Antonette_Klocko
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En las mesas de La Closerie des Lilas, la legendaria brasseriea un extremo del bulevar Montpartnasse de París, están marcados sobre una pequeña placa los nombres de algunos de los clientes ilustres. Lenin, Orwell, Scott Fitzgerald… Falta uno: Étienne, o Esteve, Roda-Gil (1941-2004), hijo de republicanos exiliados, figura de culto de la música pop francesa y cliente asiduo de La Closerie, su cuartel general hasta los últimos días.
“Aquí conversaba, bebía, escribía, dibujaba y seducía”, recordaba este miércoles, mientras cenábamos, su buena amiga, la cineasta Charlotte Silvera.
Cuatro días antes de morir Roda-Gil, Silvera se encontró en La Closerie con él y con una de sus cantantes predilectas, con quien había conseguido esta rara simbiosis que solo un letrista como él —autor de algunos de los hits musicales que marcaron la vida francesa de los últimos cuarenta años— sabía conseguir. La cantante era Vanessa Paradis, prácticamente descubierta por Roda-Gil, que le escribió la letra de su primer y gran éxito, Joe le Taxi, en 1987, cuando Paradis tenía 14 años. La nómina de artistas que cantaron las canciones de Roda-Gil es un resumen de la música francesa contemporánea. Juliette Gréco, Barbara, France Gall, Françoise Hardy, Claude François, Julien Clerc, Johnny Halliday, Louis Bertignac —algunos más conocidos fuera, otros menos, pero todos esenciales en la música francesa moderna— interpretaron sus versos. También artistas internacionales como Roger Waters, Marianne Faithful… o Julio Iglesias.
Roda-Gil, Paradis y Silvera se encontraron aquel día en La Closerie de Lilas para rodar escenas del documental On el appelait Roda (Le llamaban Roda), dirigido por Silvera y estrenado en octubre de 2018. La película, que desgraciadamente no se puede ver en las salas y merecería una difusión más amplia, presenta un retrato subjetivo, impresionista, del letrista que se describía a sí mismo como un “poeta industrial”.
Poeta, porque su vida consistía en escribir versos desde que un día, en 1967, un debutante Julien Clerc —el rockero melódico que acaba de celebrar los 50 años de carrera— preguntó en un café junto a la Sorbona si alguien le podía escribir las letras de sus canciones, y Roda-Gil se ofreció a hacer el trabajo. Con el paréntesis de una ruptura temporal en los ochenta, Clerc y Roda-Gil formaron una marca, un equipo muy rodado, creadores de clásicos cómo Si on chantait o Ce n’est rien. Pero el poeta Roda-Gil se calificaba de “industrial” —y así se quitaba importancia— porque era consciente de que trabajaba para una industria, la de la música popular, y que su contribución era parte de un engranaje mucho mayor.
Puede parecer extraño, visto de lejos, que un letrista adquiera la importancia que tenía Roda-Gil. Hay que tener en cuenta, para entenderlo, la tradición de la canción francesa, donde la letra no es un mero complemento, sino que tiene tanto o más peso que la música. Y hay que tener en cuenta, también, que Étienne Roda-Gil no era un parolier cualquiera. Sus letras, incluso las de apariencia más banal, tienen varios niveles de lectura, están llenas de alusiones y dobles sentidos, son pequeños poemas a la vez ligeros y con chispas de profundidad. “Textos muy abstractos”, los describía Claude François, intérprete, entre otros, de la rodagiliana Alexandrie, Alexandra, auténtico himno de la música disco francesa.
“Mi madre vivió la guerra, pero la de verdad. Mi padre hizo la guerra durante tres años, y después la Resistencia”, explica Roda-Gil en el documental de Charlotte Silvera.
“Vivía en Antony [ciudad de la periferia de sur de París] con su madre. Su padre ya había desaparecido. Él había nacido en un campo de refugiados en Montauban [en el sur de Francia]”, recuerda Julien Clerc.
“¿Quién era Etienne?”, se pregunta el escritor Philippe Sollers, con quien solía coincidir en La Closerie des Lilas. “Étienne era España en aquello que España tiene de más fundamental: la anarquía”.
Cómo conjugaba su anarquismo —siempre fue fiel a los amigos de la CNT y no se perdía ninguna mani del 1 de Mayo— con el hecho de trabajar para la industria del entretenimiento de masas es uno de los temas que sobrevuela la película. “Étienne no era más que un romántico, un inmenso romántico. Sentía devoción por el romanticismo de la política. La idea de ser un poeta industrial era muy romántica”, recuerda otro buen amigo, Roger Waters, alma de Pink Floyd, con quien Roda-Gil creó la ópera Ça ira, sobre la Revolución Francesa.
“Mi objetivo era destruir la industria, pero resulta que era la industria la que me pagaba”, decía Roda-Gil. Fue un personaje, como se diría en inglés, larger than life, literalemente, “más grande que la vida”: bohemio, contradictorio, lapidario. En el documental ocupa la pantalla, la desborda. “Calmémonos: lo que yo hago no es poesía”, reconoce. En otro momento, el protagonista está en La Closerie des Lilas dibujando, con Vanessa Paradis al lado, y dice: “Yo hacía polaroids emocionales… Hacía dos trazos y te juro que nadie podía sospechar que estos dos trazos me evocaban una situación o una emoción”, dice. Habla de los dibujos, pero podría estar hablando de sus 747 canciones.
“A diferencia de Gainsbourg, Brassens, Barbara o Aznavour, él nunca cantó las canciones en escena. Era un hombre a la sombra”, recuerda, quince años después, en el mismo lugar, Charlotte Silvera. “Pero como Aznavour, que era armenio, Roda, que era catalán, escogió la lengua francesa para expresarse”.
Encontrar su tumba en el cementerio de Montparnasse, donde fue enterrado con Nadine, la mujer de su vida, es una aventura. La sección 6 de cementerio es una jungla de lápidas y panteones de todas las épocas. El guarda del cementerio nos explica con un mapa cómo llegar: hay que situarse en la esquina suroeste de la sección, contar 12 tumbas verticales en dirección norte y seguir un camino levemente inclinado. La tumba de los Roda-Gil son unos arbustos. Alguien ha puesto un cartel del documental On el appelait Roda… Cerca reposan los restos de Cortázar y Baudelaire.
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“Aquí conversaba, bebía, escribía, dibujaba y seducía”, recordaba este miércoles, mientras cenábamos, su buena amiga, la cineasta Charlotte Silvera.
Cuatro días antes de morir Roda-Gil, Silvera se encontró en La Closerie con él y con una de sus cantantes predilectas, con quien había conseguido esta rara simbiosis que solo un letrista como él —autor de algunos de los hits musicales que marcaron la vida francesa de los últimos cuarenta años— sabía conseguir. La cantante era Vanessa Paradis, prácticamente descubierta por Roda-Gil, que le escribió la letra de su primer y gran éxito, Joe le Taxi, en 1987, cuando Paradis tenía 14 años. La nómina de artistas que cantaron las canciones de Roda-Gil es un resumen de la música francesa contemporánea. Juliette Gréco, Barbara, France Gall, Françoise Hardy, Claude François, Julien Clerc, Johnny Halliday, Louis Bertignac —algunos más conocidos fuera, otros menos, pero todos esenciales en la música francesa moderna— interpretaron sus versos. También artistas internacionales como Roger Waters, Marianne Faithful… o Julio Iglesias.
“Mi objetivo era destruir la industria, pero resulta que era la industria la que me pagaba”, decía Rueda-Gil
Roda-Gil, Paradis y Silvera se encontraron aquel día en La Closerie de Lilas para rodar escenas del documental On el appelait Roda (Le llamaban Roda), dirigido por Silvera y estrenado en octubre de 2018. La película, que desgraciadamente no se puede ver en las salas y merecería una difusión más amplia, presenta un retrato subjetivo, impresionista, del letrista que se describía a sí mismo como un “poeta industrial”.
Poeta, porque su vida consistía en escribir versos desde que un día, en 1967, un debutante Julien Clerc —el rockero melódico que acaba de celebrar los 50 años de carrera— preguntó en un café junto a la Sorbona si alguien le podía escribir las letras de sus canciones, y Roda-Gil se ofreció a hacer el trabajo. Con el paréntesis de una ruptura temporal en los ochenta, Clerc y Roda-Gil formaron una marca, un equipo muy rodado, creadores de clásicos cómo Si on chantait o Ce n’est rien. Pero el poeta Roda-Gil se calificaba de “industrial” —y así se quitaba importancia— porque era consciente de que trabajaba para una industria, la de la música popular, y que su contribución era parte de un engranaje mucho mayor.
Puede parecer extraño, visto de lejos, que un letrista adquiera la importancia que tenía Roda-Gil. Hay que tener en cuenta, para entenderlo, la tradición de la canción francesa, donde la letra no es un mero complemento, sino que tiene tanto o más peso que la música. Y hay que tener en cuenta, también, que Étienne Roda-Gil no era un parolier cualquiera. Sus letras, incluso las de apariencia más banal, tienen varios niveles de lectura, están llenas de alusiones y dobles sentidos, son pequeños poemas a la vez ligeros y con chispas de profundidad. “Textos muy abstractos”, los describía Claude François, intérprete, entre otros, de la rodagiliana Alexandrie, Alexandra, auténtico himno de la música disco francesa.
“Mi madre vivió la guerra, pero la de verdad. Mi padre hizo la guerra durante tres años, y después la Resistencia”, explica Roda-Gil en el documental de Charlotte Silvera.
“Vivía en Antony [ciudad de la periferia de sur de París] con su madre. Su padre ya había desaparecido. Él había nacido en un campo de refugiados en Montauban [en el sur de Francia]”, recuerda Julien Clerc.
“¿Quién era Etienne?”, se pregunta el escritor Philippe Sollers, con quien solía coincidir en La Closerie des Lilas. “Étienne era España en aquello que España tiene de más fundamental: la anarquía”.
Cómo conjugaba su anarquismo —siempre fue fiel a los amigos de la CNT y no se perdía ninguna mani del 1 de Mayo— con el hecho de trabajar para la industria del entretenimiento de masas es uno de los temas que sobrevuela la película. “Étienne no era más que un romántico, un inmenso romántico. Sentía devoción por el romanticismo de la política. La idea de ser un poeta industrial era muy romántica”, recuerda otro buen amigo, Roger Waters, alma de Pink Floyd, con quien Roda-Gil creó la ópera Ça ira, sobre la Revolución Francesa.
“Mi objetivo era destruir la industria, pero resulta que era la industria la que me pagaba”, decía Roda-Gil. Fue un personaje, como se diría en inglés, larger than life, literalemente, “más grande que la vida”: bohemio, contradictorio, lapidario. En el documental ocupa la pantalla, la desborda. “Calmémonos: lo que yo hago no es poesía”, reconoce. En otro momento, el protagonista está en La Closerie des Lilas dibujando, con Vanessa Paradis al lado, y dice: “Yo hacía polaroids emocionales… Hacía dos trazos y te juro que nadie podía sospechar que estos dos trazos me evocaban una situación o una emoción”, dice. Habla de los dibujos, pero podría estar hablando de sus 747 canciones.
“A diferencia de Gainsbourg, Brassens, Barbara o Aznavour, él nunca cantó las canciones en escena. Era un hombre a la sombra”, recuerda, quince años después, en el mismo lugar, Charlotte Silvera. “Pero como Aznavour, que era armenio, Roda, que era catalán, escogió la lengua francesa para expresarse”.
Encontrar su tumba en el cementerio de Montparnasse, donde fue enterrado con Nadine, la mujer de su vida, es una aventura. La sección 6 de cementerio es una jungla de lápidas y panteones de todas las épocas. El guarda del cementerio nos explica con un mapa cómo llegar: hay que situarse en la esquina suroeste de la sección, contar 12 tumbas verticales en dirección norte y seguir un camino levemente inclinado. La tumba de los Roda-Gil son unos arbustos. Alguien ha puesto un cartel del documental On el appelait Roda… Cerca reposan los restos de Cortázar y Baudelaire.
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