Shanel_Skiles
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Parecerá raro empezar con cuatro periodistas culturales en calzoncillos en el Egeo una historia épica sobre las lanchas rápidas de la Segunda Guerra Mundial, unas embarcaciones que vivieron episodios tan aventureros como la captura de Venecia por una de ellas (la S-54 alemana), las heroicidades de un futuro presidente de los EE UU (John F. Kennedy, en la PT-109 contra los japoneses) o el combate del marinero de primera de la MGB 314 británica William Alfred Savage en el osado raid contra St. Nazaire que le reportó una Victoria Cross (desgraciadamente póstuma). Lo de los periodistas en paños menores tiene su explicación. Éramos parte de un grupo que viajábamos con Arturo Pérez-Reverte para la presentación de su última novela, La isla de la mujer dormida (Alfaguara, 2024), en cuyo argumento es central, precisamente, una lancha torpedera, una Schnellboote alemana, la S-7, que el bando franquista camufla en una isla griega y desde donde se dedica a atacar los convoyes rusos con suministros bélicos para la República durante la Guerra Civil.
La presentación se hizo en Agistri, una de las islas Sarónicas, donde desembarcamos en la capital, Megalochori. Mientras el escritor atendía a las cámaras, un puñado de audaces reporteros nos fuimos a pasear por la playa y decidimos remojarnos un poco. Dado que no llevábamos bañador (estábamos de servicio), nos quitamos los pantalones y nos metimos en ropa interior, excepto Jesús Calero, que se limitó a arremangarse los vaqueros hasta medio muslo (es lo que tiene ser del ABC). Los otros, Javier Ors, Andrés Seoane y yo no dudamos en practicar un semidesnudo heroico (el agua estaba fría), inspirados por el hecho de que se considera Agistri una de las islas de los mirmidones.
Aunque sin duda algunos de nuestros modelos filohelenos, como Lord Byron, Patrick Leigh Fermor o Larry Durrell (y no digamos Aquiles), no hubieran dudado en meterse en pelota picada, hay que ver la épica que te inspira bañarte en calzoncillos en una isla griega, y con colegas. Yo me puse a pensar en los lebesides, los rebeldes, la revoltosa y temida tropa del pirata y patriota griego del siglo XVIII Mitromaras que tantos quebraderos de cabeza dieran a los turcos y cuyos huesos, los del cabecilla y 411 de sus seguidores, yacen enterrados en una tumba de piedra frente a la iglesia de Agios Georgios, en lo alto de Megalochori, junto al colmado (no sé cómo caben). Pero sobre todo imaginé que mis camaradas y yo éramos los protagonistas de Los cañones de Navarone, la novela de Alistair Maclean que dio pie a la no menos inmortal película del mismo título y en la que un grupo de comandos ha de silenciar las colosales piezas de artillería nazi de la isla griega.
Sumábamos (incluyendo a Miguel Lorenci, que declinó bañarse, pensando sin duda en cubrirnos las espaldas, aunque sin metralleta), cinco, como ellos. Pues bien, resulta que en Los cañones de Navarone (precisamente el sello conjunto Edhasa-Zenda, que publica novelas clásicas de aventuras con nuevos prólogos de Pérez-Reverte, acaba de poner en la calle una edición) también salen lanchas. Los saboteadores viajan a Navarone a bordo de una torpedera británica MTB (Motor Torpedo Boat). Luego trasbordarán a un caique y se encontrarán con una peligrosa motora alemana de alta velocidad y armada hasta los dientes…
En la estela de la torpedera de Pérez-Reverte, me he puesto a repasar historias de lanchas y aventuras bélicas. La mía iniciática fue (como para muchos) la famosa PT-109 que mandó J. F. Kennedy en el teatro del Pacífico y cuyo episodio señero consiste paradójicamente en su hundimiento cuando la partió por la mitad la noche del 2 de agosto de 1943 el destructor japonés Amagiri, matando a dos de sus 13 tripulantes y dejando al resto en el agua. Los náufragos vivieron una odisea en la que JFK, que había sido miembro del equipo de natación de la Universidad de Harvard, se mostró valiente y resolutivo. Finalmente —resumiendo mucho— se salvaron gracias a un coco (en el que escribieron un mensaje y que se conservaba en la Casa Blanca), y Kennedy se convirtió en héroe de guerra. La lancha la montamos de niños mi hermano y yo en la clásica maqueta de Revell 1:72 bajo supervisión de nuestro padre, que nos recordaba que el abuelo había mandado un torpedero (el número 6) de la flota española en 1928 antes de dedicarse a buques más grandes y acabar en el portahidros Dédalo, que ya es salto. Recuerdo aún la figurita de JFK que iba con la lancha, con gorra y chaleco salvavidas, que corrió por casa muchos años tras desaparecer la torpedera.
Una de las grandes películas sobre lanchas es por supuesto la famosa They were expendable (1945), No eran imprescindibles (lo que se podría decir igualmente de los reporteros en gayumbos de Agistri) que narraba las peripecias bélicas del tercer escuadrón de PT (Patrol Torpedo) en la campaña de las Filipinas y que dirigió John Ford y protagonizaron Robert Montgomery y John Wayne (encarnando personajes inspirados en los héroes verdaderos de las lanchas como John D. Bulkeley, ganador de la Medalla de Honor del Congreso). Las PT, que hubieron de enfrentarse a las Shinyo (Maremoto), las lanchas kamikaze japonesas y que evacuaron (la PT-41 de Bulkekey) a Mac Arthur de Filipinas, también fueron protagonistas de PT 109, un biopic del teniente Kennedy y la lancha que fue estrenado en 1963, pocos meses antes de que el ya presidente fuera asesinado en Dallas, que ya es promoción para una película. En una escena sensacional la PT se come un muelle. El propio JFK se reservó escoger al actor que debía encarnarlo, Cliff Robertson (Jacqueline, pillina, quería a Warren Beatty). El presidente encontró la peli, cuyo rodaje en los cayos de Florida desató rumores sobre un segundo Bahía Cochinos, buena pero demasiado larga, probablemente porque se sabía el argumento. Tanto en They were expendable como en PT 109 encontramos el gesto característico de levantar el puño y bajarlo para ordenar lanzar el torpedo que describe Pérez-Reverte en su novela.
En el teatro europeo (en el que también combatieron algunas PT), alemanes, británicos e italianos (las intrépidas MS, Motor Silurante, y MAS, Motoscafo Armato Silurante) hicieron verdaderas virguerías épicas con las lanchas, con las que realizaban ataques fulgurantes desde sus bases costeras, generalmente de noche. Fueron, junto a los buques corsarios, los verdaderos bucaneros de la contienda, en la que practicaron una lucha agresiva, veloz y osada, una guerra de pega y escapa enfrentándose a menudo a buques de mucho mayor calado además de entre ellas. Sirvieron para ataques a convoyes, escoltas, patrullas, incursiones de comandos, minado…, y se caracterizaron siempre por el temperamento individualista y audaz de sus tripulaciones, que se consideraban una élite. Las lanchas alemanas, azote en el Canal de la Mancha y el Mar del Norte, evolucionaron hasta convertirse en unas máquinas poderosas e intimidantes, embarcaciones letales y esbeltas (incluso bellas), con los tubos lanzatorpedos integrados en el casco. Aunque fallaron el Día-D. Los británicos desarrollaron las Vosper y las Fairmile (una exposición permanente, The night hunters, en el Museum of Naval Firepower, extensión del National Museum de la Royal Navy en Gosport, Hampshire, está dedicada a las torpederas y cañoneras).
En cuanto a los personajes de las lanchas, los modelos del Miguel Jordán de Pérez-Reverte, destacan los Cafiero, Iafrate, Manuti, Mezzadra o Calvani, la squadra azzurra de las MS italianas que diezmaron el convoy Aliado a Malta en 1942, su gran momento; Robert P. Hichens, que se enfrentó con dos lanchas MGB contra cinco Schnellboots de alta gama, y las derrotó (y escribió, ¡ah los británicos!: “Una de las más bonitas vistas que he contemplado es una unidad de lanchas navegando a toda velocidad a la luz de la luna, con los blancos penachos de sus estelas”). Y los ases de las S-Boot alemanas, la Bootwaffe, Siegfried Wuppermann, que llegó a hundir un destructor y a averiar un crucero británicos, Rudolf Petersen o Klaus Degenhard Schmidt.
Petersen, que fue el jefe de las lanchas (Führer des Schnellboote), sobrevivió a la guerra solo para morir de la impresión la Nochevieja de 1982, cuando unos chavales le arrojaron unos petardos a la cara. Degenhard, que había realizado operaciones clandestinas con los Brandenburgo (las tropas especiales alemanas) en las islas griegas, fue el que consiguió el 11 de septiembre de 1943, con su lancha S-54, mucho coraje y un farol, la rendición incondicional de la Venecia pasada al bando Aliado y su guarnición, una de las hazañas más singulares de la guerra. No consta que se enfrentara a góndola o vaporetto algunos. Por ahí andaba, enrolado precisamente en la Marina alemana, Hugo Pratt, que ha dibujado tan bien las torpederas —lanzatorpedos, las llama— en sus álbumes, unas embarcaciones que le apasionaban. Están muy presentes en Morgan (Norma Editorial, 2000), por ejemplo, donde el propio protagonista, el oficial de la Royal Navy Morgan comanda en arriesgadas misiones la lancha Corsario 7, la MT Buccaneer 6 y luego la MBT Vosper Sbragador.
No me resisto a mencionar a otro as alemán, Günther Rabe, el Cuervo, que además de inventar la innovadora táctica de ataque de la Stichtaktik, que suena a un tipo de salchicha, pero es el equivalente de la manada de lobos de los submarinos, diseñó ropa interior de cuero para las tripulaciones de las torpederas. Ropa interior de cuero: otro gallo nos hubiera cantado aquel mediodía en Megalochori…
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La presentación se hizo en Agistri, una de las islas Sarónicas, donde desembarcamos en la capital, Megalochori. Mientras el escritor atendía a las cámaras, un puñado de audaces reporteros nos fuimos a pasear por la playa y decidimos remojarnos un poco. Dado que no llevábamos bañador (estábamos de servicio), nos quitamos los pantalones y nos metimos en ropa interior, excepto Jesús Calero, que se limitó a arremangarse los vaqueros hasta medio muslo (es lo que tiene ser del ABC). Los otros, Javier Ors, Andrés Seoane y yo no dudamos en practicar un semidesnudo heroico (el agua estaba fría), inspirados por el hecho de que se considera Agistri una de las islas de los mirmidones.
Aunque sin duda algunos de nuestros modelos filohelenos, como Lord Byron, Patrick Leigh Fermor o Larry Durrell (y no digamos Aquiles), no hubieran dudado en meterse en pelota picada, hay que ver la épica que te inspira bañarte en calzoncillos en una isla griega, y con colegas. Yo me puse a pensar en los lebesides, los rebeldes, la revoltosa y temida tropa del pirata y patriota griego del siglo XVIII Mitromaras que tantos quebraderos de cabeza dieran a los turcos y cuyos huesos, los del cabecilla y 411 de sus seguidores, yacen enterrados en una tumba de piedra frente a la iglesia de Agios Georgios, en lo alto de Megalochori, junto al colmado (no sé cómo caben). Pero sobre todo imaginé que mis camaradas y yo éramos los protagonistas de Los cañones de Navarone, la novela de Alistair Maclean que dio pie a la no menos inmortal película del mismo título y en la que un grupo de comandos ha de silenciar las colosales piezas de artillería nazi de la isla griega.
Sumábamos (incluyendo a Miguel Lorenci, que declinó bañarse, pensando sin duda en cubrirnos las espaldas, aunque sin metralleta), cinco, como ellos. Pues bien, resulta que en Los cañones de Navarone (precisamente el sello conjunto Edhasa-Zenda, que publica novelas clásicas de aventuras con nuevos prólogos de Pérez-Reverte, acaba de poner en la calle una edición) también salen lanchas. Los saboteadores viajan a Navarone a bordo de una torpedera británica MTB (Motor Torpedo Boat). Luego trasbordarán a un caique y se encontrarán con una peligrosa motora alemana de alta velocidad y armada hasta los dientes…
En la estela de la torpedera de Pérez-Reverte, me he puesto a repasar historias de lanchas y aventuras bélicas. La mía iniciática fue (como para muchos) la famosa PT-109 que mandó J. F. Kennedy en el teatro del Pacífico y cuyo episodio señero consiste paradójicamente en su hundimiento cuando la partió por la mitad la noche del 2 de agosto de 1943 el destructor japonés Amagiri, matando a dos de sus 13 tripulantes y dejando al resto en el agua. Los náufragos vivieron una odisea en la que JFK, que había sido miembro del equipo de natación de la Universidad de Harvard, se mostró valiente y resolutivo. Finalmente —resumiendo mucho— se salvaron gracias a un coco (en el que escribieron un mensaje y que se conservaba en la Casa Blanca), y Kennedy se convirtió en héroe de guerra. La lancha la montamos de niños mi hermano y yo en la clásica maqueta de Revell 1:72 bajo supervisión de nuestro padre, que nos recordaba que el abuelo había mandado un torpedero (el número 6) de la flota española en 1928 antes de dedicarse a buques más grandes y acabar en el portahidros Dédalo, que ya es salto. Recuerdo aún la figurita de JFK que iba con la lancha, con gorra y chaleco salvavidas, que corrió por casa muchos años tras desaparecer la torpedera.
Una de las grandes películas sobre lanchas es por supuesto la famosa They were expendable (1945), No eran imprescindibles (lo que se podría decir igualmente de los reporteros en gayumbos de Agistri) que narraba las peripecias bélicas del tercer escuadrón de PT (Patrol Torpedo) en la campaña de las Filipinas y que dirigió John Ford y protagonizaron Robert Montgomery y John Wayne (encarnando personajes inspirados en los héroes verdaderos de las lanchas como John D. Bulkeley, ganador de la Medalla de Honor del Congreso). Las PT, que hubieron de enfrentarse a las Shinyo (Maremoto), las lanchas kamikaze japonesas y que evacuaron (la PT-41 de Bulkekey) a Mac Arthur de Filipinas, también fueron protagonistas de PT 109, un biopic del teniente Kennedy y la lancha que fue estrenado en 1963, pocos meses antes de que el ya presidente fuera asesinado en Dallas, que ya es promoción para una película. En una escena sensacional la PT se come un muelle. El propio JFK se reservó escoger al actor que debía encarnarlo, Cliff Robertson (Jacqueline, pillina, quería a Warren Beatty). El presidente encontró la peli, cuyo rodaje en los cayos de Florida desató rumores sobre un segundo Bahía Cochinos, buena pero demasiado larga, probablemente porque se sabía el argumento. Tanto en They were expendable como en PT 109 encontramos el gesto característico de levantar el puño y bajarlo para ordenar lanzar el torpedo que describe Pérez-Reverte en su novela.
En el teatro europeo (en el que también combatieron algunas PT), alemanes, británicos e italianos (las intrépidas MS, Motor Silurante, y MAS, Motoscafo Armato Silurante) hicieron verdaderas virguerías épicas con las lanchas, con las que realizaban ataques fulgurantes desde sus bases costeras, generalmente de noche. Fueron, junto a los buques corsarios, los verdaderos bucaneros de la contienda, en la que practicaron una lucha agresiva, veloz y osada, una guerra de pega y escapa enfrentándose a menudo a buques de mucho mayor calado además de entre ellas. Sirvieron para ataques a convoyes, escoltas, patrullas, incursiones de comandos, minado…, y se caracterizaron siempre por el temperamento individualista y audaz de sus tripulaciones, que se consideraban una élite. Las lanchas alemanas, azote en el Canal de la Mancha y el Mar del Norte, evolucionaron hasta convertirse en unas máquinas poderosas e intimidantes, embarcaciones letales y esbeltas (incluso bellas), con los tubos lanzatorpedos integrados en el casco. Aunque fallaron el Día-D. Los británicos desarrollaron las Vosper y las Fairmile (una exposición permanente, The night hunters, en el Museum of Naval Firepower, extensión del National Museum de la Royal Navy en Gosport, Hampshire, está dedicada a las torpederas y cañoneras).
En cuanto a los personajes de las lanchas, los modelos del Miguel Jordán de Pérez-Reverte, destacan los Cafiero, Iafrate, Manuti, Mezzadra o Calvani, la squadra azzurra de las MS italianas que diezmaron el convoy Aliado a Malta en 1942, su gran momento; Robert P. Hichens, que se enfrentó con dos lanchas MGB contra cinco Schnellboots de alta gama, y las derrotó (y escribió, ¡ah los británicos!: “Una de las más bonitas vistas que he contemplado es una unidad de lanchas navegando a toda velocidad a la luz de la luna, con los blancos penachos de sus estelas”). Y los ases de las S-Boot alemanas, la Bootwaffe, Siegfried Wuppermann, que llegó a hundir un destructor y a averiar un crucero británicos, Rudolf Petersen o Klaus Degenhard Schmidt.
Petersen, que fue el jefe de las lanchas (Führer des Schnellboote), sobrevivió a la guerra solo para morir de la impresión la Nochevieja de 1982, cuando unos chavales le arrojaron unos petardos a la cara. Degenhard, que había realizado operaciones clandestinas con los Brandenburgo (las tropas especiales alemanas) en las islas griegas, fue el que consiguió el 11 de septiembre de 1943, con su lancha S-54, mucho coraje y un farol, la rendición incondicional de la Venecia pasada al bando Aliado y su guarnición, una de las hazañas más singulares de la guerra. No consta que se enfrentara a góndola o vaporetto algunos. Por ahí andaba, enrolado precisamente en la Marina alemana, Hugo Pratt, que ha dibujado tan bien las torpederas —lanzatorpedos, las llama— en sus álbumes, unas embarcaciones que le apasionaban. Están muy presentes en Morgan (Norma Editorial, 2000), por ejemplo, donde el propio protagonista, el oficial de la Royal Navy Morgan comanda en arriesgadas misiones la lancha Corsario 7, la MT Buccaneer 6 y luego la MBT Vosper Sbragador.
No me resisto a mencionar a otro as alemán, Günther Rabe, el Cuervo, que además de inventar la innovadora táctica de ataque de la Stichtaktik, que suena a un tipo de salchicha, pero es el equivalente de la manada de lobos de los submarinos, diseñó ropa interior de cuero para las tripulaciones de las torpederas. Ropa interior de cuero: otro gallo nos hubiera cantado aquel mediodía en Megalochori…
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