runolfsdottir.fanny
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Llego en estado virginal al cine de los autores de Las ocho montañas, firmada por la pareja belga Felix van Groeningen y Charlotte Vandermeersch. Creo no haber visto anteriores películas suyas o se han borrado de mi memoria. Tampoco he leído la novela que adaptan, un best-seller que intuyo atractivo, después de las sensaciones que me ha provocado la película. Son bonitas. También insólitas ante la sequía feroz para mi agotado criterio que atraviesa el cine desde hace demasiado tiempo. Me fascinan las imágenes, todo respira verdad, me implico con lo que sienten sus personajes, no me ausento en ningún momento de lo que veo y escucho, me quedo un rato pensando en ella cuando finaliza.
Me ocurrió lo mismo con Una bonita mañana, de Mia Hansen-Løve. Son la prueba de que me han tocado alguna fibra sentimental, que me creo lo que me están narrando, que me implico en lo que le ocurre a la gente que habita en la pantalla. Me interesa su pasado y su presente (la historia transcurre a lo largo de veinte años), lo que piensan y lo que sienten, la belleza de las imágenes, sus seguridades y sus incertidumbres, el desarrollo de una amistad muy pura y auténtica a lo largo del tiempo, las separaciones y los reencuentros, los momentos de plenitud y las desgracias que pueden aparecer en arriesgados caminos vitales que inevitablemente exigirán una factura anímica o pondrá muy difícil la supervivencia.
Son dos críos cuando se conocen. En una aldea situada en los deslumbrantes Alpes italianos. Uno es un chaval abandonado por su padre. El otro es un urbanita que pasa las vacaciones allí. Acompañado por un padre enamorado de la naturaleza y que intenta contagiar esa pasión a su hijo. Inicialmente, no es una temática que pueda apasionar a alguien como yo, que jamás he ido de acampada, ni he utilizado una tienda de campaña, ni he practicado el senderismo, que no pertenezco a la poética raza de los viajeros, sino que he ejercido de vulgar turista. Pero los directores logran conmoverme mostrándome la eterna fusión de estas personas con la naturaleza. Es algo físico pero también espiritual. Es una irrenunciable forma de vivir. Es sentir que sin esos paisajes tu vida no tendría sentido.
Eso implica hacerte una casa con tus propias manos en la cima de ese universo, vivir con recursos mínimos, constatar que eso puede agotar a tu pareja. El otro amigo quiere escribir, vivir de ello, que su trabajo le permita viajar, fundamentalmente a los pueblos del Himalaya. Pero el vínculo de esa amistad será invulnerable. Habrá momentos gozosos en los reencuentros y otros muy tristes. Aunque ante todo, un respeto mutuo, comprensivo y conmovedor hacia las creencias del otro, hacia formas tan problemáticas como irrenunciables de llenar tu existencia.
Las ocho montañas no es una obra maestra. Esos milagros que fueron frecuentes en la historia del cine ya han desertado. Yo me conformo con encontrarme películas que durante un rato logren que me olvide de eso tan abstracto o grisáceo llamado realidad, que logren meterme dentro de ellas, que me despierten sentimiento, risas, tensión, esas cosas tan gratas. Y esta tiene algo, un lirismo no impostado, comprensión y cariño hacia sus personajes, unos escenarios que complacen la vista. Los autores creen en lo que están narrando. Y contagian esa veracidad y esa complejidad al espectador. Para mí es suficiente. Incluso hay momentos en los que me parece preciosa.
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Me ocurrió lo mismo con Una bonita mañana, de Mia Hansen-Løve. Son la prueba de que me han tocado alguna fibra sentimental, que me creo lo que me están narrando, que me implico en lo que le ocurre a la gente que habita en la pantalla. Me interesa su pasado y su presente (la historia transcurre a lo largo de veinte años), lo que piensan y lo que sienten, la belleza de las imágenes, sus seguridades y sus incertidumbres, el desarrollo de una amistad muy pura y auténtica a lo largo del tiempo, las separaciones y los reencuentros, los momentos de plenitud y las desgracias que pueden aparecer en arriesgados caminos vitales que inevitablemente exigirán una factura anímica o pondrá muy difícil la supervivencia.
Son dos críos cuando se conocen. En una aldea situada en los deslumbrantes Alpes italianos. Uno es un chaval abandonado por su padre. El otro es un urbanita que pasa las vacaciones allí. Acompañado por un padre enamorado de la naturaleza y que intenta contagiar esa pasión a su hijo. Inicialmente, no es una temática que pueda apasionar a alguien como yo, que jamás he ido de acampada, ni he utilizado una tienda de campaña, ni he practicado el senderismo, que no pertenezco a la poética raza de los viajeros, sino que he ejercido de vulgar turista. Pero los directores logran conmoverme mostrándome la eterna fusión de estas personas con la naturaleza. Es algo físico pero también espiritual. Es una irrenunciable forma de vivir. Es sentir que sin esos paisajes tu vida no tendría sentido.
Eso implica hacerte una casa con tus propias manos en la cima de ese universo, vivir con recursos mínimos, constatar que eso puede agotar a tu pareja. El otro amigo quiere escribir, vivir de ello, que su trabajo le permita viajar, fundamentalmente a los pueblos del Himalaya. Pero el vínculo de esa amistad será invulnerable. Habrá momentos gozosos en los reencuentros y otros muy tristes. Aunque ante todo, un respeto mutuo, comprensivo y conmovedor hacia las creencias del otro, hacia formas tan problemáticas como irrenunciables de llenar tu existencia.
Las ocho montañas no es una obra maestra. Esos milagros que fueron frecuentes en la historia del cine ya han desertado. Yo me conformo con encontrarme películas que durante un rato logren que me olvide de eso tan abstracto o grisáceo llamado realidad, que logren meterme dentro de ellas, que me despierten sentimiento, risas, tensión, esas cosas tan gratas. Y esta tiene algo, un lirismo no impostado, comprensión y cariño hacia sus personajes, unos escenarios que complacen la vista. Los autores creen en lo que están narrando. Y contagian esa veracidad y esa complejidad al espectador. Para mí es suficiente. Incluso hay momentos en los que me parece preciosa.
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‘Las ocho montañas’: gente que encontró su lugar en el mundo
La película italiana logra conmover mostrando la eterna fusión de los protagonistas con la naturaleza. Es algo físico pero también espiritual. Es una irrenunciable forma de vivir.
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