Wade_Moen
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La teoría más extendida sostiene que la nostalgia que impone la Navidad tiene que ver, sobre todo, con las sillas vacías. Es el recuerdo de quienes ya no están con nosotros lo que nos pone tristes. Estoy de acuerdo, pero sólo a medias. Quiero decir que no sólo es la añoranza de los muertos lo que nos remueve por dentro. Hay otras clases de ausencia que también son dolorosas. A bote pronto se me ocurren tres. En primer lugar, la de aquellos seres queridos que viven en el quinto infierno, o no tienen más remedio que trabajar en las fechas señaladas, o no pueden moverse de la cama por culpa de alguna dolencia puñetera. Supongamos –para no añadir más dramatismo a la escena– que están con la pierna escayolada hasta la ingle por haberse lanzado a tumba abierta por la pista negra de alguna estación de esquí. La ventaja es que con esos ausentes, que gracias a Dios están vivos y coleando, podemos hablar por teléfono o brindar por videoconferencia. En el ránking nostálgico de la Navidad ocupan, me parece a mí, el lugar más llevadero de todos. En segundo lugar están las ausencias de aquellos a quienes echamos de menos con más intensidad, en nuestro fuero interno, cuando llega la hora de los brindis. Con ellos no podemos hablar, o acaso sólo de manera furtiva, para no echar a perder la impostura del retrato de familia. No he pasado por esa experiencia pero tengo algunos amigos que defienden que esas ausencias –muertos aparte– son las más dolorosas. Yo no lo creo. Me parece que aún es mucho peor la de aquellos seres queridos que dejan la silla vacía voluntariamente por culpa de heridas que han cicatrizado mal. En la vida familiar, que a veces nos pone a prueba, hace falta la fortaleza de un Seal para sobreponerse al dolor de algunos arañazos. Por esa clase de llagas infectadas es por donde se cuela el rencor, la tristeza, la infamia, el orgullo, la injusticia y el odio, que es, justamente, todo lo que propone proscribir el mensaje de paz que trae consigo el Niño de Belén cada 25 de diciembre. Por eso es la lejanía que más duele. El recuerdo de las personas que amamos y que no están a nuestro lado sin que exista un motivo insalvable que lo justifique nos enfrenta al lado más oscuro de la condición humana. Recuerdo la ilusión infantil de los míos cuando adornábamos juntos el árbol de Navidad o colocábamos los figuras del Nacimiento. Los ojos de los niños son los únicos que ven lo que de verdad importa. De la misma forma que son capaces de distinguir el dibujo de un sombrero del de un elefante devorado por una boa, también intuyen que la lucha entre la paloma y el leopardo puede formar parte de la hermosura de un verso. Pincho de tortilla y caña a que si fuéramos capaces de recuperar aquella mirada infantil la oscuridad del dolor no prevalecería sobre la luz de estas fechas. Y, desde luego, habría menos sillas vacías a nuestro alrededor.
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