Eden_Gislason
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Nunca había conseguido que le gustara la Nochevieja. La había vivido en todas sus variantes a lo largo de una fértil existencia. Glamourosa y pobre, íntima y multitudinaria, bien y mal acompañada, chic y bohemia. Se había vestido de gala en una fiesta de Venecia y se había emborrachado en una calle cualquiera con un gorrito de cartón en la cabeza. Había cenado en el Sacher la víspera del concierto de Viena, había visto desde un yate los fuegos en la bahía de Sidney y brindado con músicos rastas en una playa caribeña; había oído el gong en un templo taoísta de Kioto y comido las uvas con amigas mochileras frente al Obradoiro de Compostela . Había recibido los años, y hasta un milenio, con amantes y con maridos, con hijos y con nietos, con personas recién conocidas y con amistades eternas. Incluso recordaba una noche de San Silvestre en un campamento de la sierra, abrigada hasta el embozo bajo una intemperie gélida que parecía congelarle las venas. Pero jamás llegó a encontrarle sentido a esa superstición de gente contenta tirando serpentinas y celebrando el paso del tiempo entre felicitaciones huecas. Quizá le había marcado la misantropía de un padre al que todo ese jaleo hortera le producía una manifiesta, inevitable sensación de vergüenza. Durante la pandemia se acostumbró a escuchar sola las campanadas. Se preparaba unas pocas viandas y al sonar las doce bebía unos sorbos de champaña. Una vez decidió bajar a oírlas delante de la iglesia que tenía junto a su casa pero se arrepintió en seguida al ver a unos muchachos haciendo botellón en la plaza. Sus familiares conocían su incomodidad y poco a poco habían dejado de molestarla. Cuando le detectaron la enfermedad no les dijo nada; no quería empañarles las ganas de diversión con cuitas de una vejez amarga. Hubo una etapa en que le deprimía ver en el espejo las arrugas de su cara; luego pactó consigo misma y se resignó a aceptarse como una anciana. A lo que no estaba dispuesta era a fingir ante los demás una alegría falsa como la que antes impostaba por no parecer insociable o huraña. Ahora podía permitirse el lujo de una soledad buscada.Sin embargo, se sentía incapaz de acostarse pronto y prescindir del rito. Era como si necesitase comprobar que el mundo seguía en su sitio, y aprovechaba para hacer un balance objetivo, sin autoengaños ni remordimientos, de lo que había vivido. Había descartado con frialdad la tentación del suicidio para enfrentarse al destino a cara descubierta y a cuerpo limpio. Sabía que el proceso iba a ser lento y si había aprendido a gestionar la decadencia también podía encajar la certeza de saber que la muerte le rondaba cerca. Así que aquella noche salió con las uvas al balcón y levantó su copa hacia las estrellas con la plena conciencia de que, ocurriera cuando ocurriera, el desenlace que había dejado de temer la pillaría con las maletas hechas.
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