sipes.julien
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Rodrigo Cuevas (Oviedo, 39 años) es un espectáculo vibrante. Destella fuegos artificiales hechos de folclore que ha tejido desde su infancia en el pueblo de sus abuelos, Rodiezmo de la Tercia, en Asturias, rodeado de árboles, pájaros y animales de campo. Cuando era pequeño pensaba que los mexicanos eran todos ricos, porque en su antiguo barrio las decenas de niños y niñas de esa nacionalidad llegaban de visita trayendo dulces extraños y picantes, regalos que parecían de otro mundo, uno contradictorio pero fascinante. Su sueño era irse lejos a cuidar cabras y ovejas y lo hizo realidad más tarde, en un pueblecito de Galicia, cuando tenía 24 años. La noche del sábado, en la inauguración del ciclo de conciertos de la FIL Guadalajara, en México, Cuevas trajo consigo su romería y acompañado de la agrupación veracruzana Los Cojolites, cantó, bailó e interpretó esas canciones con alma que lo mismo pueden hacer bailar y vibrar al cuerpo, que sentir una tristeza inesperada, llena de una esperanza luminosa.
Cuevas nació en Oviedo, pero su vida social, sus ratos libres y sus veranos los pasaba en Rodiezmo de la Tercia, a unos 70 kilómetros de distancia de la capital asturiana. Su abuelo cantaba, recuerda, pero su formación en el conservatorio y su interés cada vez mayor por la música tradicional fueron conformando su identidad musical que ahora mezcla varios aspectos de las tradiciones orales y culturales antiguas con ritmos de la música popular contemporánea. “[La música tradicional] es como una forma de hacer arte mucho más generosa. Entendiendo tu comunidad o tu pueblo como una unidad, pero que si tú haces una creación artística no te beneficias tú, sino que beneficias a los demás, porque es esa la idea con la que se cantaba antiguamente”, cuenta, unos minutos antes de su presentación en el escenario de la FIL.
En España lo han catalogado de todas las formas escandalosas posibles: agitador folclórico, el Fredy Mercuy español y hasta “transformista supremacista”, este último entre los círculos más conservadores y puristas del arte y de la música. Pero él continúa reivindicando “la fuerza arrolladora del conocimiento popular” y apostando a la generosidad que sus ancestros y ancestras le heredaron a través de las coplas, de los cantos y de los bailes que apenas se inventaban eran ya parte de una herencia compartida. “A mí me gusta que la gente utilice la música que hago para entrar en el mundo de la música tradicional”, confirma.
Es provocador, y posee un humor privilegiado y rítmico que usa durante sus presentaciones, caracterizadas por su energía explosiva y por sus interpretaciones de baile que van acompañadas de letras con temáticas profundas que interpelan al público de distintas formas. En una entrevista del pasado mes de enero en la Cadena SER, a Cuevas le preguntan con qué seudónimo quiere ser nombrado en adelante. Él, divertido, le pide a la conductora que lo llame Chavala Vergas. La presentadora, muy seria, anota el nombre en un pedazo de papel. El gesto es también un guiño a la influencia de la música tradicional mexicana que tanto le ha influenciado durante su vida, como su vínculo cercano con la cantante oaxaqueña Lila Downs, con la que tiene la canción Los mandamientos de amor, y con quien ya ha tenido una gira reciente por España.
Cuevas lo mismo tiene canciones en asturiano o gallego y castellano. También sabe euskera. Aunque acepta que cada canción en otros idiomas distintos al castellano tienen otro impacto: “Si cantas en asturiano o en otras lenguas minoritarias, parece que solamente le cantas a la gente de tu lugar, mientras que hay otras lenguas con las que no pasa eso. Cuando cantas en castellano, por ejemplo, cantas para todo el mundo, o cuando cantas en inglés, cantas para todo el mundo…”, dice.
En la música de Cuevas se asoman también preocupaciones, dolores y tristezas universales. Su presentación en la primera noche de FIL ha reunido a cientos de personas que bailan durante casi todas las canciones, hasta el momento previo al final, cuando se apagan las luces y hay un amago de retirada. Después de unos minutos y tras la petición tradicional de una última canción, se escucha la voz de una mujer que relata la muerte de una persona: son los primeros acordes de Rambalín, esa canción bella, pero triste, que Cuevas escribió para honrar la memoria de Alberto Alonso Blanco, conocido como Rambal, un hombre homosexual transformista (práctica de vestirse con ropa del sexo opuesto para representaciones artísticas) gijonés, asesinado en 1976.
Aunque el final de la presentación de Cuevas —con sus músicos y Los Cojolites en el escenario— es pura fiesta, por unos momentos, mientras se escuchan las últimas tonadas de Rambalín, y pese a la distancia del tiempo y del espacio que separan a México de Gijón, el público comprende, y por un breve momento todo se sume en un profundo silencio. Nada es aleatorio. Rodrigo Cuevas toma el micrófono y relata, cauteloso, el final inconcluso de esa historia: a 50 años del asesinato, el caso sigue sin resolverse. Tras la sacudida, Cuevas toma aire y pide que le pongan la canción de fiesta y de despedida.
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Cuevas nació en Oviedo, pero su vida social, sus ratos libres y sus veranos los pasaba en Rodiezmo de la Tercia, a unos 70 kilómetros de distancia de la capital asturiana. Su abuelo cantaba, recuerda, pero su formación en el conservatorio y su interés cada vez mayor por la música tradicional fueron conformando su identidad musical que ahora mezcla varios aspectos de las tradiciones orales y culturales antiguas con ritmos de la música popular contemporánea. “[La música tradicional] es como una forma de hacer arte mucho más generosa. Entendiendo tu comunidad o tu pueblo como una unidad, pero que si tú haces una creación artística no te beneficias tú, sino que beneficias a los demás, porque es esa la idea con la que se cantaba antiguamente”, cuenta, unos minutos antes de su presentación en el escenario de la FIL.
En España lo han catalogado de todas las formas escandalosas posibles: agitador folclórico, el Fredy Mercuy español y hasta “transformista supremacista”, este último entre los círculos más conservadores y puristas del arte y de la música. Pero él continúa reivindicando “la fuerza arrolladora del conocimiento popular” y apostando a la generosidad que sus ancestros y ancestras le heredaron a través de las coplas, de los cantos y de los bailes que apenas se inventaban eran ya parte de una herencia compartida. “A mí me gusta que la gente utilice la música que hago para entrar en el mundo de la música tradicional”, confirma.
Es provocador, y posee un humor privilegiado y rítmico que usa durante sus presentaciones, caracterizadas por su energía explosiva y por sus interpretaciones de baile que van acompañadas de letras con temáticas profundas que interpelan al público de distintas formas. En una entrevista del pasado mes de enero en la Cadena SER, a Cuevas le preguntan con qué seudónimo quiere ser nombrado en adelante. Él, divertido, le pide a la conductora que lo llame Chavala Vergas. La presentadora, muy seria, anota el nombre en un pedazo de papel. El gesto es también un guiño a la influencia de la música tradicional mexicana que tanto le ha influenciado durante su vida, como su vínculo cercano con la cantante oaxaqueña Lila Downs, con la que tiene la canción Los mandamientos de amor, y con quien ya ha tenido una gira reciente por España.
Cuevas lo mismo tiene canciones en asturiano o gallego y castellano. También sabe euskera. Aunque acepta que cada canción en otros idiomas distintos al castellano tienen otro impacto: “Si cantas en asturiano o en otras lenguas minoritarias, parece que solamente le cantas a la gente de tu lugar, mientras que hay otras lenguas con las que no pasa eso. Cuando cantas en castellano, por ejemplo, cantas para todo el mundo, o cuando cantas en inglés, cantas para todo el mundo…”, dice.
En la música de Cuevas se asoman también preocupaciones, dolores y tristezas universales. Su presentación en la primera noche de FIL ha reunido a cientos de personas que bailan durante casi todas las canciones, hasta el momento previo al final, cuando se apagan las luces y hay un amago de retirada. Después de unos minutos y tras la petición tradicional de una última canción, se escucha la voz de una mujer que relata la muerte de una persona: son los primeros acordes de Rambalín, esa canción bella, pero triste, que Cuevas escribió para honrar la memoria de Alberto Alonso Blanco, conocido como Rambal, un hombre homosexual transformista (práctica de vestirse con ropa del sexo opuesto para representaciones artísticas) gijonés, asesinado en 1976.
Aunque el final de la presentación de Cuevas —con sus músicos y Los Cojolites en el escenario— es pura fiesta, por unos momentos, mientras se escuchan las últimas tonadas de Rambalín, y pese a la distancia del tiempo y del espacio que separan a México de Gijón, el público comprende, y por un breve momento todo se sume en un profundo silencio. Nada es aleatorio. Rodrigo Cuevas toma el micrófono y relata, cauteloso, el final inconcluso de esa historia: a 50 años del asesinato, el caso sigue sin resolverse. Tras la sacudida, Cuevas toma aire y pide que le pongan la canción de fiesta y de despedida.
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