eryan
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Las dos personas normales se tropiezan en un recital de cuentacuentos, en la biblioteca municipal del barrio, que tiene el nombre de un poeta y duelista ocasional de finales del XVIII a quien nadie recuerda ya. Delante, frente al ventanal grande, hay un montón de niños, en el suelo, sentados en cojines. Detrás, un montón de adultos; estos, naturalmente, de pie. —Hola —le susurra la primera persona normal a la segunda.—Ah, hola —le responde la segunda persona normal, susurrando también.—¿Qué haces aquí?—He traído al pequeño.—¿Al pequeño? Pero si tiene ¿cuántos?, ¿veinte años?—Veintiuno.—¿Entonces?—Es que lo he traído para que pueda traer él a la sobrina. Lucía. Mira, es esa de ahí. —La segunda persona normal señala a una niñita con un vestido a cuadros rojos y negros, lazo caído en el pelo, leotardos blancos, zapatos de charol recién bruñidos y casi la mitad del dedo índice aún fuera de la nariz.—Pero ¿tu hijo tiene una sobrina? ¿Desde cuándo? ¿Tiene una hija tu hija?—Qué va. Es la sobrina de su novia, que tiene un hermano que sí que tiene hija.—Y ¿la novia está aquí?—Qué va. Ya me gustaría.—Y tu hijo, ¿dónde está?—Ni idea—¿Cómo que ni idea?—Me pidió que cogiera el coche para acompañarlo a buscar a su novia a la casa de su hermano, que vive lejos, para traer a la niña, que quería escuchar los cuentos estos, pero que se cansa andando. Y, aprovechando que ya éramos muchos, pues la novia se ha quedado.—¿Cómo que se ha quedado? ¿Dónde?—En su casa. En la de su hermano, vamos, el padre de Lucía.—¿Y tu hijo?—Pues, aprovechando que había coche y la niña ya no se iba a cansar, pues ya no hacía falta que estuviera, dijo, y se ha ido con la novia.—Y ¿entonces?—Entonces, has aparecido tú.—Pero ¿estás tú solo?—Y Lucía. Mira qué atenta está. Parece boba.—Pero ¿tú la conocías?—No.—¿Y ella a ti?—Tampoco.—Y ¿os habláis?—Con toda naturalidad. Me llama abu.—¿Por qué?—¿Y yo qué sé? Yo creo que cree que es obligatorio, o algo. Yo creo que lo habrá oído en la tele, en casa de su tía, o que tendrá un abu, o una abu, o las dos cosas, y creerá que todas las personas mayores somos abus. Y, si no tiene abu ella, será la madre de su tía la que tenga, o seguro que tiene un primo que tiene abus también, y seguro que el abu y la abu de su primo tienen un nieto guapísimo que estará por ahí sentado, en alguna parte, delante, escuchando al muchacho ese de los cuentos, aunque seguro que su madre no ha venido, porque, total, para qué va a venir su madre, si ya estoy aquí yo. Que tengo coche.La persona normal ha ido subiendo el tono sin darse cuenta. El cuentacuentos, un chaval con trencitas y bolitas de madera en los extremos, gafas de pionero de la informática y jersey multicolor, tal vez de arpillera, le dedica una mirada inequívoca sin dejar de contar su cuento, la historia de un ratón que llega a un país sostenible donde una reina oruga muy prudente gobierna a la ciudadanía con perspectiva de género.—Pues dices tú —dice la primera persona—, pero esa historia me la sé.—¿La de Lucía?—La del ratón. Al principio, empieza bien, pero luego aparece un ogro, ya lo verás, y se lo come. Zas.—No creo.—¿Qué te apuestas?—Nada. Pero llevo aquí un buen rato y me extrañaría mucho. Ha aparecido un león ciclista muy feliz que recibe un salario justo cada vez que le lleva un paquete a la reina oruga, una capitana de helicópteros muy generosa que lanza toneladas de alimentos orgánicos desde el cielo y una criaturita encantadora que está dándose un tiempo para decidir si es caracola o caracol, y que de momento se llama Álex. Me sorprendería ver un ogro, la verdad. Y más si va a comerse a alguien.—Aparece seguro. Te lo digo yo.La pequeña Lucía se gira un poco para cerciorarse de que abu sigue ahí. Abu agita la mano; también la primera persona normal, que escruta a la pequeña con interés. La niña les devuelve el saludo a los dos y sigue escuchando al cuentacuentos, que extiende al máximo los brazos como si estuviera presumiendo de pez espada.—¿Y qué vas a hacer con la niña? —susurra la primera persona.—¿Cómo que qué voy a hacer?—¿Vas a devolverla?—¡Pues claro que voy a devolverla!, ¿estamos mal de la cabeza? Pero ahora no. Tengo que llevarla antes al parque, por lo visto. Y comprarle barquillos sin gluten, y un helado. Para que vea a los patos. Mira, me lo han escrito aquí. —Le enseña un papel.—Y, luego, ¿vienen a por ella?—Ojalá. Luego me la llevo en coche adonde estén ellos, el pequeño y la novia, si me dicen dónde están. Me mandan, por lo visto, un guasap.—Qué bien que tenga novia, ¿no?—¿Cómo? —La segunda persona normal no entiende nada.—El pequeño, digo. Que qué bien que tenga novia. Con lo feo que es.—¡¿Cómo?!—A veces, digo, no siempre. Como estudia tanto... Como no se peina... Menos mal que le ha hecho caso alguien, ¿no te parece?—¿Quieres que te dé una torta?—Ah, mira dónde estaba el ogro. Ya apareció.
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