zgoldner
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El miedo se le agarraba a las tripas y por la noche brotaba en forma de pesadillas. Por eso el pequeño Mathias intentaba no ver esas películas: cambiaba de canal, cerraba los ojos, apagaba la tele. Pero todo cambió al llegar a la adolescencia. Por casualidad tropezó con una miniserie llamada Apocalipsis, sobre un futuro distópico tras una pandemia. Después leyó el libro en el que se basaba. Era de un tal Stephen King. Fue terror a primera vista. Mathias arrasó en la biblioteca, después, en el videoclub. Scream, La noche de Halloween, Viernes 13, La matanza de Texas… Seguía teniendo pesadillas, pero ya le daba igual. Leyó y vio todo. Fue el tipo de obsesión adolescente que acaba marcando una vida.
Mathias Clasen tiene hoy 45 años, es profesor de literatura especializado en terror, autor del libro Why Horror Seduces (¿Por qué nos seduce el terror?, inédito en español) y director del Laboratorio de Miedo Recreativo de la Universidad de Aarhus, en Dinamarca. Y tiene una teoría sobre su repentina conversión adolescente. “Es una trayectoria muy común”, explica en conversación telefónica. ”Más del 95% de los padres afirman que sus hijos encuentran placer en algún tipo de miedo recreativo. En los niños pequeños, se vehicula principalmente en comportamientos arriesgados: juegos físicos, trepar muy alto a un árbol o montar en bicicleta demasiado rápido. Pero cuando crecen, pasa a ser un miedo más controlado. Lo buscan en películas, libros y videojuegos”.
Este interés empieza en los primeros años de la adolescencia y alcanza su punto álgido antes de llegar a los 20. Luego disminuye gradualmente con la edad, pero no desaparece del todo. El ser humano siente una extraña fascinación por el miedo. Paga para ser asustado en parques de atracciones. Va al cine o coge el mando de una consola para pasar un mal rato y gritar un poco. Busca experiencias que lo expongan a sensaciones desagradables, que lo lleven al límite. Es lo que se conoce como paradoja del terror, un misterio sobre el que la psicología y la neurociencia llevan años teorizando.
“La respuesta corta es que los humanos estamos biológicamente diseñados para encontrar placer jugando con el miedo, porque es un mecanismo de aprendizaje”, reflexiona Clasen. “El miedo recreativo es un espacio seguro en el que podemos practicar la regulación de las emociones”. Consumir este tipo de productos culturales podría suponer una ventaja adaptativa, al preparar a los espectadores para afrontar nuevos escenarios.
Clasen tuvo oportunidad de comprobar esta teoría cuando el mundo se convirtió en una película de terror, similar a la que le obsesionó de adolescente. Con la población encerrada en casa por la pandemia del coronavirus, su equipo empezó a preguntar a voluntarios cómo estaban lidiando con la situación. Y constataron sus teorías. “Las personas que habían visto muchas películas de terror, [especialmente relacionadas con virus y pandemias] confirmaron una mayor resiliencia psicológica ante el estrés”, confirma. “Estas películas demostraron ser una herramienta para regular las emociones”.
La listas de películas más vistas durante esos meses refrendó su idea. Cabría esperar que la gente se refugiarse en comedias amables, pero no fue el caso. Contagio, una producción de Steven Soderbergh sobre un virus mortal que arrasa el planeta se convirtió en la segunda película más descargada de iTunes, a pesar de haberse estrenado diez años antes. El consumo de películas de terror aumentó de forma exponencial, alcanzando unas cifras que se han mantenido estables desde entonces. En 2014, supusieron el 2,69% de la taquilla anual, pero el porcentaje saltó al 12,75% en 2021, según la base de datos The Numbers.
“Las películas de terror nunca han sido tan populares como en los últimos tres años”, confirma Clasen. “Pero aún no tengo muy claro por qué”. Puede que, en tiempos de incertidumbre, las personas busquen explicaciones en la ficción, inoculándose una dosis de terror tolerable que les prepare para el miedo en la vida real. “Es una forma de vacunarnos” resume el experto, “nos prepara, en un entorno seguro, para lidiar contra el estrés y la ansiedad. Y con la guerra, la pandemia, la crisis... Tenemos mucho de eso en nuestra realidad últimamente”.
Jorge Casanueva es crítico de cine especializado en terror. Gestiona la comunidad online Horror Losers. Y confirma que el género se encuentra en un buen momento comercial, aunque lo encuadra en una cierta estabilidad histórica. “Los temas cambian para reflejar los miedos de la sociedad del momento, pero su éxito, con altibajos, no”, explica en conversación telefónica. “Este es un género infinito. Es una constante, porque está en nuestra naturaleza ver este tipo de películas”.
Casanueva tiene una teoría más práctica de por qué el terror atrae tanto. “Es divertido”, resume. “Creo que el espectador busca, a nivel fisiológico, una descarga de adrenalina. Pero pasarlo mal, a veces, es simplemente entretenido, sobre todo si lo haces con amigos en una sala de cine”. El contexto en el que consumimos estas películas es importante. No suelen verse en solitario, sino en grupo, por un motivo obvio. Un estudio publicado en la revista científica Plos One demostraba en 2021 que los matrimonios bien avenidos sentían mucho menos estrés viendo una película de miedo junto a su compañero que al hacerlo solos. El terror es menos terrorífico cuando es compartido.
El reciente estudio Navegando por la incertidumbre con gritos, de la Universidad de Toronto, analiza la atracción del ser humano por las películas de terror desde el marco de la percepción predictiva. Esta teoría viene a decir que nuestro modelo interior del mundo no es tanto la realidad, como una interpretación de la misma. Nuestro cerebro analiza lo que pasa y rellena los huecos de información con lo que cree que pasa. Por eso podemos leer perfectamente una palabra, aunque le falten letras. O interpretar la imagen de un puzle aunque no tenga todas las piezas. Pero para ello necesita información previa: haber leído antes esa palabra o visto un paisaje similar al del puzle. “Por eso las películas de terror son perfectas, porque nos dan información sobre contextos en los que no hemos estado nunca”, explica en conversación telefónica Mark Miller, investigador en el Departamento de Psicología de la Universidad de Toronto y autor principal del estudio.
Estas películas parten de escenarios y situaciones conocidas. Reproducen estereotipos y clichés. Dan pistas de lo que va a pasar con elementos como la música. Pero a la vez, una de sus mecánicas principales es la sorpresa, que se suele dar en un giro final inesperado o, en su forma más destilada y básica, en el susto o jumpscare. “En cierto modo, podemos decir que las películas de terror están pensadas para nuestro sistema, tienen un balance entre lo predecible y lo inesperado”, reflexiona el autor. “Si pensamos en el hombre como una máquina que quiere recopilar información para minimizar sorpresas, este tipo de entrenamiento es perfecto”.
Así, por ejemplo, ver true crime puede ayudar a detectar el comportamiento de un asesino o un violador, un conocimiento muy valioso en la vida real. Esto explicaría por qué este tipo de documentales tiene más éxito entre las mujeres, que suponen un 70% de la audiencia, según un estudio de Social Psychological and Personality Science. Ellas son las potenciales víctimas de estos crímenes en una proporción aplastante, así que son ellas quienes mejor se pueden beneficiar de lo aprendido.
El éxito del giallo, subgénero en el que se dan pistas de la identidad del asesino durante el metraje para revelarla en la escena final (con ejemplos que van desde Scream a Se ha escrito un crimen) encaja también en el marco del procesamiento predictivo. Estas películas juegan con el espectador de forma activa para que resuelva el misterio antes que el protagonista. “Y lo más importante no es solo nuestra reacción”, matiza el doctor Miller, “sino que vemos cómo reaccionan los personajes y después lo comentamos. Si te fijas, cuando ves una peli de miedo, estás siempre comparando lo que harías tú con lo que hace el personaje. Dices, ‘no bajes al sótano’, ‘coge el bate’, ‘no os separéis’. Es porque estás ajustando tu modelo predictivo sobre cómo funcionan las cosas en escenarios inciertos, comparando posibles comportamientos. Así que estás cosechando información, mejorando”.
Este mecanismo funcionaría con todo tipo de películas, pero es en el terror donde cobra más importancia. Primero porque nos pone en escenarios improbables: la vida de cualquier persona media bascula entre la comedia, el drama o el porno según el contexto, pero rara vez va a transitar por los escenarios del terror. Es más probable enamorarse de un compañero de trabajo que encontrarse con un payaso asesino escondido en una alcantarilla. Además, apunta Miller, “estamos predispuestos evolutivamente para sentirnos atraídos por los estímulos negativos un poco más que por los positivos. Es menos importante ver al ligue que te guiña un ojo que detectar la cola del tigre moverse detrás del árbol”.
El ejemplo del tigre, señala el experto, no es casual: “Cuando intentamos representar nuestros miedos, apelamos a nuestra herencia evolutiva. Usamos símbolos que producen una reacción visceral en nosotros, una reacción que se ha codificado en nuestro instinto durante milenios”. Villanos como Jason Voorhees, Freddy Krueger, Michael Myers o Ghostface acechan en las sombras como depredadores felinos, utilizan armas punzantes como si fueran garras o dientes. Son la actualización pop de miedos atávicos, símbolos que el hombre aprendió a temer hace miles de años.
“Si estas películas trataran sobre matar de forma efectiva, todos los villanos llevarían rifles automáticos”, explica el estudio de Miller. “Sin embargo, tienen que ver con el miedo. Una motosierra no es un método muy eficaz para matar a un grupo de adolescentes. Es pesada, ruidosa y puede quedarse sin combustible. Sin embargo, infunde miedo, porque sus características (dientes de sierra afilados y un fuerte rugido) imitan las de los mamíferos depredadores”.
Hay otros aspectos en los que el género sí ha evolucionado. “En la actualidad, hay una media de 10 sobresaltos por película”, retoma el discurso Clasen, “lo que hace que tengamos un susto cada 10 minutos más o menos”. Es el número óptimo, como si fuera una fórmula matemática. Pero no siempre fue así, en los años sesenta había dos o tres sobresaltos por película. “Luego subió y se ha mantenido estable desde entonces”, explica. Todo esto se puede comprobar en la web Where is the Jump, un repositorio de películas de miedo en el que se señala el segundo preciso donde hay un susto. En la lista de las que han abusado más de este recurso apenas se cuela alguna producción del siglo XX.
En el terror no funciona la máxima de cuanto más, mejor. “Lo demostramos hace unos años en un estudio”, afirma Clasen. “Pensábamos que habría una relación lineal, pero no, la curva tiene forma de arcoíris. Hay un momento, al que hemos llamado punto óptimo del miedo, en el que el disfrute empieza a decaer”. Cuando el miedo deja de ser divertido y empieza a ser desagradable. Ese es el motivo, explica el experto, por el que los videojuegos de terror en realidad virtual no han terminado de triunfar: son simplemente demasiado intensos. Títulos como Resident Evil VII, que se podían disfrutar sin problemas en el televisor, requerían de un valor especial para ser jugados con casco de VR. Quizá por eso las nuevas apuestas del sector, títulos como el reciente Alan Wake 2, han dejado de lado la realidad virtual para estrenarse únicamente en el formato clásico.
El miedo, en el mundo de los videojuegos, es un género especialmente fértil. Funciona muy bien porque requiere de la acción del jugador, que no puede limitarse a cerrar los ojos. No puede decir “yo haría esto”. Tiene que hacerlo o morirá. Genera más inquietud que una película al ser más inmersivo, pero llega un punto en el que puede ser demasiado. En cualquier caso, los videojuegos son la evolución última de una herramienta que siempre ha estado ahí: la comunicación de historias pensadas para advertir de los peligros de la vida real. Y esto comprende desde los cuentos infantiles, como Caperucita, hasta los mitos de folclore que se contaban ante la hoguera o las pinturas rupestres, que reflejaban bestias aterradoras. “El terror ha existido siempre, desde que los humanos hemos tenido capacidad para crear mundos imaginarios”, explica Clasen. Y seguirá existiendo, añade, a menos que suceda algo realmente terrorífico.
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Mathias Clasen tiene hoy 45 años, es profesor de literatura especializado en terror, autor del libro Why Horror Seduces (¿Por qué nos seduce el terror?, inédito en español) y director del Laboratorio de Miedo Recreativo de la Universidad de Aarhus, en Dinamarca. Y tiene una teoría sobre su repentina conversión adolescente. “Es una trayectoria muy común”, explica en conversación telefónica. ”Más del 95% de los padres afirman que sus hijos encuentran placer en algún tipo de miedo recreativo. En los niños pequeños, se vehicula principalmente en comportamientos arriesgados: juegos físicos, trepar muy alto a un árbol o montar en bicicleta demasiado rápido. Pero cuando crecen, pasa a ser un miedo más controlado. Lo buscan en películas, libros y videojuegos”.
Este interés empieza en los primeros años de la adolescencia y alcanza su punto álgido antes de llegar a los 20. Luego disminuye gradualmente con la edad, pero no desaparece del todo. El ser humano siente una extraña fascinación por el miedo. Paga para ser asustado en parques de atracciones. Va al cine o coge el mando de una consola para pasar un mal rato y gritar un poco. Busca experiencias que lo expongan a sensaciones desagradables, que lo lleven al límite. Es lo que se conoce como paradoja del terror, un misterio sobre el que la psicología y la neurociencia llevan años teorizando.
“La respuesta corta es que los humanos estamos biológicamente diseñados para encontrar placer jugando con el miedo, porque es un mecanismo de aprendizaje”, reflexiona Clasen. “El miedo recreativo es un espacio seguro en el que podemos practicar la regulación de las emociones”. Consumir este tipo de productos culturales podría suponer una ventaja adaptativa, al preparar a los espectadores para afrontar nuevos escenarios.
Clasen tuvo oportunidad de comprobar esta teoría cuando el mundo se convirtió en una película de terror, similar a la que le obsesionó de adolescente. Con la población encerrada en casa por la pandemia del coronavirus, su equipo empezó a preguntar a voluntarios cómo estaban lidiando con la situación. Y constataron sus teorías. “Las personas que habían visto muchas películas de terror, [especialmente relacionadas con virus y pandemias] confirmaron una mayor resiliencia psicológica ante el estrés”, confirma. “Estas películas demostraron ser una herramienta para regular las emociones”.
La listas de películas más vistas durante esos meses refrendó su idea. Cabría esperar que la gente se refugiarse en comedias amables, pero no fue el caso. Contagio, una producción de Steven Soderbergh sobre un virus mortal que arrasa el planeta se convirtió en la segunda película más descargada de iTunes, a pesar de haberse estrenado diez años antes. El consumo de películas de terror aumentó de forma exponencial, alcanzando unas cifras que se han mantenido estables desde entonces. En 2014, supusieron el 2,69% de la taquilla anual, pero el porcentaje saltó al 12,75% en 2021, según la base de datos The Numbers.
“Las películas de terror nunca han sido tan populares como en los últimos tres años”, confirma Clasen. “Pero aún no tengo muy claro por qué”. Puede que, en tiempos de incertidumbre, las personas busquen explicaciones en la ficción, inoculándose una dosis de terror tolerable que les prepare para el miedo en la vida real. “Es una forma de vacunarnos” resume el experto, “nos prepara, en un entorno seguro, para lidiar contra el estrés y la ansiedad. Y con la guerra, la pandemia, la crisis... Tenemos mucho de eso en nuestra realidad últimamente”.
Los humanos estamos biológicamente diseñados para encontrar placer jugando con el miedo, porque es un mecanismo de aprendizaje
Mathias Clasen
Jorge Casanueva es crítico de cine especializado en terror. Gestiona la comunidad online Horror Losers. Y confirma que el género se encuentra en un buen momento comercial, aunque lo encuadra en una cierta estabilidad histórica. “Los temas cambian para reflejar los miedos de la sociedad del momento, pero su éxito, con altibajos, no”, explica en conversación telefónica. “Este es un género infinito. Es una constante, porque está en nuestra naturaleza ver este tipo de películas”.
Casanueva tiene una teoría más práctica de por qué el terror atrae tanto. “Es divertido”, resume. “Creo que el espectador busca, a nivel fisiológico, una descarga de adrenalina. Pero pasarlo mal, a veces, es simplemente entretenido, sobre todo si lo haces con amigos en una sala de cine”. El contexto en el que consumimos estas películas es importante. No suelen verse en solitario, sino en grupo, por un motivo obvio. Un estudio publicado en la revista científica Plos One demostraba en 2021 que los matrimonios bien avenidos sentían mucho menos estrés viendo una película de miedo junto a su compañero que al hacerlo solos. El terror es menos terrorífico cuando es compartido.
Detectando asesinos en la vida real
El reciente estudio Navegando por la incertidumbre con gritos, de la Universidad de Toronto, analiza la atracción del ser humano por las películas de terror desde el marco de la percepción predictiva. Esta teoría viene a decir que nuestro modelo interior del mundo no es tanto la realidad, como una interpretación de la misma. Nuestro cerebro analiza lo que pasa y rellena los huecos de información con lo que cree que pasa. Por eso podemos leer perfectamente una palabra, aunque le falten letras. O interpretar la imagen de un puzle aunque no tenga todas las piezas. Pero para ello necesita información previa: haber leído antes esa palabra o visto un paisaje similar al del puzle. “Por eso las películas de terror son perfectas, porque nos dan información sobre contextos en los que no hemos estado nunca”, explica en conversación telefónica Mark Miller, investigador en el Departamento de Psicología de la Universidad de Toronto y autor principal del estudio.
Estas películas parten de escenarios y situaciones conocidas. Reproducen estereotipos y clichés. Dan pistas de lo que va a pasar con elementos como la música. Pero a la vez, una de sus mecánicas principales es la sorpresa, que se suele dar en un giro final inesperado o, en su forma más destilada y básica, en el susto o jumpscare. “En cierto modo, podemos decir que las películas de terror están pensadas para nuestro sistema, tienen un balance entre lo predecible y lo inesperado”, reflexiona el autor. “Si pensamos en el hombre como una máquina que quiere recopilar información para minimizar sorpresas, este tipo de entrenamiento es perfecto”.
Así, por ejemplo, ver true crime puede ayudar a detectar el comportamiento de un asesino o un violador, un conocimiento muy valioso en la vida real. Esto explicaría por qué este tipo de documentales tiene más éxito entre las mujeres, que suponen un 70% de la audiencia, según un estudio de Social Psychological and Personality Science. Ellas son las potenciales víctimas de estos crímenes en una proporción aplastante, así que son ellas quienes mejor se pueden beneficiar de lo aprendido.
El éxito del giallo, subgénero en el que se dan pistas de la identidad del asesino durante el metraje para revelarla en la escena final (con ejemplos que van desde Scream a Se ha escrito un crimen) encaja también en el marco del procesamiento predictivo. Estas películas juegan con el espectador de forma activa para que resuelva el misterio antes que el protagonista. “Y lo más importante no es solo nuestra reacción”, matiza el doctor Miller, “sino que vemos cómo reaccionan los personajes y después lo comentamos. Si te fijas, cuando ves una peli de miedo, estás siempre comparando lo que harías tú con lo que hace el personaje. Dices, ‘no bajes al sótano’, ‘coge el bate’, ‘no os separéis’. Es porque estás ajustando tu modelo predictivo sobre cómo funcionan las cosas en escenarios inciertos, comparando posibles comportamientos. Así que estás cosechando información, mejorando”.
Estamos predispuestos evolutivamente para sentirnos atraídos por los estímulos negativos más que por los positivos. Es menos importante ver al ligue que te guiña un ojo que detectar la cola del tigre moverse detrás del árbol
Mark Miller
Este mecanismo funcionaría con todo tipo de películas, pero es en el terror donde cobra más importancia. Primero porque nos pone en escenarios improbables: la vida de cualquier persona media bascula entre la comedia, el drama o el porno según el contexto, pero rara vez va a transitar por los escenarios del terror. Es más probable enamorarse de un compañero de trabajo que encontrarse con un payaso asesino escondido en una alcantarilla. Además, apunta Miller, “estamos predispuestos evolutivamente para sentirnos atraídos por los estímulos negativos un poco más que por los positivos. Es menos importante ver al ligue que te guiña un ojo que detectar la cola del tigre moverse detrás del árbol”.
El ejemplo del tigre, señala el experto, no es casual: “Cuando intentamos representar nuestros miedos, apelamos a nuestra herencia evolutiva. Usamos símbolos que producen una reacción visceral en nosotros, una reacción que se ha codificado en nuestro instinto durante milenios”. Villanos como Jason Voorhees, Freddy Krueger, Michael Myers o Ghostface acechan en las sombras como depredadores felinos, utilizan armas punzantes como si fueran garras o dientes. Son la actualización pop de miedos atávicos, símbolos que el hombre aprendió a temer hace miles de años.
“Si estas películas trataran sobre matar de forma efectiva, todos los villanos llevarían rifles automáticos”, explica el estudio de Miller. “Sin embargo, tienen que ver con el miedo. Una motosierra no es un método muy eficaz para matar a un grupo de adolescentes. Es pesada, ruidosa y puede quedarse sin combustible. Sin embargo, infunde miedo, porque sus características (dientes de sierra afilados y un fuerte rugido) imitan las de los mamíferos depredadores”.
Hay otros aspectos en los que el género sí ha evolucionado. “En la actualidad, hay una media de 10 sobresaltos por película”, retoma el discurso Clasen, “lo que hace que tengamos un susto cada 10 minutos más o menos”. Es el número óptimo, como si fuera una fórmula matemática. Pero no siempre fue así, en los años sesenta había dos o tres sobresaltos por película. “Luego subió y se ha mantenido estable desde entonces”, explica. Todo esto se puede comprobar en la web Where is the Jump, un repositorio de películas de miedo en el que se señala el segundo preciso donde hay un susto. En la lista de las que han abusado más de este recurso apenas se cuela alguna producción del siglo XX.
Los asesinos de las películas de miedo acechan en las sombras como depredadores felinos, utilizan armas punzantes como si fueran garras o dientes. Son la actualización pop de miedos atávicos, símbolos que el hombre aprendió a temer hace miles de años.
En el terror no funciona la máxima de cuanto más, mejor. “Lo demostramos hace unos años en un estudio”, afirma Clasen. “Pensábamos que habría una relación lineal, pero no, la curva tiene forma de arcoíris. Hay un momento, al que hemos llamado punto óptimo del miedo, en el que el disfrute empieza a decaer”. Cuando el miedo deja de ser divertido y empieza a ser desagradable. Ese es el motivo, explica el experto, por el que los videojuegos de terror en realidad virtual no han terminado de triunfar: son simplemente demasiado intensos. Títulos como Resident Evil VII, que se podían disfrutar sin problemas en el televisor, requerían de un valor especial para ser jugados con casco de VR. Quizá por eso las nuevas apuestas del sector, títulos como el reciente Alan Wake 2, han dejado de lado la realidad virtual para estrenarse únicamente en el formato clásico.
El miedo, en el mundo de los videojuegos, es un género especialmente fértil. Funciona muy bien porque requiere de la acción del jugador, que no puede limitarse a cerrar los ojos. No puede decir “yo haría esto”. Tiene que hacerlo o morirá. Genera más inquietud que una película al ser más inmersivo, pero llega un punto en el que puede ser demasiado. En cualquier caso, los videojuegos son la evolución última de una herramienta que siempre ha estado ahí: la comunicación de historias pensadas para advertir de los peligros de la vida real. Y esto comprende desde los cuentos infantiles, como Caperucita, hasta los mitos de folclore que se contaban ante la hoguera o las pinturas rupestres, que reflejaban bestias aterradoras. “El terror ha existido siempre, desde que los humanos hemos tenido capacidad para crear mundos imaginarios”, explica Clasen. Y seguirá existiendo, añade, a menos que suceda algo realmente terrorífico.
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