Solon_Feest
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HAY una pancarta que cuelga de un balcón y que viene a definir nuestra paulatina pérdida de identidad: «Aquí antes se seseaba». Conforme echa el cierre un comercio tradicional se pierden historias de los barrios donde todos se conocían y se encontraban delante del mostrador. No deja de ser el ciclo de la vida del sevillano, ahora acelerada su muerte por la invasión descontrolada del turismo y la imparable globalización en busca de una lógica prosperidad con la que se pierden los hábitos y las costumbres. Es como en la sevillana de Los Romeros, que también se nos están yendo: «Hemos cruzado los brazos y Sevilla se nos va. Que al río estamos tirando lo que ya no volverá».Hay una Sevilla de leyenda, que quedó retratada en los libros de José María de Mena o Joaquín Arbide, pero que ninguno conocimos: la de las viejas puertas derribadas; la de las cavas de Triana, de los calés a los civiles; la de los grandes cafés románticos o la que vivía en los corrales de vecinos, hoy paradójicamente convertidos en apartamentos turísticos como el del Conde o el de San José. Se nos fueron los símbolos del modernismo que quedó obsloleto como fue el puente de hierro. Y luego está la Sevilla que sepultamos generación en generación. La mía no escuchaba ya a Mecano ni a Julio Iglesias. Ni jugó en las pistas de la corta de Chapina. Pero sí leyó a Gente Menuda, Mortadelo y Filemón y los coleccionables del ABC, o los que patrocinaba El Monte de Piedad y la Caja San Fernando. La que luego pasó su adolescencia huyendo de los canis al salir tras una tarde de Hipódromo escondiendo los polos bajo una sudadera. Mi infancia son recuerdos de un bar de serrín frente al Policlínico, ir con veinte duros a comprarle el Ducados a mi padre y viajar siete sin cinturón en el Renault 19 a comprar un sofá al Montero Fornet de la Salle o en el Ikea de los 90: el Merkamueble.Se nos escapó esa Sevilla que heredamos en la geografía urbana y el nomenclátor popular, como el Rialto -que no Ponce de León ni Juan de Mesa-, la del 'Cinema Paradiso' que ya son los fantasmas del Fantasio o el Regina. Una calle que ha renacido de sus cenizas pero sin sus comercios históricos. Hay negocios que siguen vivos por la huella indeleble de su propia historia y los carteles: Saimaza, la joyería Félix Pozo, Bazar Victoria o Blasflor -que en el 83 compró la viuda de Foronda-, o la Fábrica de Paraguas de Casa Rubio, también de regalos y recuerdos.Otros se fueron dejando la marca imborrable en el recuerdo, como Vilima. O las lámparas de Pueyo o las zapaterías Garrido o Pilar Burgos; las cámaras de fotos de Martín Iglesias en el Teatro Imperial, que también se ha tragado a la Librería Beta. Filella es sólo un nombre, que sí se perdió al echar la persiana el Horno de San Buenaventura de la Avenida, Carlos Cañal y la Alfalfa, epicentro de aquella Sevilla que enterramos con las palmeras de chocolate y huevo. Ya no está la churrería (o calentería, llámenla como quieran), como ocurrió con la del Postigo. Desapareció, como el mercado de animales donde compré mi primer hámster un domingo cualquiera, y donde, no sé si por fabulación infantil, vi hasta un cocodrilo. Ya no quedan mercadillos, salvo el del Jueves, que languidece entre románticos del estraperlo de la calle Feria.Todo aquello se nos fue, como estamos dejando morir los riñones al Jerez, la sangre encebollá o el menudo con garbanzos. O la cerveza en el Salvador, adonde ya no va ni un sevillano. Se nos fueron los helados de la Fiorentina. El Eme renació y otros sólo mantuvieron el nombre. Nada más. Son el bar Manolo o el Trini, el del serranito a deshora tras una noche de juerga que hoy es gastrobar. Sobreviven las espinacas con garbanzos de La Fresquita y el olor a adobo en la calle de las franquicias. Se van los zapateros de las esquinas pero se mantiene paciente el puesto de castañas y el del palodú a la espera de que alquien sepa qué es aquella rama cortada que vende y que sólo sabemos los de aquí. Se nos muere la Sevilla del lenguaje que recitaba Lola Pons, la que se compraba por unas 'perras', o la de los personajes populares como el Peregil, el Risitas o la Esmeralda. A las espaldas del Salvador hay una placa que reza que «en estas tiendecillas de la Plaza del Pan cada uno de los objetos expuestos eran aún cosa única. Y por eso preciosa. Trabajada con cariño, a veces en la trastienda misma. Conforme a la tradición transmitida de generación en generación, de maestro a aprendiz...». Así describía Cernuda la difunta Sevilla que hoy celebramos como cada 2 de noviembre. Vamos a llevarle flores al cementerio de nuestras costumbres perdidas.
Javier Macías: La Sevilla que enterramos
Se van los zapateros de las esquinas pero se mantiene paciente el puesto del palodú a la espera de que alquien sepa qué vende y que sólo sabemos los de aquí
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