Kaleigh_Pouros
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Voltaire contra Rousseau, en La disputa, de Jean-François Prévand. Federico García Lorca, Rafael de León y Concha Piquer, en En tierra extraña, de Juan Carlos Rubio. El encuentro de Descartes con Pascal joven, de Jean-Claude Brisville. El jefe de policía Fouché y el ministro Talleyrand, en La cena, también de Brisville. Desde la raigambre más popular hasta la vertiente más filosófica, pasando por la política, la religión, el arte y la cultura, la ficción especulativa basada en el encuentro de personajes célebres se ha puesto de moda en el teatro. Combates dialécticos, luchas de ideas, confrontaciones personales, refriegas de egos. Es el lugar en el que hay que situar la película La última sesión de Freud, basada, cómo no, en otro de estos exitosos montajes teatrales, del estadounidense Mark St. Germain, esta vez con el hipotético encuentro en Londres, pocos días antes de su muerte, del médico austriaco y padre del psicoanálisis con el escritor inglés y profesor de la Universidad de Oxford C. S. Lewis. La ciencia y la religión, el empirismo y la fe.
La idea, faltaría más, es magnífica y está llena de inmensas posibilidades dramáticas. Pero, dejando a un lado la pieza teatral original de St. Germain, la película dirigida por el británico Matt Brown es la viva demostración de que una interesante conversación entre dos genios puede resultar un tostón si no se ordena, se desarrolla y se visualiza con el suficiente talento. La última sesión de Freud, adaptada por el propio dramaturgo, es un catálogo de opiniones y teorías apasionantes expuestas sin el más mínimo sentido narrativo ni cinematográfico. Quizá con el fin de no ser acusada de teatral, a la incierta cita (solo se sabe que Freud se reunió unas semanas antes de su muerte con un “joven profesor de Oxford”, y el avispado St. Germain ha imaginado que pudo ser Lewis) se le han añadido algunas salidas de la casa de Freud en la que ambos pasan la tarde, y numerosos flashbacks que poco aportan a las cuestiones centrales, que cortan continuamente el ritmo de conversación, y que en cuanto a visualización y montaje están cerca de lo horrendo.
Reunidos dos días después de la invasión nazi de Polonia, en septiembre de 1939, Lewis y Freud son dos brillantes seres pensantes que resultan antagónicos en torno a la religión, y esta es la base de la película. Firme creyente el futuro escritor de Las crónicas de Narnia, por influencia de su amigo J. R. R. Tolkien (que tiene una breve aparición), ateo recalcitrante el segundo (“Dios es un sueño ridículo, una mentira insidiosa”), ambos despliegan su ideario mientras Europa se cae a pedazos. Sin embargo, con un añejo aspecto visual, el director lo fía casi todo a la frase suelta, a la sentencia deslumbrante y a las interpretaciones, sin cuidar nunca el ritmo, la narrativa y la armonía de ideas en torno a la religión, el sexo, la homosexualidad, el lesbianismo (para Freud no eran lo mismo), la política y “la cordura de saber cambiar de opinión”.
Anthony Hopkins, que ya fue Lewis en la formidable Tierras de penumbra (1993), de Richard Attenborough, es esta vez Freud. Un anciano dolorido por el cáncer que lo estaba matando, pero también impetuoso, vibrante y hasta con un punto de vanidad. Desde el otro lado, al habitualmente sosaina Matthew Goode le encaja bien ese Lewis un tanto temeroso frente a la celebridad del doctor. Pero la estimulante colisión de ideas, arraigada en El regreso del peregrino, el libro que acababa de escribir Lewis y que satirizaba a Freud como un viejo “pomposo e ignorante”, se ve empequeñecida por la continua fractura de la continuidad del relato. Romper la narrativa no es huir del lenguaje teatral para acercarse al cinematográfico. A veces es simplemente cargarte el buen material que tienes entre manos.
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La idea, faltaría más, es magnífica y está llena de inmensas posibilidades dramáticas. Pero, dejando a un lado la pieza teatral original de St. Germain, la película dirigida por el británico Matt Brown es la viva demostración de que una interesante conversación entre dos genios puede resultar un tostón si no se ordena, se desarrolla y se visualiza con el suficiente talento. La última sesión de Freud, adaptada por el propio dramaturgo, es un catálogo de opiniones y teorías apasionantes expuestas sin el más mínimo sentido narrativo ni cinematográfico. Quizá con el fin de no ser acusada de teatral, a la incierta cita (solo se sabe que Freud se reunió unas semanas antes de su muerte con un “joven profesor de Oxford”, y el avispado St. Germain ha imaginado que pudo ser Lewis) se le han añadido algunas salidas de la casa de Freud en la que ambos pasan la tarde, y numerosos flashbacks que poco aportan a las cuestiones centrales, que cortan continuamente el ritmo de conversación, y que en cuanto a visualización y montaje están cerca de lo horrendo.
Reunidos dos días después de la invasión nazi de Polonia, en septiembre de 1939, Lewis y Freud son dos brillantes seres pensantes que resultan antagónicos en torno a la religión, y esta es la base de la película. Firme creyente el futuro escritor de Las crónicas de Narnia, por influencia de su amigo J. R. R. Tolkien (que tiene una breve aparición), ateo recalcitrante el segundo (“Dios es un sueño ridículo, una mentira insidiosa”), ambos despliegan su ideario mientras Europa se cae a pedazos. Sin embargo, con un añejo aspecto visual, el director lo fía casi todo a la frase suelta, a la sentencia deslumbrante y a las interpretaciones, sin cuidar nunca el ritmo, la narrativa y la armonía de ideas en torno a la religión, el sexo, la homosexualidad, el lesbianismo (para Freud no eran lo mismo), la política y “la cordura de saber cambiar de opinión”.
Anthony Hopkins, que ya fue Lewis en la formidable Tierras de penumbra (1993), de Richard Attenborough, es esta vez Freud. Un anciano dolorido por el cáncer que lo estaba matando, pero también impetuoso, vibrante y hasta con un punto de vanidad. Desde el otro lado, al habitualmente sosaina Matthew Goode le encaja bien ese Lewis un tanto temeroso frente a la celebridad del doctor. Pero la estimulante colisión de ideas, arraigada en El regreso del peregrino, el libro que acababa de escribir Lewis y que satirizaba a Freud como un viejo “pomposo e ignorante”, se ve empequeñecida por la continua fractura de la continuidad del relato. Romper la narrativa no es huir del lenguaje teatral para acercarse al cinematográfico. A veces es simplemente cargarte el buen material que tienes entre manos.
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‘La última sesión de Freud’: estimulante combate dialéctico roto por una narrativa deplorable
La película es la viva demostración de que una interesante conversación entre dos genios puede resultar un tostón si no se ordena, se desarrolla y se visualiza con el suficiente talento
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