Las mujeres que aplazaron su carrera para permitir el éxito de la arquitectura moderna española

Molly_Sporer

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Los profesores de arquitectura solían decir que la profesión es un sacerdocio. Es habitual esta imagen del arquitecto absorto en su trabajo, pasando al papel los espacios que idea en su cabeza. Pero no se suele contar que este sacerdocio es uno ejercido de forma extraña, ya que solía venir acompañado de una familia numerosa. Los arquitectos que renovaron la disciplina en los años sesenta dedicaron a la profesión toda su atención, en largas jornadas frente al tablero. Sin embargo, esta completa dedicación al pensamiento y al dibujo venía facilitada por la presencia de sus mujeres, madres de extensas proles, que cuidaban el hogar cuando el arquitecto pasaba horas en el estudio, en las visitas de obra, en la universidad dando clases o en los salones sociales debatiendo sobre su obra, siendo reconocidos por ella. Alejandro de la Sota (1913-1996), Rafael Moneo (1937) o Javier Carvajal (1926-2013) consiguieron renovar la arquitectura española y atraer la atención internacional, con una obra y un pensamiento excepcionales, pero tenían las condiciones y el ambiente familiar que les permitía ser arquitectos superproductivos a costa de la carrera profesional de sus compañeras.

Estas mujeres han estado en un segundo plano hasta hace bien poco, cuando sus hijos e hijas han reivindicado su figura en situaciones de reconocimiento al padre arquitecto. Así lo hizo recientemente en la ceremonia de entrega de los premios Arquitectura del Consejo Superior de Arquitectos de España Alejandro de la Sota Rius, al destacar la figura de Sara Rius y el empeño que puso para que el archivo de su marido estuviera a disposición de arquitectos e investigadores. La Fundación Alejandro de la Sota ha sido adelantada en España en el cuidado del frágil legado documental de los arquitectos del siglo XX español. Sota ejerció la profesión con una rigurosa dedicación, evitando la arquitectura más comercial, lo que le hizo perder oportunidades de trabajo y, sobre todo, de enriquecimiento, siempre con Sara Rius a su lado, manteniendo la casa y la familia.

Isabel de Falla, heredera del legado de Manuel de Falla, su tío, tuvo que dejar a un lado la labor de clasificación y cuidado de los archivos del músico gaditano para cuidar de la familia que había formado con José María García de Paredes. Su hija Ángela recuerda, en un libro sobre los escritos del arquitecto, que su madre acompañó cada una de las obras y los textos que este realizó en su carrera. García de Paredes cambió su vida dedicada en exclusiva a la arquitectura, alojado en la residencia de dominicos de la Basílica de Atocha, cuando conoció “a una andaluza, morena, muy agraciada, que se llama Maribel”, como contaba su compañero Rafael de la Hoz. Junto a ella se desplazó a la Academia de Roma, donde pasarían dos años, como destacaba la nota de sociedad de Abc sobre su boda. Desde allí recorrió el norte de Europa para conocer de primera mano la arquitectura moderna.

Isabel de Falla, sobrina de Manuel de Falla y pareja de José María García de Paredes, posa junto a un busto de su tío.

Isabel de Falla aparece en muchas de las fotos de edificios que García de Paredes realizó durante esos viajes. Ángela García de Paredes destaca cómo, a su vuelta de Roma, el arquitecto puso su empeño en rescatar la obra de Manuel de Falla, preparando exposiciones y gestionando la finalización de Atlántida. Mientras tanto, Isabel de Falla trabajaba en un segundo plano, como señala Álvaro Flores Coleto, hasta que pudo liberarse de las tareas de cuidados. La culminación a estos trabajos fue la construcción del auditorio dedicado al músico en el recinto de la Alhambra de Granada, junto a la casa del compositor. Padre e hija, ambos arquitectos, han sido miembros de número de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Isabel, académica correspondiente.

Belén Feduchi Benlliure también acompañó a Rafael Moneo durante su estancia de dos años en Roma, becado por la Academia. La primera hija de la pareja, Belén, pasó allí parte de su primer año de vida. La breve nota biográfica sobre el arquitecto que acompañó el fallo del premio Pritzker en 1996 destacaba la importancia de la presencia de Belén Feduchi en la carrera de Moneo. La situación de la familia no era precisamente precaria. Luis Martínez-Feduchi les había regalado un chalé en la colonia del Viso, que sería vivienda y estudio del arquitecto. La familia Feduchi había sido pionera en el diseño de muebles modernos en España, entre ellos los del edificio Capitol. Pero era Moneo quien comenzaba a despuntar ya desde su etapa como estudiante, y uno de sus primeros premios lo recibió por un diseño para la empresa H Muebles, de la familia Huarte. A partir de entonces se encargó de los asientos que amueblaban sus obras.

No fue hasta muchos años después cuando Belén Feduchi, profunda conocedora de la materia, pudo estar al frente, junto a Isabel Lantero (esposa también de arquitecto) y Luz Sánchez Muro, de la tienda BD Madrid. Surgida gracias a los contactos que estableció Moneo con varios integrantes de la gauche divine durante su estancia como catedrático en Barcelona, era la sucursal madrileña de Bocaccio Design. Feduchi, Lantero y Sánchez Muro desarrollaron una intensa actividad y se ganaron un merecido prestigio que les permitió acoger muestras de los principales diseñadores internacionales hasta su desaparición en 2018.

Miguel Fisac sí tuvo una etapa cercana al sacerdocio real, por su pertenencia al Opus Dei, en el círculo más próximo a su fundador. Durante este tiempo no paró de construir, en muchas ocasiones para instituciones vinculadas a la Obra. Como él mismo se encargó de explicar en varias ocasiones, decidió abandonar la institución por no sentirse cómodo en sus dinámicas. Al poco tiempo conoció y se casó con la escritora e ilustradora Ana María Badell. Pasaron a ser una de las parejas de moda de la prensa española.

Fisac colaboraba habitualmente con Abc y Blanco y Negro, y la carrera literaria de Badell comenzó a despuntar, una vez había abandonado ya su formación de perito agrónomo para dedicarse en cuerpo y alma a su familia, como una madre ejemplar dentro del modelo propuesto por el régimen. Fisac y Badell explicaban en una entrevista en 1968 que eran contrarios a que la mujer trabajara fuera del hogar. Tan opacada estaba la figura Badell por la de su famoso marido que, como relata el investigador Alberto Ruiz, los artículos dedicados a su obra podían venir acompañados de titulares como “una mujer ha escrito un libro...”, silenciando a la autora.

Miguel Fisac y Ana María Badell, en una fotografía cedida por la Fundación Fisac.

Blanca García-Valdecasas también era escritora, aunque su carrera no comenzó a despegar hasta 1983, cuando ganó el premio Fastenrath de la Real Academia Española con su libro de relatos La puerta de los sueños, publicado en 1979. Hasta entonces había vivido junto a Javier Carvajal, uno de los mayores talentos de la arquitectura española de posguerra. Carvajal era catedrático en Madrid, posteriormente lo fue en Pamplona, Barcelona y Gran Canaria, y en el periodo de la Transición se desplazó temporalmente a Chile, donde García Valdecasas se trasladó con sus tres hijos pequeños. Parte de ese periplo lo narró en Donde sale el sol, finalista del premio Plaza y Janés en 1987. El matrimonio tenía una cercanía intelectual en la que ambos se enriquecían, como relata su hijo Javier. Juntos redactaron el testamento político de Francisco Franco, que el dictador firmó como suyo, una historia destapada recientemente por Guillermo Gortázar.

Carvajal y García-Valdecasas eran, como los anteriores ejemplos, una familia acomodada, de una burguesía profesional bien relacionada. El ambiente diario de la casa podría ser perfectamente el que retrató Carlos Saura en La madriguera, filmada en la vivienda particular de la pareja, diseñada por Carvajal. El marido profesional sale de la casa durante la jornada laboral, periodo en el que su mujer cuenta con servicio doméstico para cuidar a los niños y realizar las tareas del hogar. Una vida cómoda, pero aislada en una urbanización a las afueras de Madrid, mientras el marido se ocupa en la ciudad de su trabajo y de la vida social.

Estos arquitectos compartían un modo de entender la profesión que mezclaba la construcción de edificios con la docencia en la universidad, en muchos casos en localidades distintas a la de su residencia. El horario semanal de Rafael Moneo se dividía en dos días de clases en la Escuela de Arquitectura de Barcelona, donde era catedrático, otro día visitaba las obras que tenía repartidas por País Vasco y Navarra, y pasaba dos días en su estudio profesional, donde según los que conocieron la oficina en esa época, era el primero que entraba y el último que se iba, pese a sus intentos de evitar alargar la jornada. Además, participaba en sesiones del colegio de arquitectos y otra serie de actos culturales. Belén Feduchi le explicó a la investigadora Josenia Hervás que ella podía estar al frente de BD, pero no podía alargar sus jornadas sin límite. Cuando se han realizado exposiciones retrospectivas sobre esta época, no sorprende la ausencia en las mesas de debate de las mujeres que lideraron la compañía. En 1984, Rafael Moneo obtuvo la plaza de director de la Escuela de Arquitectura de Harvard. Belén Feduchi se trasladó con sus tres hijas a Cambridge. Una ocasión estupenda para ellas, pero la carrera profesional de Feduchi volvía a aparcarse.

Comentaba Alejandro Valdivieso en estas páginas que la escritora recientemente fallecida Rosa Regás, casada y con hijos, tuvo varios motivos que “la alejaron de la idea de iniciar los estudios de arquitectura”. Es posible, como señala Marcela Serrano, que para ese proyecto de futura arquitecta Regás hubiera necesitado una esposa, tan dedicada como las de estos arquitectos.

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