muller.mable
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Cuando Noé Balderas Tenorio visitó por primera vez la Torre Latinoamericana tenía 12 años, su hermana le había llevado al mirador para tomarle una foto y mostrarle la ciudad desde el edificio más alto. La segunda vez que pisó la torre fue el 6 de enero de 1993, tenía 18 años y era su primer día de trabajo. Lo recuerda muy bien, no solo porque es el día de los Reyes Magos, sino que a Noé ese año de regalo consiguió un trabajo en el equipo de limpieza del edificio más alto de la capital mexicana. Su primera labor fue pulir los pisos, pensó que no duraría mucho en el empleo al que le había recomendado un tío que también laboraba en la torre. Pero han pasado más de 30 años y el hombre corpulento y de pelo cano con una bandana en la cabeza, continúa yendo todos los días a trabajar al enorme rascacielos que se ubica sobre la avenida Eje Central Lázaro Cárdenas, en el corazón de Ciudad de México. A lo largo de los años, Balderas ha ido subiendo de puesto, hoy trabaja en las cuadrillas de mantenimiento donde le ha tocado ver de todo y donde todos los días tienen una lámpara que cambiar, una fuga de agua que reparar o un elevador que no puede quedar detenido por ningún motivo, ya que en la torre trabajan 680 personas diariamente.
El tema de los ascensores lo conoce muy bien Alejandro Trejo porque tiene 24 años trabajando en el edificio. Ingresó en el año 2000 y se ríe al contar que de joven le ponían nervioso los elevadores, no era su lugar favorito, irónicamente su primera responsabilidad en la torre fue ser el ascensorista de uno de los siete elevadores. En este puesto estuvo ocho años. Por eso su risa. Los nervios los fue controlando, pero el verdadero reto a vencer, dice, es el sueño: “Pasas de 7 a 8 horas sin bajarte del ascensor, solo subiendo y bajando, de verdad hay días que no puedes abrir los ojos”
Cuando el visitante llega a Ciudad de México abordo de un avión, lo primero que observa por la ventanilla, es una torre con un reloj digital en su cornisa que sobresale por encima del paisaje de la zona centro. Es quizá la estampa más característica del horizonte capitalino.
En 1946 la compañía mexicana Seguros Latinoamericana iba a cumplir 50 años. Miguel S. Macedo su entonces director, decidió que era el momento de ir a lo grande. Tener una nueva oficina, un edificio alto, similar a los rascacielos de Nueva York o Chicago, en aquellos gigantes estaban las oficinas centrales de otras aseguradoras. Tenía que ser como su competencia.
Había algunos detalles en el camino. El principal, quizá, es que la capital mexicana es una zona de alta sismicidad y que el centro de la ciudad, años atrás, era un lago. Por ello, no era tan fácil pensar en construir un rascacielos al estilo Manhattan. El magnate director de la compañía puso al frente del proyecto a los hermanos Leonardo y Miguel Zeevaert. Ingenieros mexicanos que aceptaron el reto de construir el edificio más alto de Latinoamérica. Ellos a su vez contactaron a Nathan Newmark un profesor de Ingeniería de la universidad de Illinois. Newmark tenía una teoría que podía ser la respuesta a la pregunta de cómo iban a edificar un rascacielos sobre un suelo fangoso.
Un año después, haciendo estudios de mecánica de suelo, encontraron que bajo las capas de arcilla existía una capa de tierra firme que en el proyecto calificaron como manto resistente. Entonces supieron que era posible aplicar la teoría de Newmark.
Los cálculos de Newmark funcionaron a la perfección. Explicado de manera simple: la obra consistió en construir 361 pilotes de concreto en forma de punta sobre el terreno compacto y rellenar con arcilla y agua los alrededores, de tal forma que el agua funcionara como un amortiguador hidráulico. A esto le siguen tres sótanos totalmente huecos que actúan como una especie de línea de flotación, parecido a un barco. A partir del sótano se instala una ataguía y comienza la estructura que da forma al edificio. De tal manera que no sería exagerado decir que la Torre Latinoamericana flota sobre las calles del Centro Histórico.
El ingeniero Victor Hugo Ariceaga es actualmente el responsable del funcionamiento y mantenimiento de todos los sistemas de la torre. Lo ha sido los últimos 28 años. Él y su equipo —en el que trabajan Noé Balderas y Alejandro Trejo— se ocupan de monitorear constantemente todas las oficinas, ellos lo reparan todo para que el gigante acero esté al día. De forma periódica realizan muestreos en la estructura y en la cimentación, pero cuando ocurre un sismo mayor a 5,5 grados, las pruebas son más rigurosas, incluso con rayos X. Lo hicieron en 1985 y en 2017, en ambos casos la estructura y el sistema de pilotes no sufrieron ningún daño. De tal forma que la edificación funciona a la perfección desde el 30 de abril de 1956, día que abrió sus puertas oficialmente. Esto le ha valido innumerables reconocimientos. Una placa en el ingreso anuncia que el American Institute of Steel Construction [Instituto Americano de la Construcción de Acero], le reconoce “por ser el edificio más alto que jamás haya sido expuesto a una enorme fuerza sísmica”
La torre tiene 44 pisos y prácticamente hay de todo. Oficinas gubernamentales, privadas y por supuesto, la aseguradora. En el piso 15 un gimnasio donde los asistentes observan Bellas Artes y el Banco de México mientras montan una bicicleta fija o hacen flexiones en la máquina elíptica. En el 21, una agencia de viajes ofrece los mejores paquetes para conocer el mundo. En el 24, una empresa de aceites esenciales de esos que lo curan todo, vende al mayoreo. En el 36, el Museo Bicentenario le cuenta al visitante los últimos 200 años de historia nacional. El 37 es la cafetería a donde los jóvenes acuden a tomarse fotos cuando la ciudad tiene una contingencia ambiental fase uno. El 42 y 43 es el bar cuyo atractivo para las parejas, es la vista al anochecer. Pero la joya de la corona es el mirador, la parte más alta del edificio se encuentra a una altura 181.33 metros. A este mirador llegan todos los días más de 1.200 visitantes. “Hay días malos que solo vienen 600″, dice Rocío Hernández, la gerente de operaciones de las atracciones turísticas de la torre. “Sobre todo los días de lluvia” remata.
Llegar al mirador es parecido a la fila de migración en un aeropuerto. El visitante espera formado a que le toque su turno de subir a la superficie rodeado de personas de múltiples nacionalidades. Finalmente, la fila avanza y sube por una pequeña escalera donde llega a la cornisa y aparece la inmensa Ciudad de México. “Parece que no tiene fin”, dice un niño a su padre mientras hacen un Facebook live desde su celular.
Rocío Hernández cuenta que el mayor reto es mover a más de 1.000 personas al día, hacer que suban, disfruten de la vista y luego bajen. “Parece fácil, pero requiere de mucho personal y de tener un buen trato, finalmente son visitantes y quieres que regresen”.
Ante la amenaza de nuevos y grandes edificios en Ciudad de México, cada vez más modernos, oficinas que ofrecen billar o columpios y lujosas barras de café. La torre no se siente amenazada, ningún edificio será competencia por muy modernos que sean o incluso más altos. La Latinoamericana tiene una ubicación privilegiada, mira hacia los cuatro lados del centro de la gran Tenochtitlan, eso no lo tiene ningún otro edificio.
Pocas cosas han cambiado: la fachada se mantiene intacta, con mínimas reparaciones, aún conserva los cristales y el aluminio del diseño original, un pequeño reloj análogo en la calle Madero, sigue puesto y dando la hora exacta. Una sola cosa cambió, el antiguo carrillón Schulmerich que cada 15 minutos tocaba una melodía que se podía escuchar en cuatro cuadras a la redonda, ha dejado de tocar debido a que los bulbos se desgastaron y no hubo forma de repararlos. Decidieron entonces retirar las bocinas exteriores. Por eso, Don Juan Miranda, un transeúnte de 58 años que diariamente cruza la calle frente a La Latino para llegar a su trabajo, responde, cuando se le pregunta si le gusta la torre, “Me gusta, pero ya no suena”.
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El tema de los ascensores lo conoce muy bien Alejandro Trejo porque tiene 24 años trabajando en el edificio. Ingresó en el año 2000 y se ríe al contar que de joven le ponían nervioso los elevadores, no era su lugar favorito, irónicamente su primera responsabilidad en la torre fue ser el ascensorista de uno de los siete elevadores. En este puesto estuvo ocho años. Por eso su risa. Los nervios los fue controlando, pero el verdadero reto a vencer, dice, es el sueño: “Pasas de 7 a 8 horas sin bajarte del ascensor, solo subiendo y bajando, de verdad hay días que no puedes abrir los ojos”
El edificio más alto
Cuando el visitante llega a Ciudad de México abordo de un avión, lo primero que observa por la ventanilla, es una torre con un reloj digital en su cornisa que sobresale por encima del paisaje de la zona centro. Es quizá la estampa más característica del horizonte capitalino.
En 1946 la compañía mexicana Seguros Latinoamericana iba a cumplir 50 años. Miguel S. Macedo su entonces director, decidió que era el momento de ir a lo grande. Tener una nueva oficina, un edificio alto, similar a los rascacielos de Nueva York o Chicago, en aquellos gigantes estaban las oficinas centrales de otras aseguradoras. Tenía que ser como su competencia.
Había algunos detalles en el camino. El principal, quizá, es que la capital mexicana es una zona de alta sismicidad y que el centro de la ciudad, años atrás, era un lago. Por ello, no era tan fácil pensar en construir un rascacielos al estilo Manhattan. El magnate director de la compañía puso al frente del proyecto a los hermanos Leonardo y Miguel Zeevaert. Ingenieros mexicanos que aceptaron el reto de construir el edificio más alto de Latinoamérica. Ellos a su vez contactaron a Nathan Newmark un profesor de Ingeniería de la universidad de Illinois. Newmark tenía una teoría que podía ser la respuesta a la pregunta de cómo iban a edificar un rascacielos sobre un suelo fangoso.
Un año después, haciendo estudios de mecánica de suelo, encontraron que bajo las capas de arcilla existía una capa de tierra firme que en el proyecto calificaron como manto resistente. Entonces supieron que era posible aplicar la teoría de Newmark.
Construyendo sobre agua
Los cálculos de Newmark funcionaron a la perfección. Explicado de manera simple: la obra consistió en construir 361 pilotes de concreto en forma de punta sobre el terreno compacto y rellenar con arcilla y agua los alrededores, de tal forma que el agua funcionara como un amortiguador hidráulico. A esto le siguen tres sótanos totalmente huecos que actúan como una especie de línea de flotación, parecido a un barco. A partir del sótano se instala una ataguía y comienza la estructura que da forma al edificio. De tal manera que no sería exagerado decir que la Torre Latinoamericana flota sobre las calles del Centro Histórico.
El ingeniero Victor Hugo Ariceaga es actualmente el responsable del funcionamiento y mantenimiento de todos los sistemas de la torre. Lo ha sido los últimos 28 años. Él y su equipo —en el que trabajan Noé Balderas y Alejandro Trejo— se ocupan de monitorear constantemente todas las oficinas, ellos lo reparan todo para que el gigante acero esté al día. De forma periódica realizan muestreos en la estructura y en la cimentación, pero cuando ocurre un sismo mayor a 5,5 grados, las pruebas son más rigurosas, incluso con rayos X. Lo hicieron en 1985 y en 2017, en ambos casos la estructura y el sistema de pilotes no sufrieron ningún daño. De tal forma que la edificación funciona a la perfección desde el 30 de abril de 1956, día que abrió sus puertas oficialmente. Esto le ha valido innumerables reconocimientos. Una placa en el ingreso anuncia que el American Institute of Steel Construction [Instituto Americano de la Construcción de Acero], le reconoce “por ser el edificio más alto que jamás haya sido expuesto a una enorme fuerza sísmica”
La joya de la corona
La torre tiene 44 pisos y prácticamente hay de todo. Oficinas gubernamentales, privadas y por supuesto, la aseguradora. En el piso 15 un gimnasio donde los asistentes observan Bellas Artes y el Banco de México mientras montan una bicicleta fija o hacen flexiones en la máquina elíptica. En el 21, una agencia de viajes ofrece los mejores paquetes para conocer el mundo. En el 24, una empresa de aceites esenciales de esos que lo curan todo, vende al mayoreo. En el 36, el Museo Bicentenario le cuenta al visitante los últimos 200 años de historia nacional. El 37 es la cafetería a donde los jóvenes acuden a tomarse fotos cuando la ciudad tiene una contingencia ambiental fase uno. El 42 y 43 es el bar cuyo atractivo para las parejas, es la vista al anochecer. Pero la joya de la corona es el mirador, la parte más alta del edificio se encuentra a una altura 181.33 metros. A este mirador llegan todos los días más de 1.200 visitantes. “Hay días malos que solo vienen 600″, dice Rocío Hernández, la gerente de operaciones de las atracciones turísticas de la torre. “Sobre todo los días de lluvia” remata.
Llegar al mirador es parecido a la fila de migración en un aeropuerto. El visitante espera formado a que le toque su turno de subir a la superficie rodeado de personas de múltiples nacionalidades. Finalmente, la fila avanza y sube por una pequeña escalera donde llega a la cornisa y aparece la inmensa Ciudad de México. “Parece que no tiene fin”, dice un niño a su padre mientras hacen un Facebook live desde su celular.
Rocío Hernández cuenta que el mayor reto es mover a más de 1.000 personas al día, hacer que suban, disfruten de la vista y luego bajen. “Parece fácil, pero requiere de mucho personal y de tener un buen trato, finalmente son visitantes y quieres que regresen”.
Ante la amenaza de nuevos y grandes edificios en Ciudad de México, cada vez más modernos, oficinas que ofrecen billar o columpios y lujosas barras de café. La torre no se siente amenazada, ningún edificio será competencia por muy modernos que sean o incluso más altos. La Latinoamericana tiene una ubicación privilegiada, mira hacia los cuatro lados del centro de la gran Tenochtitlan, eso no lo tiene ningún otro edificio.
Pocas cosas han cambiado: la fachada se mantiene intacta, con mínimas reparaciones, aún conserva los cristales y el aluminio del diseño original, un pequeño reloj análogo en la calle Madero, sigue puesto y dando la hora exacta. Una sola cosa cambió, el antiguo carrillón Schulmerich que cada 15 minutos tocaba una melodía que se podía escuchar en cuatro cuadras a la redonda, ha dejado de tocar debido a que los bulbos se desgastaron y no hubo forma de repararlos. Decidieron entonces retirar las bocinas exteriores. Por eso, Don Juan Miranda, un transeúnte de 58 años que diariamente cruza la calle frente a La Latino para llegar a su trabajo, responde, cuando se le pregunta si le gusta la torre, “Me gusta, pero ya no suena”.
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