Betty tiene un olfato desarrollado. Su cuerpo peludo se escabulle entre la tierra, tal como ha aprendido durante meses de entrenamiento en Tanzania. Se mueve de un lado a otro, escudriña cada rincón y escanea con sus pequeños ojos negros los escombros a su paso. Su trabajo no es fácil, pero gracias a su nariz ha aprendido a detectar el olor de las escamas de pangolín, el marfil o el palo negro africano, un valioso arbusto que puede alcanzar los 18 metros de altura. Ella, después de todo, es una rata gigante (Cricetomys ansorgei) que vive en un país al sureste de África en el que la tala ilegal ronda el 96% y la población de elefantes se ha reducido en un 90% en las últimas décadas. Un nuevo estudio, publicado este miércoles en la revista Frontiers in Conservation Science, revela cómo Betty y ocho de sus compañeras podrían ayudar a luchar contra el tráfico ilícito de flora y fauna silvestre.
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