Las sombras de Errejón

Joelle_Welch

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Los alegres chicos de Pablo Iglesias, aquellos que iban a asaltar los cielos y a repartir el pan a los pobres y parias de la tierra porque ya estaba bien de tanta casta, y de tantas «viejas y franquistas asquerosos» no están teniendo un final feliz. No lo tuvo Carolina Bescansa –¿cómo estará de grande su chiquillo– ni tampoco Monedero –profesor Monedero, que lo llamaba el Mesías–; ni siquiera lo tuvo Echenique, acusado de tener trabajadores ilegales y de cometer delitos de odio –¿ellos, delitos de odio?–, ni lo han tenido los «Qalcaldes del cambio», que fueron cayendo uno tras otro, como naipes de un castillo sin cimientos, sin la misericordia de su líder que, al parecer, no se fiaba de ninguno de ellos. «No tenía buena opinión personal ni política de Errejón», ha dicho Pablo Iglesias, sacudiéndose cualquier responsabilidad que pudiera tener en la noticia de la que todo el mundo habla y la que, al parecer, no ha sorprendido a nadie.Maquiavelo, el de 'El Príncipe', dejó escrito que es un mal ejemplo no observar una ley, sobre todo, por parte del que la ha hecho. Errejón, por tanto, es un mal ejemplo. Un ejemplo de la degeneración política de este país que cumple a rajatabla del precepto de que tu mano derecha no sepa lo que hace tu izquierda, o lo que es lo mismo, un clarísimo ejemplo de que aquella aventura podemita no fue más que un fraude. Y de los gordos. Consejos vendo, que para mí no tengo, o algo muchísimo peor, porque nos han intentado engañar desde que comenzó la partida.Se ha escrito tanto en estos días sobre las sombras de Errejón, que los árboles no nos han dejado ver el bosque en el que se esconden los lobos como él. Todo su entorno lo sabía, igual que lo sabían sus ya enemigos íntimos de partido. Todos sabían que la contradicción no era un juego –eso del personaje y la persona estará muy bien para los cómicos, pero no para la política– y que la engañosa comparación del exportavoz de Sumar con el protagonista de 'Cincuenta sombras de Grey', la tramposa romantización de un comportamiento violento y abusivo –«fruto de una subjetividad tóxica multiplicada por el patriarcado»– no nos deja llegar al verdadero fondo del asunto.Y es que los alegres chicos de Pablo Iglesias eran, sobre todo, niños ricos de papá, niños pijos, jugando a ser salvapatrias en la cafetería de la Facultad de Políticas. Ellos, y ellas, no habían tenido nunca problemas para llegar a fin de mes, ni sabían la de números que hay que hacer para pagar el alquiler, los estudios de los hijos, porque venían de una burbuja –activista, pero burbuja– tan clasista y elitista como las que ellos criticaban. Jugaron a «matar al padre» con todos nosotros, con nuestras leyes y nuestros impuestos y luego se aburrieron de jugar, como de todo. La cabra, dicen, tira al monte. Y en Podemos –y sus variantes– creían que todo el monte era orégano.

 

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