bartell.kathlyn
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En el año 1967, justo cuando el adocenado Hollywood del momento se iba a empezar a convertir en el histórico Nuevo Hollywood de los moteros tranquilos y los toros salvajes, con los estrenos de Bonnie y Clyde y El graduado, 20th Century Fox estrenó El extravagante doctor Dolittle, una elefantiásica e insoportable comedia musical para niños y familias, de dos horas y media de duración, protagonizada por el prestigioso actor británico Rex Harrison, que, sin embargo, fue un fiasco en taquilla, recaudando apenas ocho millones de dólares cuando había costado más del doble. En el colmo de la estupidez de aquel Hollywood cambiante, los académicos la nominaron a nueve premios Oscar, incluyendo el de mejor filme del año.
La película de Richard Fleischer (gran director, a pesar de ello) se convirtió así, junto a alguna otra producción desmesurada y añeja, en uno de los arquetipos de la necesidad del cambio. Otro de esos títulos, y así vamos enlazando con el estreno en cuestión, el de la boba Lilo, mi amigo el cocodrilo, fue La leyenda de la ciudad sin nombre, musical original de los años cincuenta llevado a la pantalla por Joshua Logan en 1969, con Clint Eastwood y hasta Lee Marvin cantando, que se dice pronto. Cuentan las crónicas que aquella malísima experiencia llevó a Eastwood a querer controlar su carrera únicamente a través de su productora recién creada, la posteriormente fundamental Malpaso, que aquí figuraba como firma asociada. ¿Qué hacían aquellos dos tipos duros en un musical, por muy wéstern que fuera? Pese a todo, al menos Marvin salió vivo del entuerto e incluso logró dejar para el recuerdo una canción: Estrella errante.
Viene esta larga introducción para intentar reflexionar sobre Lilo, mi amigo el cocodrilo, musical melifluo y olvidable de 50 millones de dólares de presupuesto, basada en unos libros infantiles, sin importancia intrínseca alguna, pero protagonizado por otros dos duros del cine como Javier Bardem y el magnífico secundario que siempre fue Scoot McNairy, inquietante, esquinado y ambiguo en obras como Mátalos suavemente, 12 años de esclavitud y Perdida. Qué se les ha perdido a ambos en una historia sobre un cocodrilo cantante, que ayuda en la integración escolar del sosaina y tímido niño protagonista (armado del inevitable inhalador como cliché), es un misterio. Al menos Bardem canta y baila con garra, y pone sus habituales furia, entusiasmo y talento en un papel del que sale vivo y coleando. McNairy, sin embargo, no parece creerse que esté haciendo de padre comprensivo en una simplona producción familiar con tontorrón mensaje de autoayuda y superación, canciones puntuales, y perfecta técnica con el animal creado por ordenador.
La cuestión no es tanto por qué Bardem acepta un papel así (el reto, el dinero y, desde luego, la absoluta libertad de hacerlo), sino por qué los productores pensaron en él y en McNairy para dos personajes como estos. ¿Ofrecer con sus presencias, sobre todo la del actor español, una especie de carta de legitimidad acerca de la calidad de la película, sabiendo de antemano que lo que están ofertando no es más que una chorrada para críos? Es posible. Pero quizá todo tenga más que ver con el sentido del cine de buena parte del Hollywood contemporáneo. Con la imagen que tienen de sí mismos y la convicción de que a sus espectadores, a la sociedad cinematográfica del momento, no les interesa demasiado otro tipo de producto, más libre, complejo y profundo, y ello sin tener que dejar de ser refrescante, entretenido o brillante.
En la industria hollywoodiense de hoy caben muy pocas Bonnie and Clyde y El graduado, y sí infinidad de Lilos cocodrilos y extravagantes doctores dolittle. Lo que no está tan claro es que Lilo, mi amigo el cocodrilo vaya a convertirse en el paradigma del fracaso, en el ejemplo del cambio por venir, de la necesidad de un giro como aquel de finales de los años sesenta. Puede que aquel público estuviese demandando un cambio. El de hoy no parece pedirlo a gritos.
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La película de Richard Fleischer (gran director, a pesar de ello) se convirtió así, junto a alguna otra producción desmesurada y añeja, en uno de los arquetipos de la necesidad del cambio. Otro de esos títulos, y así vamos enlazando con el estreno en cuestión, el de la boba Lilo, mi amigo el cocodrilo, fue La leyenda de la ciudad sin nombre, musical original de los años cincuenta llevado a la pantalla por Joshua Logan en 1969, con Clint Eastwood y hasta Lee Marvin cantando, que se dice pronto. Cuentan las crónicas que aquella malísima experiencia llevó a Eastwood a querer controlar su carrera únicamente a través de su productora recién creada, la posteriormente fundamental Malpaso, que aquí figuraba como firma asociada. ¿Qué hacían aquellos dos tipos duros en un musical, por muy wéstern que fuera? Pese a todo, al menos Marvin salió vivo del entuerto e incluso logró dejar para el recuerdo una canción: Estrella errante.
Viene esta larga introducción para intentar reflexionar sobre Lilo, mi amigo el cocodrilo, musical melifluo y olvidable de 50 millones de dólares de presupuesto, basada en unos libros infantiles, sin importancia intrínseca alguna, pero protagonizado por otros dos duros del cine como Javier Bardem y el magnífico secundario que siempre fue Scoot McNairy, inquietante, esquinado y ambiguo en obras como Mátalos suavemente, 12 años de esclavitud y Perdida. Qué se les ha perdido a ambos en una historia sobre un cocodrilo cantante, que ayuda en la integración escolar del sosaina y tímido niño protagonista (armado del inevitable inhalador como cliché), es un misterio. Al menos Bardem canta y baila con garra, y pone sus habituales furia, entusiasmo y talento en un papel del que sale vivo y coleando. McNairy, sin embargo, no parece creerse que esté haciendo de padre comprensivo en una simplona producción familiar con tontorrón mensaje de autoayuda y superación, canciones puntuales, y perfecta técnica con el animal creado por ordenador.
La cuestión no es tanto por qué Bardem acepta un papel así (el reto, el dinero y, desde luego, la absoluta libertad de hacerlo), sino por qué los productores pensaron en él y en McNairy para dos personajes como estos. ¿Ofrecer con sus presencias, sobre todo la del actor español, una especie de carta de legitimidad acerca de la calidad de la película, sabiendo de antemano que lo que están ofertando no es más que una chorrada para críos? Es posible. Pero quizá todo tenga más que ver con el sentido del cine de buena parte del Hollywood contemporáneo. Con la imagen que tienen de sí mismos y la convicción de que a sus espectadores, a la sociedad cinematográfica del momento, no les interesa demasiado otro tipo de producto, más libre, complejo y profundo, y ello sin tener que dejar de ser refrescante, entretenido o brillante.
En la industria hollywoodiense de hoy caben muy pocas Bonnie and Clyde y El graduado, y sí infinidad de Lilos cocodrilos y extravagantes doctores dolittle. Lo que no está tan claro es que Lilo, mi amigo el cocodrilo vaya a convertirse en el paradigma del fracaso, en el ejemplo del cambio por venir, de la necesidad de un giro como aquel de finales de los años sesenta. Puede que aquel público estuviese demandando un cambio. El de hoy no parece pedirlo a gritos.
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‘Lilo, mi amigo el cocodrilo’: Javier Bardem canta con un reptil parlante y sale bien parado
Este entretenimiento banal confirma que a la sociedad actual no le interesa demasiado otro tipo de producto, más libre, complejo y profundo, sin tener que dejar de ser brillante o refrescante
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