tre.waters
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Para muchos Gran Hermano es convivencia. Ingenuos. Para otros, Gran Hermano es el conflicto de la convivencia. Menos ingenuos. Para algunos, incluso, Gran Hermano es la comedia que surge de los patosos que somos en nuestras relaciones humanas. Tal vez.
Pero, sobre todo, GH conquista a la audiencia cuando esta se siente reflejada en las personas encerradas en la casa de Guadalix de la Sierra. No en todas, claro. Personas a las que amar u odiar. Personas que se acompañan entre sí para alcanzar una particular fama televisiva y, a la vez, acompañan en el día a día al espectador más fan. Con el regustillo de sentir que sabe más de la vida de los concursantes que los propios concursantes. El público es Gran Hermano. Decenas de señales de cámara ven más que un único par de ojos. Por muy morbosos que sean.
Aunque es falso que el reality de los realities sólo suba la cuota de pantalla con la gresca. Qué antiguo eso. En la actualidad, la empatía del programa se construye a través del sentido del humor, que genera un clima de confianza que permite todo. Aunque no sepas las tramas al dedillo, GH se entiende fácil si la comedia hila el relato de cada emisión. Ahí Jorge Javier Vázquez es maestro. Trae la ironía de casa.
Ironía que requiere inteligencia. Ironía que solo funciona en equipo. Como la vida, vamos. Siempre necesitamos la mirada cómplice que no nos deja solos. Jorge Javier en Gran Hermano cuenta con las salidas de tono de unos participantes resabiados de tele, cuenta con el murmullo del público fiel e incluso cuenta con unos colaboradores con ganas de jugar para poder volver. Lo sabemos. Lo vemos.
Sin embargo, hay un elemento esencial en Gran Hermano que nunca se suele valorar lo suficiente. A pesar de que es clave en el tono que logra el reality: la ambientación musical es la otra protagonista principal más del programa. Está siempre despierta, escuchando lo que pasa para subrayarlo con una jocosidad que saca brillo a cada frase, a cada gesto, a cada emoción. Hasta a cada error. Con ese sonido tan reconocible de rebobinado en el justo instante que hay que recoger cable ante un comentario. O una jocosidad. Tan identificable por parte del espectador, también. Entonces, brota la sonrisa compartida. Jorge Javier o Ion Aramendi nunca están solos. Sus compañeros de los soniquetes jamás dejan de escucharles, de bailar con ellos. De bailar, sin pisar. Sin hacer sombra. Hasta ser casi invisibles, aunque fundamentales. Pues sin la ambientación sonora el programa sería un secarral en una tele que necesita afectos todo el rato. Pero afectos auténticos, los que están sin necesidad de verbalizar que están.
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