Una manzana puede resumir la historia de la biodiversidad en el mundo; pero también su destrucción. Se han escrito centenares de libros sobre los animales en vías de extinción, como el clásico de Douglas Adams, Mañana no estarán, o directamente desaparecidos, como el dodo, el pájaro que no podía volar de las islas Mauricio que fue exterminado en el siglo XVII a palos por marinos holandeses y que aparece en Alicia en el país de las maravillas. Sin embargo, a lo largo del siglo XX se produjo otra extinción masiva, tal vez más catastrófica porque puede influir en la alimentación de la humanidad: la paulatina desaparición de las diferentes especies de vegetales y animales domesticados, que se han convertido en comida desde la revolución neolítica. Como hizo décadas atrás Adams con los animales, el periodista británico Dan Saladino recorre el mundo en busca de alimentos en vías de desaparición y también cuenta la historia de aquellos que luchan por salvarlos en Comer hasta la extinción (Col and Col, traducción de Jacinto Pariente), editado ahora en castellano.
Saladino, nacido en Bristol (Reino Unido) hace 54 años, relata la historia de los plátanos —el 50% de los que se consumen en el mundo pertenecen a la misma variedad, la banana Cavendish—, de unas lentejas alpinas que se salvaron gracias a la colección de Nikolái Vavílov, un genetista de la URSS asesinado por Stalin; de un maíz mexicano que no necesita fertilizantes, cuya producción contribuye al calentamiento global. Pero son las manzanas, una fruta con la que la humanidad tiene una relación que se remonta al Génesis, las que pueden resumir mejor la historia de este paulatino empobrecimiento de los productos que comemos.
“Creo que las manzanas son un buen ejemplo de lo que hemos perdido”, explicaba Saladino en una entrevista en enero en el Hay Festival de Cartagena de Indias y actualizada con el autor esta semana. “Se decía que en Gran Bretaña era posible comer una manzana al día durante cuatro años sin probar la misma variedad dos veces. Existía mucha diversidad. Había algunas manzanas que deberías probar con unos alimentos determinados y otras que solo se podían comer en un momento del año porque se habían almacenado durante un cierto tiempo y tenían un sabor increíble”, agrega este periodista, responsable de la veterana emisión de la BBC Radio The Food Program.
Saladino explica en Comer hasta la extinción que el origen de todas las manzanas del mundo, “sea cual sea su forma, tamaño, color o sabor, se remonta a la cordillera de Tian Shan, las nevadas montañas celestiales que separan China de Asia Central”. Aunque esa biodiversidad está en peligro, todavía sobrevive en aquellos bosques de las estribaciones del Himalaya: “Manzanas del tamaño de una pelota de tenis o pequeñas como cerezas; de color verde lima chillón y otras moradas o rosa pastel; el sabor de una es dulce y meloso; el de otra especiado, con toques de anís o regaliz…”. ¿Qué cambió? La necesidad de alimentar a un planeta cada vez más poblado y las grandes multinacionales de la alimentación. “Programas mundiales de mejora de las frutas en Japón, Sudáfrica, Nueva Zelanda o Australia tuvieron mucho éxito en la producción de manzanas que se conservaban durante mucho tiempo y tenían el mismo sabor dulce y crujiente. Se pueden cultivar las mismas manzanas en diferentes partes del mundo y pueden ser transportadas en buques portacontenedores. Así que hemos perdido la diversidad y la estacionalidad de las manzanas. Pero no son solo una mercancía, pueden ayudar a sobrevivir a pequeños agricultores y pequeñas empresas porque producirán algo distintivo y único”. Frente a eso, el objetivo actual de una gran empresa alimentaria de Estados Unidos es producir manzanas que no se oxiden en contacto con el aire para que se puedan vender ya cortadas en envases de plástico.
“El libro cuenta la historia de personas que han recuperado alimentos y han creado empresas de éxito”, prosigue Saladino. Su inspiración ha sido la llamada Arca de los Sabores, de la Fundación Slow Food, un proyecto que recoge más de cinco mil alimentos que han sido recuperados por agricultores independientes e investigadores de los cinco continentes. Solo en España aparecen en la actualidad 281 productos, que van desde los caracoles de Alcántara —que pueden llegar a pesar 10 gramos y tienen cuatro antenas— hasta la calabaza de Alma, la sal de Añana, un tipo de escabeche de Extremadura en la frontera con Portugal o el tomate trumfera de Balaguer. La mayoría son vegetales, pero también aparecen animales, quesos, dulces y bebidas.
La pasión de Saladino por esta diversidad alimentaria se desató cuando descubrió que el cultivo de la naranja sanguina en las faldas del Etna —su familia es de origen siciliano— estaba desapareciendo, engullida por las grandes multinacionales de los cítricos. Con ellas, con su pulpa rojiza y amarga, desaparecía una parte de su pasado personal, pero también de la historia, la cultura y la gastronomía de ese rincón del Mediterráneo en la que se han cruzado las civilizaciones desde la Guerra del Peloponeso.
La idea central es que se trata de productos o animales profundamente adaptados al entorno, con una tradición milenaria o centenaria, por cuya preservación luchan agricultores, pescadores o ganaderos. Los peligros de la falta de diversidad son numerosos: que unas pocas empresas controlen la mayoría de las semillas, que se produzcan los mismos alimentos en diferentes lugares agotando los recursos, así como la utilización masiva de abonos y pesticidas, que consumen y envenenan los suelos y requieren enormes cantidades de energía para producirse. Y el mayor peligro es que una sola enfermedad, como ocurrió con la filoxera que destruyó las viñas francesas en el siglo XIX e impulsó la colonización de Argelia, pueda destruir todos los cultivos a la vez. “Existen 200.000 muestras diferentes de trigo en todo el mundo”, explica Saladino, “pero solo se cultivan unas pocas”. Aunque hay bancos de semillas, el más importante en la isla de Svalbard, cerca del Polo Norte, una enfermedad (o un hongo) podría ser letal para la alimentación mundial.
En Comer hasta la extinción no aparecen alimentos españoles, pero sí de América Latina, como el maíz olotón de Oaxaca (México). Cuando, en 1980, el botánico estadounidense Howard-Yana Shapiro subió a las aldeas del altiplano del Estado de Oaxaca, descubrió una variedad de maíz que, en vez de ocultar sus raíces bajo tierra, las tenía al aire, y “segregaban una mucosidad como una especie de gel brillante”. Era un suelo muy pobre; pero el pueblo mixe de aquella zona lo cultivaba seguramente desde hace milenios. Lo que se descubrió años más tarde es que la planta se alimenta a sí misma: esa mucosidad hace la función de fertilizante. “Lo que nos muestra ese maíz es que hemos ignorado demasiadas veces la complejidad y los recursos genéticos que existen en todo el mundo y que están en peligro, posiblemente incluso extintos, antes de que nos lleguemos a darnos cuenta de cómo funcionan. Este maíz ha sido salvado por un pueblo que vive en un lugar remoto”, explica Saladino. Su importancia es que puede contener la piedra filosofal de la agricultura, porque los fertilizantes representan un problema medioambiental enorme.
Otra historia fascinante que recoge su libro son las lentejas de los Alpes, en Suabia, una variedad de legumbre que “consiguió crecer en suelos pobres y rocosos donde no prosperaba ninguna otra especie”. “En los años de mala cosecha, cuando no había casi nada que recoger, siempre se podía confiar en ella”, señala. Suabia era uno de los lugares más duros de Europa y muchos de sus habitantes emigraron a América. Sin embargo, la industrialización lo cambió todo: llegó el desarrollo, la agricultura global y las grandes multinacionales. Y aquella lenteja, la alb-leisa, se extinguió en los años sesenta. Un agricultor, Woldemar Mammel, se empeñó en recuperarla, pero nadie conservaba semillas. La clave estaba a miles de kilómetros de las montañas alpinas, en San Petersburgo, en los archivos del Instituto Vavílov.
El ruso Nikolái Vavílov (1887-1943) fue el director de la Academia Lenin de Ciencias Agrícolas y el primer científico que de manera sistemática recopiló una colección de semillas, para la que organizó expediciones en todo el mundo. Sin embargo, sus repetidos enfrentamientos con Trofim Lysenko, un investigador que negaba la genética por considerarla una ciencia burguesa y que contaba con el apoyo de Stalin, acabaron por provocar su deportación y su muerte en prisión en 1943. Un científico que dedicó todo su vida a tratar de buscar semillas para luchar contra el hambre fue asesinado por hambre en un campo de concentración soviético. Y allí estaba la lenteja perdida. Logró cultivar aquellas semillas que habían sobrevivido a la II Guerra Mundial e inició un movimiento europeo para recuperar otras legumbres, como las lentejas y alubias de la isla de Gotland, en Suecia.
“Durante mucho tiempo se pensó que estos alimentos tradicionales eran improductivos, anticuados y que debíamos erradicarlos y adoptar las nuevas variedades modernas”, señala Saladino. “Pero con la ciencia y la tecnología del siglo XXI deberíamos explorar nuestras tradiciones alimentarias para comprender por qué han resistido la prueba del tiempo durante miles de años, y cómo, con tecnología más moderna, podemos aprender a procesarlas y conocer cómo funcionan. Pueden formar parte de nuestro futuro y resolver algunos de los grandes desafíos a los que nos enfrentamos, porque la alternativa es utilizar enormes cantidades de combustibles fósiles para producir más fertilizantes y cultivar más alimentos. Pero sabemos que eso no es posible en términos de reducir las emisiones y luchar contra el cambio climático”. El futuro de la alimentación está seguramente en su pasado.
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Saladino, nacido en Bristol (Reino Unido) hace 54 años, relata la historia de los plátanos —el 50% de los que se consumen en el mundo pertenecen a la misma variedad, la banana Cavendish—, de unas lentejas alpinas que se salvaron gracias a la colección de Nikolái Vavílov, un genetista de la URSS asesinado por Stalin; de un maíz mexicano que no necesita fertilizantes, cuya producción contribuye al calentamiento global. Pero son las manzanas, una fruta con la que la humanidad tiene una relación que se remonta al Génesis, las que pueden resumir mejor la historia de este paulatino empobrecimiento de los productos que comemos.
“Creo que las manzanas son un buen ejemplo de lo que hemos perdido”, explicaba Saladino en una entrevista en enero en el Hay Festival de Cartagena de Indias y actualizada con el autor esta semana. “Se decía que en Gran Bretaña era posible comer una manzana al día durante cuatro años sin probar la misma variedad dos veces. Existía mucha diversidad. Había algunas manzanas que deberías probar con unos alimentos determinados y otras que solo se podían comer en un momento del año porque se habían almacenado durante un cierto tiempo y tenían un sabor increíble”, agrega este periodista, responsable de la veterana emisión de la BBC Radio The Food Program.
Saladino explica en Comer hasta la extinción que el origen de todas las manzanas del mundo, “sea cual sea su forma, tamaño, color o sabor, se remonta a la cordillera de Tian Shan, las nevadas montañas celestiales que separan China de Asia Central”. Aunque esa biodiversidad está en peligro, todavía sobrevive en aquellos bosques de las estribaciones del Himalaya: “Manzanas del tamaño de una pelota de tenis o pequeñas como cerezas; de color verde lima chillón y otras moradas o rosa pastel; el sabor de una es dulce y meloso; el de otra especiado, con toques de anís o regaliz…”. ¿Qué cambió? La necesidad de alimentar a un planeta cada vez más poblado y las grandes multinacionales de la alimentación. “Programas mundiales de mejora de las frutas en Japón, Sudáfrica, Nueva Zelanda o Australia tuvieron mucho éxito en la producción de manzanas que se conservaban durante mucho tiempo y tenían el mismo sabor dulce y crujiente. Se pueden cultivar las mismas manzanas en diferentes partes del mundo y pueden ser transportadas en buques portacontenedores. Así que hemos perdido la diversidad y la estacionalidad de las manzanas. Pero no son solo una mercancía, pueden ayudar a sobrevivir a pequeños agricultores y pequeñas empresas porque producirán algo distintivo y único”. Frente a eso, el objetivo actual de una gran empresa alimentaria de Estados Unidos es producir manzanas que no se oxiden en contacto con el aire para que se puedan vender ya cortadas en envases de plástico.
“El libro cuenta la historia de personas que han recuperado alimentos y han creado empresas de éxito”, prosigue Saladino. Su inspiración ha sido la llamada Arca de los Sabores, de la Fundación Slow Food, un proyecto que recoge más de cinco mil alimentos que han sido recuperados por agricultores independientes e investigadores de los cinco continentes. Solo en España aparecen en la actualidad 281 productos, que van desde los caracoles de Alcántara —que pueden llegar a pesar 10 gramos y tienen cuatro antenas— hasta la calabaza de Alma, la sal de Añana, un tipo de escabeche de Extremadura en la frontera con Portugal o el tomate trumfera de Balaguer. La mayoría son vegetales, pero también aparecen animales, quesos, dulces y bebidas.
La pasión de Saladino por esta diversidad alimentaria se desató cuando descubrió que el cultivo de la naranja sanguina en las faldas del Etna —su familia es de origen siciliano— estaba desapareciendo, engullida por las grandes multinacionales de los cítricos. Con ellas, con su pulpa rojiza y amarga, desaparecía una parte de su pasado personal, pero también de la historia, la cultura y la gastronomía de ese rincón del Mediterráneo en la que se han cruzado las civilizaciones desde la Guerra del Peloponeso.
La idea central es que se trata de productos o animales profundamente adaptados al entorno, con una tradición milenaria o centenaria, por cuya preservación luchan agricultores, pescadores o ganaderos. Los peligros de la falta de diversidad son numerosos: que unas pocas empresas controlen la mayoría de las semillas, que se produzcan los mismos alimentos en diferentes lugares agotando los recursos, así como la utilización masiva de abonos y pesticidas, que consumen y envenenan los suelos y requieren enormes cantidades de energía para producirse. Y el mayor peligro es que una sola enfermedad, como ocurrió con la filoxera que destruyó las viñas francesas en el siglo XIX e impulsó la colonización de Argelia, pueda destruir todos los cultivos a la vez. “Existen 200.000 muestras diferentes de trigo en todo el mundo”, explica Saladino, “pero solo se cultivan unas pocas”. Aunque hay bancos de semillas, el más importante en la isla de Svalbard, cerca del Polo Norte, una enfermedad (o un hongo) podría ser letal para la alimentación mundial.
En Comer hasta la extinción no aparecen alimentos españoles, pero sí de América Latina, como el maíz olotón de Oaxaca (México). Cuando, en 1980, el botánico estadounidense Howard-Yana Shapiro subió a las aldeas del altiplano del Estado de Oaxaca, descubrió una variedad de maíz que, en vez de ocultar sus raíces bajo tierra, las tenía al aire, y “segregaban una mucosidad como una especie de gel brillante”. Era un suelo muy pobre; pero el pueblo mixe de aquella zona lo cultivaba seguramente desde hace milenios. Lo que se descubrió años más tarde es que la planta se alimenta a sí misma: esa mucosidad hace la función de fertilizante. “Lo que nos muestra ese maíz es que hemos ignorado demasiadas veces la complejidad y los recursos genéticos que existen en todo el mundo y que están en peligro, posiblemente incluso extintos, antes de que nos lleguemos a darnos cuenta de cómo funcionan. Este maíz ha sido salvado por un pueblo que vive en un lugar remoto”, explica Saladino. Su importancia es que puede contener la piedra filosofal de la agricultura, porque los fertilizantes representan un problema medioambiental enorme.
Otra historia fascinante que recoge su libro son las lentejas de los Alpes, en Suabia, una variedad de legumbre que “consiguió crecer en suelos pobres y rocosos donde no prosperaba ninguna otra especie”. “En los años de mala cosecha, cuando no había casi nada que recoger, siempre se podía confiar en ella”, señala. Suabia era uno de los lugares más duros de Europa y muchos de sus habitantes emigraron a América. Sin embargo, la industrialización lo cambió todo: llegó el desarrollo, la agricultura global y las grandes multinacionales. Y aquella lenteja, la alb-leisa, se extinguió en los años sesenta. Un agricultor, Woldemar Mammel, se empeñó en recuperarla, pero nadie conservaba semillas. La clave estaba a miles de kilómetros de las montañas alpinas, en San Petersburgo, en los archivos del Instituto Vavílov.
El ruso Nikolái Vavílov (1887-1943) fue el director de la Academia Lenin de Ciencias Agrícolas y el primer científico que de manera sistemática recopiló una colección de semillas, para la que organizó expediciones en todo el mundo. Sin embargo, sus repetidos enfrentamientos con Trofim Lysenko, un investigador que negaba la genética por considerarla una ciencia burguesa y que contaba con el apoyo de Stalin, acabaron por provocar su deportación y su muerte en prisión en 1943. Un científico que dedicó todo su vida a tratar de buscar semillas para luchar contra el hambre fue asesinado por hambre en un campo de concentración soviético. Y allí estaba la lenteja perdida. Logró cultivar aquellas semillas que habían sobrevivido a la II Guerra Mundial e inició un movimiento europeo para recuperar otras legumbres, como las lentejas y alubias de la isla de Gotland, en Suecia.
“Durante mucho tiempo se pensó que estos alimentos tradicionales eran improductivos, anticuados y que debíamos erradicarlos y adoptar las nuevas variedades modernas”, señala Saladino. “Pero con la ciencia y la tecnología del siglo XXI deberíamos explorar nuestras tradiciones alimentarias para comprender por qué han resistido la prueba del tiempo durante miles de años, y cómo, con tecnología más moderna, podemos aprender a procesarlas y conocer cómo funcionan. Pueden formar parte de nuestro futuro y resolver algunos de los grandes desafíos a los que nos enfrentamos, porque la alternativa es utilizar enormes cantidades de combustibles fósiles para producir más fertilizantes y cultivar más alimentos. Pero sabemos que eso no es posible en términos de reducir las emisiones y luchar contra el cambio climático”. El futuro de la alimentación está seguramente en su pasado.
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