‘La zona de interés’: sentir el espanto sin verlo

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27 Sep 2024
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Constato que esta película es la adaptación de un libro del lamentablemente difunto Martin Amis, escritor que me enamoró y me hizo reír un montón en su primera novela, El libro de Rachel, y del que creía haberlo leído todo. Amis era la inteligencia, la sofisticación, la ironía, la corrosión. La inolvidable prosa de este señor tan cosmopolita y mundano era transparente en sus ficciones. Pero igualmente en su sabrosa autobiografía, Experiencia, o en el último repaso que hizo de su vida y de su gente (ahora lo denominan autoficción, no sé cuanto durará la palabrita de moda) en Desde dentro.

Sintiendo eterna adicción hacia la obra y la personalidad de este hombre descubro que extraña e imperdonablemente no he leído nunca La zona de interés, cuya adaptación al cine ha realizado Jonathan Glazer. Por ello, no puedo establecer comparaciones. Pero está claro que la invisible barbarie que relata esta película se le ocurrió a Martin Amis. Y no fue la única vez que Amis se ocupó de los personajes más siniestros de la historia. En Koba el Temible habló con contundencia y datos de uno de los mayores asesinos de masas que han existido, un tal Stalin.

La casa de Höss, el comandante de Auschwitz, en 'La zona de interés'.

Glazer, con evidente vocación de autoría, a veces excesiva en su utilización de la cámara, describe la vida cotidiana de una familia alemana en medio del campo, en una casa muy grande y rodeada de un hermoso paisaje. Pero sabemos que al lado de esta mansión que alberga a gente feliz, con una separación tan corta que no impide que lleguen los ecos, algo horrible está ocurriendo. Las cámaras de gas y el asesinato masivo en sus múltiples formatos se practican sin prisas y sin pausas.

Ese lugar de Polonia se llama Auschwitz, la máxima representación del horror y del exterminio, de la infinita capacidad de maldad que pueden ejercer los seres humanos. Y la plácida familia que habita ese espacio contiguo al infierno es la del jefe del campo de concentración. Son gente aparentemente muy normal, parecen quererse, celebran fiestas, meriendas campestres y onomásticas, se bañan en un río cercano, se ríen, son hospitalarios con familiares y amigos. Solo surgen problemas domésticos cuando al marido le ofrecen o le imponen un cambio en su esforzado trabajo, dirigir otro campo de concentración. Ahí surgen los celos profesionales o burocráticos y tener que abandonar ese hogar familiar en el que se sienten tan vivos y tan felices. No hay nada excepcional en su existencia dentro de ese lugar. Son una familia adscrita a la normalidad. El padre debe hacer modélicamente su trabajo. Y los demás tan contentos, disfrutando el día a día.

Jonathan Glazer dispone de un material estremecedor. Los espectadores jamás vemos lo que está ocurriendo a unos metros de esa modélica unidad familiar. Pero nuestra imaginación funciona. El diablo no tiene cuernos ni rabo. Y tengo que recurrir a esa cita tan abusivamente repetida por todo cristo, que se inventó Hannah Arendt. O sea, la banalidad del mal. Estoy interesado e inquieto observando la vida cotidiana de los verdugos. Hay cosas que me molestan en el muy pensado y a veces pretencioso estilo visual de Glazer. Existen un par de fundidos en negro y otro en rojo que resultan abusivos. También la escenificación de un cuento infantil. Casi siempre la cámara enfoca con distancia a esa familia. No utiliza nunca el primer plano. Es su metodología para no subrayar nada, para mantener continuamente las distancias. Respeto su estilo para narrar de otra forma el espanto. Pero soy tan convencional y tan vulgar que si me hablan en cine del Holocausto seguiré acordándome siempre de La lista de Schindler y de El pianista.



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