skye.satterfield
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Mientras las esferas política y mediática se entregaban con denuedo a despedazar a Iñigo Errejón y a relamerse con los detalles escabrosos de su caída a los infiernos, una institución española levantó el viernes la mirada del barro para fijarla en la degradación de la vida pública y denunciar una vez más el peligro de destrucción de la concordia. Esa institución es la Corona, la única capaz de mantenerse en el sitio que le corresponde en medio de esta ola de canibalismo civil que amenaza con arrastrar al país, si no lo ha hecho ya, a una convulsión histórica de consecuencias devastadoras. Pero también una vez más, el discurso del Rey en los premios Princesa de Asturias cayó en el más absoluto vacío, como los sermones de las misas del domingo; ensordecido bajo el fragor de ese incesante cañoneo banderizo al que los ciudadanos nos hemos acostumbrado con la naturalidad de un automatismo, de una frívola rutina cotidiana, de un hábito colectivo. Predicaba Felipe VI contra la polarización, el auge de la radicalidad, «la negación del otro por sus convicciones o creencias», y la conversación nacional crepitaba en redes sociales, periódicos y televisiones en torno a una hoguera donde ardían los demonios morales de la izquierda. Pedía el monarca respeto, dignidad y diálogo mientras la sociedad a la que se dirigía alimentaba el fuego del escándalo con toneladas de leña. Deploraba desde el estrado la deshumanización del adversario en tanto fuera del teatro arreciaba una tormenta de desprecio a la presunción de inocencia. Elogiaba el mérito ejemplar de los galardonados mientras la clase dirigente y el pueblo soberano se sumían con entusiasmo en un feroz ajuste de cuentas. Para qué escuchar el coñazo de siempre, el Rey llamando a la responsabilidad y a la defensa de la convivencia. Como mucho, un vistazo de reojo a la canción de Serrat, al vestido de la Reina o al porte desenvuelto de la heredera. Suele decir Felipe González, acaso con benevolencia excesiva, que la refriega cainita responde a una deriva de enfrentamiento artificial estimulado desde arriba, instigado por élites empeñadas en un torcido designio de excitación de los instintos primarios de la ciudadanía. Algo o mucho de eso hay, sin duda, y resulta constatable en España a través de la explícita estrategia de confrontación abrazada por el Gobierno sanchista, pero habrá que convenir que al menos existe una cierta complicidad social, una predisposición anímica a comprar esa tóxica mercancía. Sin ese sesgo previo, sin esa voluntad prejuiciosa sería inviable el éxito de las hipérboles populistas que han viciado de animadversión la atmósfera política y convertido en trincheras las instituciones representativas. Y cuando las advertencias razonables del jefe del Estado suenan como una especie de abstracto exhorto voluntarista es que ya queda muy poco margen para reparar la avería.
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