¿Por qué leer hoy la Ilíada, el gran poema de Homero? Es cierto que la actualidad y la omnipresencia de la guerra —la de Troya en su caso— la hacen cercana, y que hasta aparece una gran inundación, con ecos de la dana valenciana, cuando el Escamandro se desborda “fluyendo con gran estruendo” y “la hinchada ola del río, acrecido por las aguas del cielo,” persigue a Aquiles. Y el río mismo dice en el poema: “Pronto en lo más hondo de la marisma yacerán sus bellas armas enterradas bajo el limo. Y a él lo revolcaré y lo cubriré con las arenas, le echaré encima escombros a millares, y los aqueos no serán capaces ni de recoger sus huesos: tanto será el fango con que lo cubriré” (en la versión de Gredos con traducción de Emilio Crespo Güemes). Pero la gran argumentación a favor de leer la Ilíada es mucho más profunda que sus resonancias presentes y nos llega ahora de la mano del gran clasicista británico Robin Lane Fox (Eton, 78 años), que dedica su último libro, Homero y su Ilíada (Crítica, 2024), a entonar un canto, y valga la palabra, a la obra del poeta. Un canto erudito, lleno de consideraciones interesantísimas y novedosas sobre el “incomparable” poema y sus circunstancias, pero sobre todo un canto apasionado, en la consideración de que no hay nada tan grande y emocionante como leer la Ilíada (si acaso, concede, Tolstói y Shakespeare), probablemente, opina, la mayor expresión del espíritu humano, nada menos.
De la vehemencia (ilustradísima) y la pasión (contagiosa) con que el sabio Lane Fox habla de la Ilíada da fe el que durante la entrevista con EL PAÍS para tratar de su libro, en varios momentos se emociona, se turba, se le quiebra la voz y se le inundan los ojos de lágrimas, componiendo la maravillosa y conmovedora imagen de un Príamo del Magdalen College de Oxford con americana y corbata. Hay que recordar, por cierto, cuánto y cómo lloran los héroes en la Ilíada, sin vergüenza alguna. También habrá momentos divertidos en la conversación (llena de deliciosas anécdotas y digresiones, y en el curso de la cual el estudioso comerá una porción de tarta de queso para reponer fuerzas), como cuando el eminente historiador evoque la ocasión en que, presa de un arrebato entusiasta, corrió en torno a las murallas de Troya (en Hisarlik, Turquía) desnudo, llevando solo calcetines.
Robin Lane Fox comienza por saludar amablemente a su interlocutor y recordar que de un compañero de colegio que se llamaba también Jacinto y al que solían castigar a menudo, incluso físicamente, los ilustrados alumnos y profesores decían “claro, con ese nombre” (para los poco duchos en mitología: el guapo efebo recibió un discazo mortal de Apolo en la cabeza). También señala que salen jacintos, flores, en la Ilíada: forman parte del lecho al que la diosa Hera arrastra a su marido Zeus para hacer el amor y distraerlo de los combates en Troya. Hay que recordar que Lane Fox es también un destacado jardinero, que escribe sobre jardinería en el Financial Times. En la mesa del despacho en la Fundación March de Madrid donde hablamos (y donde luego dará una charla) ha dejado una bolsa de los jardines botánicos Marie Selby de Sarasota, Florida, manchada de tierra y en la que lleva entre otros libros su ejemplar de la célebre edición de Loeb de la Ilíada, anotada de su puño y letra.
¿Por qué hace llorar la Ilíada? “La respuesta la doy en el capítulo final. Mi libro tiene dos partes, una más convencional, sobre el dónde, el cómo y el cuándo se compuso o se pudo haber compuesto la Ilíada. Y una segunda que se podría haber llamado precisamente por qué la Ilíada me hace llorar”. El estudioso explica que en sus clases siempre hace leer a sus alumnos la Ilíada, un canto por semana, en griego, y que cuando llega a la segunda mitad, “sublime”, del canto VI (la escena de Héctor y su mujer Andrómaca en Troya) “sé que indefectiblemente lloraré, y eso les resulta embarazoso a los jóvenes que se dicen ‘qué vergüenza este abuelo que se nos pone a llorar ahora’”. Y sin embargo, “a la semana siguiente, con el canto IX, sucede que me dejan una caja de pañuelos sobre la mesa, y empiezan a sentir lo mismo. Y con el XVIII me preguntan si pueden traer a amigos y novios y novias. Y en los últimos cantos, del 22 —la muerte de Héctor— al 24, ya se emocionan muchísimo y al acabar no soy solo yo, sino que todos estamos llorando. Y entonces les digo: ‘El mundo ya no será nunca igual’. Y años después de haber salido a la noche afuera secándonos las lágrimas, cuando aquellos chicos son ya hombres y mujeres, me escriben y me dicen: ‘El mundo nunca volvió a ser igual’. Y yo siento que aunque solo sea por eso, gracias a Homero, no habré malgastado mi vida”.
Tras una pausa en el que el silencio emocionado del profesor, homérico mister Chips, conmovería hasta a Aquiles, Robin Lane Fox continúa: “Quiero que la gente entienda esta emoción, que se sumerja en la Ilíada, para lo que basta con leerla en sus muchas buenas traducciones, lo que es mejor que nada, aunque la experiencia intensa completa requiere leerla en griego”. El profesor anima a hacerlo y considera que “en un par de años” uno puede aprenderlo y disfrutar a tope de la Ilíada. Al respecto recuerda la anécdota de Tolstói (cuya Guerra y paz, señala, acaba de releer por quinta vez), que anotaba en su cuaderno qué le parecían sus lecturas (genial, muy bien, pasable, mal) y apuntó de la Ilíada “muy bien”; pero cuando luego aprendió griego y pudo leerla en ese idioma, pasó su juicio a “GENIAL”, en mayúsculas. Aprovecha para recordar que Tolstói consideraba Madame Bovary “muy buena”, y que a él no se lo parece.
De todas formas, incluso leer la Ilíada en griego no es lo mismo que escucharla. Lane Fox explica cómo Homero, que “no sabía leer ni escribir” (como sus héroes), dice, pero era “un maestro de la composición poética oral”, interpretaba él mismo la Ilíada, cuya plasmación escrita de más de quince mil versos hexámetros dictó después, quizá para dejarla de herencia a sus hijos. El historiador, que cree que Homero recitó por primera vez su poema ante un ejército en campaña, sueña con haber podido escuchar a Homero, cuya probable forma de recitar —cambiando de ritmo, modulando el tono para cada personaje, gesticulando— considera que puede rastrearse en el poema. “No podemos saber cómo recitaba exactamente, pero lo haría como un actor dramático. Mucha gente cree que el teatro empezó con la tragedia griega y las máscaras pero para mí Homero es el primer actor dramático”. Y puntualiza: “El primer todo”.
Lane Fox, que prefiere la Ilíada a la Odisea, atribuye a Homero (cuya ceguera sería solo una convención) no solo inventar la épica, sino prefigurar ¡el cine! “Cuando leemos la descripción del escudo nuevo de Aquiles estamos viendo la primera imagen en movimiento del mundo, aparte de que Homero es cinematográfico anticipatoriamente en la forma de resolver los pases de una secuencia a otra, o al decidir narrar la guerra empezando no por el principio sino en el décimo año, y concentrada en solo cincuenta días, o inventando el flashback”. Y añade otras muestras de la modernidad de Homero: “Le dio robots a Hefesto para que le ayudaran en su trabajo, y avanzó la IA; ¡hay tantas maravillas en la Ilíada!”.
El erudito, siguiendo las “observaciones brillantes” de C. S. Lewis, destaca especialmente dos cualidades del poema que hacen que este nos extasíe y nos arranque las lágrimas: “Su esplendor inmarcesible y su despiadado dramatismo”. El primero, brota de la belleza de los epítetos —esa aurora de dedos rosados o velo azafranado que puede sugerirnos “el dorado que no permanece” de Frost, el vino siempre dulce como la miel, el mar oscuro como el vino, todo en su mejor versión—; mientras que el segundo tiene que ver con el pathos, el patetismo, el sufrimiento que el poema describe y la tristeza con que nos conmueve. Lane Fox destaca dos cumbres del pathos de la Ilíada: cuando Andrómaca se entera de que Héctor ha muerto, y durante la misión de Príamo para recuperar el cadáver de su hijo, el mismo Héctor, de manos de su némesis, Aquiles. El pathos se expresa, dice, “en las cuatro palabras más inquietantes del poema”: ei pot’een gue, “si alguna vez fue así”. El historiador recalca que al tener línea directa con los dioses en el poema, sabemos lo que va a pasar, de ahí brota una característica ironía homérica, la de que los hombres y mujeres luchemos desesperadamente en nuestras vidas aunque nuestro destino esté escrito, una ironía que es “la expresión profunda del gran golfo que separa a los dioses de los mortales” y alude a lo más esencial de la condición humana, nuestra ignorancia de lo qué ha de ocurrir y cuándo.
A algunos les puede sorprender la efusión lacrimosa de Lane Fox con una obra centrada en la cólera y tan llena de guerra y pasajes atroces, como el momento en que Aquiles le corta la cabeza a Deucalión de un tajo de espada y la arroja lejos con el casco aun puesto y mientras “la médula salta palpitante de las vértebras”, o la manera en que a Mulio le entra una lanza por una oreja y la “broncínea punta” le sale por la otra; o cómo Polidoro se sujeta con las manos las entrañas que le ha vaciado la lanza del propio Pélida. A Sarpedón, al arrancarle la lanza del cuerpo, con ella le salen los pulmones. “Es cierto, hay guerra, y los combates que se describen no son aptos para aprensivos, pero Homero la juzga odiosa y llena de dolor. La Ilíada no es ni un poema antibélico ni una celebración de la violencia. La épica de Homero es una contraépica, se ha comparado el dolor de Aquiles por Patroclo con el de los veteranos de Vietnam ante la la muerte de sus amigos. Lo que quiere tratar es de la vida y la muerte, del destino. Se puede leer la Ilíada por sus valores éticos. También hay amor y piedad. El amor de Aquiles por Patroclo, que por cierto es el mayor de los dos amigos contra lo que suele creerse, el de Andrómaca, el de Filante, mi personaje favorito, abuelo de un general de los mirmidones, por su nieto. Ahí está la escena del viejo Príamo implorando frente a Aquiles en el campamento aqueo. Lo único comparable, pero tan diferente, es la de Lear con Cordelia muerta en brazos. Homero ve la humanidad compartida entre Príamo y Aquiles. Como si Zelenski pasara la noche en el Kremlin. ¿Podemos imaginar que el presidente ucranio acudiera ante Putin para reclamarle, por ejemplo, el cadáver de su mujer? ¿Putin lloraría? No, Putin no dudaría en matarlo inmediatamente. Se ha hablado también, la crítica postfeminista lo hace, de toxicidad masculina en el poema, de que es testicular y son solo hombres, cuando hay personajes como Andrómaca, Hécuba o Helena. Es la misma tendencia de corrección política que hace ver a Alejandro Magno como un borracho genocida”. ¿Es su momento favorito el del encuentro de Aquiles y Príamo? “Hay tantos…, sin duda es una cima del poema”. ¿Y Aquiles es su preferido? “Es el héroe supremo de la Iliada, sin duda, es especial y cautivador, se sabe condenado a morir joven, y Homero usa su autoconciencia de manera genial”.
Lane Fox sostiene, por los detalles del poema, que la Ilíada evidencia que Homero, vate errabundo, visitó las ruinas de Troya, de una de las sucesivas Troyas que se alzaron en la actual colina de Hisarlik, y sobre esa visita construyó su poema ficticio que no se basa en una guerra real concreta sino en una mezcla de paisaje real con licencia poética.
De la ocasión en que visitó él mismo Troya y corrió desnudo en torno a sus murallas explica con una entrañable coquetería: “¡Oh, Dios mío, no debería haberlo hecho nunca! Quise imitar a mis héroes principales, que son los de Homero, y claro, Alejandro Magno [al que dedicó su extraordinario libro Alejandro Magno. Conquistador del mundo (Acantilado, 2009)]. Alejandro hizo cosas terribles, pero también amaba a Homero, y cuando fue a Troya corrió desnudo alrededor de la tumba de Aquiles. En 1976, a punto de cumplir los 30 años, yo en su honor corrí en torno a las murallas sin ropa. Esperé a que no hubiera nadie y lo hice, dejándome puestos solo los calcetines, porque había cardos. Cuando acabé la primera vuelta pensé hacer una segunda, pero entonces llegó un grupo de turistas franceses y hube de esconderme tras un muro”. El historiador añade que si queremos entender parte de lo que siente por la antigüedad hemos de pensar en el concepto de Chéjov del vínculo entre nosotros y el pasado, “como una larga cadena, en la que si tiras de un extremo, el otro se mueve”. Vista con sus ojos, la luz de la antigüedad que se desvanece vuelve a prender como experiencia directa.
En su libro, el profesor habla del cofre propiedad de Darío en el que Alejandro guardaba su tesoro más preciado: su ejemplar de la Ilíada (en su caso no la de Loeb). “No se me ocurre nada más hermoso y conmovedor que el que pudiéramos encontrarlo, es lo que más anhelo. Está perdido, pero nunca se sabe. Su copia tendría las notas de Aristóteles, su maestro”. De la tumba de Alejandro, expresa su convicción de que aparecerá en Alejandría y recuerda que hace poco fue hallada en Grecia la escuela donde Aristóteles enseño a Alejandro y sus compañeros. En cuanto a la tumba macedonia de Anfípolis, cuya excavación “ha sido absolutamente politizada”, no cree que sea la del compañero de Alejandro, Hefestión, “quizá estén enterradas allí Olimpia o Roxana”. ¿Alejandro o Aquiles?, ¿a quién prefiere Lane Fox? “Homero vino primero. Cuando vi lo que se parecía Alejandro a Aquiles me cambió la vida”.
Hablando de héroes, Lane Fox conoció bien a uno moderno, Patrick Leigh Fermor. “Tuve esa suerte”. No puede evitar explicar la anécdota de la ocasión en que cogieron un taxi juntos una noche que hacía mucho frío en Londres. Paddy, que contaba 80 años, vio a un sintecho y bajó y le dio 20 libras diciendo: “Yo sé el frío que se pasa al raso”, recordando su tiempo de guerrillero en Creta durante la Segunda Guerra Mundial. Al preguntarle el taxista la dirección de su casa, le contestó, “No me acuerdo del nombre del lugar, pero es el del hijo ilegítimo de Carlos II con una de sus amantes”. Era Fitzroy Square. Cuando llegaron y Leigh Fermor pugnaba por encontrar la llave para abrir la puerta de casa, el taxista le preguntó a Lane Fox: “¿Quién es ese tipo tan extraordinario?” Al decírselo se exclamó: “¡El hombre que secuestró al general Kreipe en Creta, su hazaña y la forma en que trató al alemán nos ha inspirado siempre a mi hermano y a mí!”, y fue a saludarlo. Leigh Fermor le contestó: “No fue nada chaval, tú hubieras hecho lo mismo”. El taxista llevó luego al historiador hasta Oxford y no quiso cobrarle. “Ya estoy pagado: conocer a Paddy ha sido el mejor momento de mi vida”, le dijo. Es de imaginar que Leigh Fermor conocía bien a Homero y la Ilíada. “Y no solo eso, como Homero, era capaz de memorizar y recitar largos poemas, como el Mioritza rumano, al que una vez se lo escuche declamar verso a verso durante una hora y media”. Un hombre homérico, Paddy. “Totalmente”.
Hay sexo en la Ilíada. “Sí, no de posiciones, ni de jadeos, no sexo explícito, pero la gente hace el amor en el poema. Está la escena de París y Helena, de la que por cierto nunca se nos dice que sea rubia, en Troya (tampoco menciona Homero sus luego legendarios pechos, de los que se contaba que se conservaba en el templo de Lindos una copa con la perfecta forma de uno de ellos); la de Zeus y Hera, y tenemos a Aquiles y Patroclo teniendo sexo a la vez, cada uno con una chica, Diomeda e Ifis, respectivamente, bajo la misma tienda. Homero no nos da a entender que ellos mismos tuvieran relaciones físicas, su amor es de otro tipo”. En cuanto al tendón de Aquiles, Lane Fox apunta que no se llama así por su tendón sino por haber agujereado los de Héctor muerto para atarlo a su carro y arrastrarlo tesalio style. En puridad, pues, habría de llamarse tendón de Héctor. “En todo caso, hay debate sobre el asunto”, reflexiona, antes de pasar a abordar si caracterizan más a Aquiles sus pies ligeros o su grito.
Es un paso en falso preguntarle por la película Troya, y más aún sugerirle que no estaba mal la secuencia de Brad Pitt (Aquiles) y Peter O’Toole (Príamo) llorando juntos en la tienda del mirmidón. “¡Oh, no, era espantosa, horrible!”, se exclame Lane Fox. Es inevitable preguntarle por Gladiator II. “No vi la primera, pero me han dicho que la segunda es todavía peor”, zanja. Reserva su cólera Lane Fox sin embargo para el cambio en el plan de estudios de su universidad por el cual ya no es obligatorio leer la Ilíada, juzgada “demasiado difícil” para los estudiantes más jóvenes. “Solo podrán elegir más adelante una parte de la Ilíada, ¡maldita sea! Pero Homero ganará, no se preocupen”.
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De la vehemencia (ilustradísima) y la pasión (contagiosa) con que el sabio Lane Fox habla de la Ilíada da fe el que durante la entrevista con EL PAÍS para tratar de su libro, en varios momentos se emociona, se turba, se le quiebra la voz y se le inundan los ojos de lágrimas, componiendo la maravillosa y conmovedora imagen de un Príamo del Magdalen College de Oxford con americana y corbata. Hay que recordar, por cierto, cuánto y cómo lloran los héroes en la Ilíada, sin vergüenza alguna. También habrá momentos divertidos en la conversación (llena de deliciosas anécdotas y digresiones, y en el curso de la cual el estudioso comerá una porción de tarta de queso para reponer fuerzas), como cuando el eminente historiador evoque la ocasión en que, presa de un arrebato entusiasta, corrió en torno a las murallas de Troya (en Hisarlik, Turquía) desnudo, llevando solo calcetines.
Robin Lane Fox comienza por saludar amablemente a su interlocutor y recordar que de un compañero de colegio que se llamaba también Jacinto y al que solían castigar a menudo, incluso físicamente, los ilustrados alumnos y profesores decían “claro, con ese nombre” (para los poco duchos en mitología: el guapo efebo recibió un discazo mortal de Apolo en la cabeza). También señala que salen jacintos, flores, en la Ilíada: forman parte del lecho al que la diosa Hera arrastra a su marido Zeus para hacer el amor y distraerlo de los combates en Troya. Hay que recordar que Lane Fox es también un destacado jardinero, que escribe sobre jardinería en el Financial Times. En la mesa del despacho en la Fundación March de Madrid donde hablamos (y donde luego dará una charla) ha dejado una bolsa de los jardines botánicos Marie Selby de Sarasota, Florida, manchada de tierra y en la que lleva entre otros libros su ejemplar de la célebre edición de Loeb de la Ilíada, anotada de su puño y letra.
¿Por qué hace llorar la Ilíada? “La respuesta la doy en el capítulo final. Mi libro tiene dos partes, una más convencional, sobre el dónde, el cómo y el cuándo se compuso o se pudo haber compuesto la Ilíada. Y una segunda que se podría haber llamado precisamente por qué la Ilíada me hace llorar”. El estudioso explica que en sus clases siempre hace leer a sus alumnos la Ilíada, un canto por semana, en griego, y que cuando llega a la segunda mitad, “sublime”, del canto VI (la escena de Héctor y su mujer Andrómaca en Troya) “sé que indefectiblemente lloraré, y eso les resulta embarazoso a los jóvenes que se dicen ‘qué vergüenza este abuelo que se nos pone a llorar ahora’”. Y sin embargo, “a la semana siguiente, con el canto IX, sucede que me dejan una caja de pañuelos sobre la mesa, y empiezan a sentir lo mismo. Y con el XVIII me preguntan si pueden traer a amigos y novios y novias. Y en los últimos cantos, del 22 —la muerte de Héctor— al 24, ya se emocionan muchísimo y al acabar no soy solo yo, sino que todos estamos llorando. Y entonces les digo: ‘El mundo ya no será nunca igual’. Y años después de haber salido a la noche afuera secándonos las lágrimas, cuando aquellos chicos son ya hombres y mujeres, me escriben y me dicen: ‘El mundo nunca volvió a ser igual’. Y yo siento que aunque solo sea por eso, gracias a Homero, no habré malgastado mi vida”.
Tras una pausa en el que el silencio emocionado del profesor, homérico mister Chips, conmovería hasta a Aquiles, Robin Lane Fox continúa: “Quiero que la gente entienda esta emoción, que se sumerja en la Ilíada, para lo que basta con leerla en sus muchas buenas traducciones, lo que es mejor que nada, aunque la experiencia intensa completa requiere leerla en griego”. El profesor anima a hacerlo y considera que “en un par de años” uno puede aprenderlo y disfrutar a tope de la Ilíada. Al respecto recuerda la anécdota de Tolstói (cuya Guerra y paz, señala, acaba de releer por quinta vez), que anotaba en su cuaderno qué le parecían sus lecturas (genial, muy bien, pasable, mal) y apuntó de la Ilíada “muy bien”; pero cuando luego aprendió griego y pudo leerla en ese idioma, pasó su juicio a “GENIAL”, en mayúsculas. Aprovecha para recordar que Tolstói consideraba Madame Bovary “muy buena”, y que a él no se lo parece.
De todas formas, incluso leer la Ilíada en griego no es lo mismo que escucharla. Lane Fox explica cómo Homero, que “no sabía leer ni escribir” (como sus héroes), dice, pero era “un maestro de la composición poética oral”, interpretaba él mismo la Ilíada, cuya plasmación escrita de más de quince mil versos hexámetros dictó después, quizá para dejarla de herencia a sus hijos. El historiador, que cree que Homero recitó por primera vez su poema ante un ejército en campaña, sueña con haber podido escuchar a Homero, cuya probable forma de recitar —cambiando de ritmo, modulando el tono para cada personaje, gesticulando— considera que puede rastrearse en el poema. “No podemos saber cómo recitaba exactamente, pero lo haría como un actor dramático. Mucha gente cree que el teatro empezó con la tragedia griega y las máscaras pero para mí Homero es el primer actor dramático”. Y puntualiza: “El primer todo”.
Lane Fox, que prefiere la Ilíada a la Odisea, atribuye a Homero (cuya ceguera sería solo una convención) no solo inventar la épica, sino prefigurar ¡el cine! “Cuando leemos la descripción del escudo nuevo de Aquiles estamos viendo la primera imagen en movimiento del mundo, aparte de que Homero es cinematográfico anticipatoriamente en la forma de resolver los pases de una secuencia a otra, o al decidir narrar la guerra empezando no por el principio sino en el décimo año, y concentrada en solo cincuenta días, o inventando el flashback”. Y añade otras muestras de la modernidad de Homero: “Le dio robots a Hefesto para que le ayudaran en su trabajo, y avanzó la IA; ¡hay tantas maravillas en la Ilíada!”.
El erudito, siguiendo las “observaciones brillantes” de C. S. Lewis, destaca especialmente dos cualidades del poema que hacen que este nos extasíe y nos arranque las lágrimas: “Su esplendor inmarcesible y su despiadado dramatismo”. El primero, brota de la belleza de los epítetos —esa aurora de dedos rosados o velo azafranado que puede sugerirnos “el dorado que no permanece” de Frost, el vino siempre dulce como la miel, el mar oscuro como el vino, todo en su mejor versión—; mientras que el segundo tiene que ver con el pathos, el patetismo, el sufrimiento que el poema describe y la tristeza con que nos conmueve. Lane Fox destaca dos cumbres del pathos de la Ilíada: cuando Andrómaca se entera de que Héctor ha muerto, y durante la misión de Príamo para recuperar el cadáver de su hijo, el mismo Héctor, de manos de su némesis, Aquiles. El pathos se expresa, dice, “en las cuatro palabras más inquietantes del poema”: ei pot’een gue, “si alguna vez fue así”. El historiador recalca que al tener línea directa con los dioses en el poema, sabemos lo que va a pasar, de ahí brota una característica ironía homérica, la de que los hombres y mujeres luchemos desesperadamente en nuestras vidas aunque nuestro destino esté escrito, una ironía que es “la expresión profunda del gran golfo que separa a los dioses de los mortales” y alude a lo más esencial de la condición humana, nuestra ignorancia de lo qué ha de ocurrir y cuándo.
A algunos les puede sorprender la efusión lacrimosa de Lane Fox con una obra centrada en la cólera y tan llena de guerra y pasajes atroces, como el momento en que Aquiles le corta la cabeza a Deucalión de un tajo de espada y la arroja lejos con el casco aun puesto y mientras “la médula salta palpitante de las vértebras”, o la manera en que a Mulio le entra una lanza por una oreja y la “broncínea punta” le sale por la otra; o cómo Polidoro se sujeta con las manos las entrañas que le ha vaciado la lanza del propio Pélida. A Sarpedón, al arrancarle la lanza del cuerpo, con ella le salen los pulmones. “Es cierto, hay guerra, y los combates que se describen no son aptos para aprensivos, pero Homero la juzga odiosa y llena de dolor. La Ilíada no es ni un poema antibélico ni una celebración de la violencia. La épica de Homero es una contraépica, se ha comparado el dolor de Aquiles por Patroclo con el de los veteranos de Vietnam ante la la muerte de sus amigos. Lo que quiere tratar es de la vida y la muerte, del destino. Se puede leer la Ilíada por sus valores éticos. También hay amor y piedad. El amor de Aquiles por Patroclo, que por cierto es el mayor de los dos amigos contra lo que suele creerse, el de Andrómaca, el de Filante, mi personaje favorito, abuelo de un general de los mirmidones, por su nieto. Ahí está la escena del viejo Príamo implorando frente a Aquiles en el campamento aqueo. Lo único comparable, pero tan diferente, es la de Lear con Cordelia muerta en brazos. Homero ve la humanidad compartida entre Príamo y Aquiles. Como si Zelenski pasara la noche en el Kremlin. ¿Podemos imaginar que el presidente ucranio acudiera ante Putin para reclamarle, por ejemplo, el cadáver de su mujer? ¿Putin lloraría? No, Putin no dudaría en matarlo inmediatamente. Se ha hablado también, la crítica postfeminista lo hace, de toxicidad masculina en el poema, de que es testicular y son solo hombres, cuando hay personajes como Andrómaca, Hécuba o Helena. Es la misma tendencia de corrección política que hace ver a Alejandro Magno como un borracho genocida”. ¿Es su momento favorito el del encuentro de Aquiles y Príamo? “Hay tantos…, sin duda es una cima del poema”. ¿Y Aquiles es su preferido? “Es el héroe supremo de la Iliada, sin duda, es especial y cautivador, se sabe condenado a morir joven, y Homero usa su autoconciencia de manera genial”.
Lane Fox sostiene, por los detalles del poema, que la Ilíada evidencia que Homero, vate errabundo, visitó las ruinas de Troya, de una de las sucesivas Troyas que se alzaron en la actual colina de Hisarlik, y sobre esa visita construyó su poema ficticio que no se basa en una guerra real concreta sino en una mezcla de paisaje real con licencia poética.
De la ocasión en que visitó él mismo Troya y corrió desnudo en torno a sus murallas explica con una entrañable coquetería: “¡Oh, Dios mío, no debería haberlo hecho nunca! Quise imitar a mis héroes principales, que son los de Homero, y claro, Alejandro Magno [al que dedicó su extraordinario libro Alejandro Magno. Conquistador del mundo (Acantilado, 2009)]. Alejandro hizo cosas terribles, pero también amaba a Homero, y cuando fue a Troya corrió desnudo alrededor de la tumba de Aquiles. En 1976, a punto de cumplir los 30 años, yo en su honor corrí en torno a las murallas sin ropa. Esperé a que no hubiera nadie y lo hice, dejándome puestos solo los calcetines, porque había cardos. Cuando acabé la primera vuelta pensé hacer una segunda, pero entonces llegó un grupo de turistas franceses y hube de esconderme tras un muro”. El historiador añade que si queremos entender parte de lo que siente por la antigüedad hemos de pensar en el concepto de Chéjov del vínculo entre nosotros y el pasado, “como una larga cadena, en la que si tiras de un extremo, el otro se mueve”. Vista con sus ojos, la luz de la antigüedad que se desvanece vuelve a prender como experiencia directa.
En su libro, el profesor habla del cofre propiedad de Darío en el que Alejandro guardaba su tesoro más preciado: su ejemplar de la Ilíada (en su caso no la de Loeb). “No se me ocurre nada más hermoso y conmovedor que el que pudiéramos encontrarlo, es lo que más anhelo. Está perdido, pero nunca se sabe. Su copia tendría las notas de Aristóteles, su maestro”. De la tumba de Alejandro, expresa su convicción de que aparecerá en Alejandría y recuerda que hace poco fue hallada en Grecia la escuela donde Aristóteles enseño a Alejandro y sus compañeros. En cuanto a la tumba macedonia de Anfípolis, cuya excavación “ha sido absolutamente politizada”, no cree que sea la del compañero de Alejandro, Hefestión, “quizá estén enterradas allí Olimpia o Roxana”. ¿Alejandro o Aquiles?, ¿a quién prefiere Lane Fox? “Homero vino primero. Cuando vi lo que se parecía Alejandro a Aquiles me cambió la vida”.
Hablando de héroes, Lane Fox conoció bien a uno moderno, Patrick Leigh Fermor. “Tuve esa suerte”. No puede evitar explicar la anécdota de la ocasión en que cogieron un taxi juntos una noche que hacía mucho frío en Londres. Paddy, que contaba 80 años, vio a un sintecho y bajó y le dio 20 libras diciendo: “Yo sé el frío que se pasa al raso”, recordando su tiempo de guerrillero en Creta durante la Segunda Guerra Mundial. Al preguntarle el taxista la dirección de su casa, le contestó, “No me acuerdo del nombre del lugar, pero es el del hijo ilegítimo de Carlos II con una de sus amantes”. Era Fitzroy Square. Cuando llegaron y Leigh Fermor pugnaba por encontrar la llave para abrir la puerta de casa, el taxista le preguntó a Lane Fox: “¿Quién es ese tipo tan extraordinario?” Al decírselo se exclamó: “¡El hombre que secuestró al general Kreipe en Creta, su hazaña y la forma en que trató al alemán nos ha inspirado siempre a mi hermano y a mí!”, y fue a saludarlo. Leigh Fermor le contestó: “No fue nada chaval, tú hubieras hecho lo mismo”. El taxista llevó luego al historiador hasta Oxford y no quiso cobrarle. “Ya estoy pagado: conocer a Paddy ha sido el mejor momento de mi vida”, le dijo. Es de imaginar que Leigh Fermor conocía bien a Homero y la Ilíada. “Y no solo eso, como Homero, era capaz de memorizar y recitar largos poemas, como el Mioritza rumano, al que una vez se lo escuche declamar verso a verso durante una hora y media”. Un hombre homérico, Paddy. “Totalmente”.
Hay sexo en la Ilíada. “Sí, no de posiciones, ni de jadeos, no sexo explícito, pero la gente hace el amor en el poema. Está la escena de París y Helena, de la que por cierto nunca se nos dice que sea rubia, en Troya (tampoco menciona Homero sus luego legendarios pechos, de los que se contaba que se conservaba en el templo de Lindos una copa con la perfecta forma de uno de ellos); la de Zeus y Hera, y tenemos a Aquiles y Patroclo teniendo sexo a la vez, cada uno con una chica, Diomeda e Ifis, respectivamente, bajo la misma tienda. Homero no nos da a entender que ellos mismos tuvieran relaciones físicas, su amor es de otro tipo”. En cuanto al tendón de Aquiles, Lane Fox apunta que no se llama así por su tendón sino por haber agujereado los de Héctor muerto para atarlo a su carro y arrastrarlo tesalio style. En puridad, pues, habría de llamarse tendón de Héctor. “En todo caso, hay debate sobre el asunto”, reflexiona, antes de pasar a abordar si caracterizan más a Aquiles sus pies ligeros o su grito.
Es un paso en falso preguntarle por la película Troya, y más aún sugerirle que no estaba mal la secuencia de Brad Pitt (Aquiles) y Peter O’Toole (Príamo) llorando juntos en la tienda del mirmidón. “¡Oh, no, era espantosa, horrible!”, se exclame Lane Fox. Es inevitable preguntarle por Gladiator II. “No vi la primera, pero me han dicho que la segunda es todavía peor”, zanja. Reserva su cólera Lane Fox sin embargo para el cambio en el plan de estudios de su universidad por el cual ya no es obligatorio leer la Ilíada, juzgada “demasiado difícil” para los estudiantes más jóvenes. “Solo podrán elegir más adelante una parte de la Ilíada, ¡maldita sea! Pero Homero ganará, no se preocupen”.
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