodiana en un libro autoparódico y delicioso titulado Las historias de Pat Hobby. Del anglojaponés Kazuo Ishiguro, bendecido por el Premio Nobel hace seis años, solo he leído la notable Lo que queda del día, esa triste historia de un amor no consumado en la campiña inglesa entre el mayordomo y el ama de llaves de una familia aristocrática. Anthony Hopkins y Emma Thompson estaban memorables en la desoladora aunque también romántica película que dirigió James Ivory.
La más distinguida promoción de Living no la hace el director Oliver Hermanus (que no me suena de nada), sino algo tan raro como que un premio Nobel firme el guion. Aunque tampoco adapta al cine una de sus novelas. Se limita a hacer el remake de una película del director japonés Akira Kurosawa titulada Vivir. Creo recordar que me aburrió bastante, nada que ver con otras películas de este señor que me han conmovido, como la preciosa Dersu Uzala. Vivir transcurría en gran parte en un velatorio. Aquí, Kazuo Ishiguro traslada la ambientación a la Inglaterra de los años cincuenta. Lo protagoniza un grupo de funcionarios que trabajan en la misma oficina. Gente aparentemente convencional e inequívocamente british. Se juntan por la mañana en un tren para acudir al trabajo. En él se hablan lo justo, sonríen cuando hay que sonreír, todo es grisáceo y frío. Excepto una mujer joven que ha comenzado a trabajar allí y que representa un soplo de vida. El jefe es un tipo hierático, devoto de las formas sociales y de la eficacia laboral, con una existencia plácida que siempre ha estado regida por lo previsible. Ese señor, a punto de la jubilación, vivirá una catarsis definitiva cuando averigüe que su muerte está cercana. Y actuará ante ella haciendo cosas que nunca imaginó: estableciendo comunicación y amistad con la joven extrovertida, ideando un plan desde su puesto de gestor para que los niños del barrio disfruten de algo que la burocracia administrativa había hecho imposible.
Este argumento, en el que no ocurre nada grandioso ni que transmita especial emoción, está bien desarrollado. La levedad tiene un punto de encanto. Pero lo que más me gusta es la interpretación del sobrio y conmovedor Bill Nighy. Era aquel anciano solitario, elegante y sufridor de La librería, aquel fulano apaleado por la vida, que únicamente encuentra consuelo y refugio leyendo incansablemente, para el que descubrir a Bradbury y a Nabokov supone un milagro. Enamorado sin ilusiones de esa librera a la que la vileza acabará expulsando del pueblo. Nighy es sobrio. Transmite lo máximo con lo mínimo.
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La más distinguida promoción de Living no la hace el director Oliver Hermanus (que no me suena de nada), sino algo tan raro como que un premio Nobel firme el guion. Aunque tampoco adapta al cine una de sus novelas. Se limita a hacer el remake de una película del director japonés Akira Kurosawa titulada Vivir. Creo recordar que me aburrió bastante, nada que ver con otras películas de este señor que me han conmovido, como la preciosa Dersu Uzala. Vivir transcurría en gran parte en un velatorio. Aquí, Kazuo Ishiguro traslada la ambientación a la Inglaterra de los años cincuenta. Lo protagoniza un grupo de funcionarios que trabajan en la misma oficina. Gente aparentemente convencional e inequívocamente british. Se juntan por la mañana en un tren para acudir al trabajo. En él se hablan lo justo, sonríen cuando hay que sonreír, todo es grisáceo y frío. Excepto una mujer joven que ha comenzado a trabajar allí y que representa un soplo de vida. El jefe es un tipo hierático, devoto de las formas sociales y de la eficacia laboral, con una existencia plácida que siempre ha estado regida por lo previsible. Ese señor, a punto de la jubilación, vivirá una catarsis definitiva cuando averigüe que su muerte está cercana. Y actuará ante ella haciendo cosas que nunca imaginó: estableciendo comunicación y amistad con la joven extrovertida, ideando un plan desde su puesto de gestor para que los niños del barrio disfruten de algo que la burocracia administrativa había hecho imposible.
Este argumento, en el que no ocurre nada grandioso ni que transmita especial emoción, está bien desarrollado. La levedad tiene un punto de encanto. Pero lo que más me gusta es la interpretación del sobrio y conmovedor Bill Nighy. Era aquel anciano solitario, elegante y sufridor de La librería, aquel fulano apaleado por la vida, que únicamente encuentra consuelo y refugio leyendo incansablemente, para el que descubrir a Bradbury y a Nabokov supone un milagro. Enamorado sin ilusiones de esa librera a la que la vileza acabará expulsando del pueblo. Nighy es sobrio. Transmite lo máximo con lo mínimo.
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‘Living’: el guionista es la presunta estrella
El argumento del Nobel anglojaponés Kazuo Ishiguro está bien desarrollado, aunque durante la película no ocurre nada grandioso ni que transmita especial emoción, a excepción de la interpretación del conmovedor Bill Nighy
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