Caterina_Hayes
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Hay días en los que una mujer se mira al espejo y el reflejo le sonríe, cosa que no siempre es así. Sin motivo aparente, esos días se ve más guapa, más feliz. Ha empezado a prepararse antes de tiempo para salir a la calle porque le apetece recrearse en el acicalamiento, escoger bien la ropa que se va a poner y probar distintos pintalabios. Todo esto mientras ella baila La dolce vita de Fedez que suena en su móvil. Consciente de su buen humor, podría preguntarse: ¿estaré ovulando?
Si se lo pregunta, es porque no lo sabe. Podría intentar recordar el último día que le vino la regla y hacer cuentas, pero ni siquiera así estaría segura, pues el ciclo tiene sus irregularidades. Y eso que vivimos en un tiempo en el que existe bastante conocimiento sobre lo que ocurre cada mes en el útero de las mujeres. En el siglo XIX, era común pensar que el período más fértil se daba durante la menstruación.
Si fuésemos chimpancés o bonobos (género Pan), nuestros parientes más próximos, no tendríamos ninguna duda. Con la ovulación, a estas primates se les llena de agua la zona externa de los genitales creando una protuberancia tan llamativa que es imposible no mirarla. Su cuerpo anuncia por todo lo alto su pico de fertilidad, tanto a ellas mismas como a los machos.
Pero nosotras, las hembras de Homo sapiens, tenemos la ovulación oculta. Esto no quiere decir que nuestro cuerpo sea totalmente indiferente a los cambios hormonales del ciclo menstrual. Varios estudios han demostrado que, durante la ovulación, desprendemos un olor corporal más atractivo, la piel y el pelo tienen mejor aspecto y nuestros movimientos son más sensuales. Pero son cambios tan sutiles que suelen pasar desapercibidos.
Durante la segunda mitad del siglo pasado, especialmente en los años ochenta y noventa, la comunidad científica estuvo especulando sobre los orígenes evolutivos de la ovulación oculta en los humanos y su valor adaptativo. Se defendieron un sinfín de hipótesis en un acalorado debate que no acabó de llevar a ningún lado. La mayoría de propuestas partían de la idea de que los chimpancés eran fósiles vivientes de nuestros antepasados. Es decir, que proveníamos de un simio que tenía hinchazón genital durante la ovulación, pero que, en algún momento de nuestra evolución, esta característica dejó de ser adaptativa y pasamos a tener la ovulación oculta.
El zoólogo americano Richard D. Alexander propuso en 1979 la hipótesis de la inversión del hombre. Según él, las hembras que ocultaban la ovulación conseguían que los machos las protegieran y vigilaran durante todo el ciclo, no solo durante la ovulación. Los machos no tenían más remedio que estar pendientes todo el tiempo de la hembra si querían asegurarse la paternidad. Ya no eran suficientes unas pocas cópulas en el momento oportuno. Para otros autores, como el etólogo británico Desmond Morris, perdimos la hinchazón simplemente cuando nos volvimos una especie monógama y el sexo pasó a tener la función de fortalecer los vínculos de pareja. Empezamos a mantener relaciones durante todo el ciclo menstrual y ya no tenía sentido anunciar nuestro pico de fertilidad.
Sarah Hrdy fue muy crítica con estas ideas. Esta primatóloga americana, cansada de que siempre se presentase a la mujer como un ser monógamo, pasivo y al servicio del hombre, sugirió que la ovulación oculta beneficiaba a las hembras al permitirles confundir la paternidad. Al aparearse con distintos machos a lo largo del ciclo, estos no podían saber si eran los padres de las crías y se reducía la probabilidad de infanticidio.
A Nancy Burley tampoco le convencían las hipótesis de Morris y Alexander, ya que no se estaba dando importancia al hecho de que la ovulación también está oculta para nosotras. Los humanos nos caracterizamos por tener partos especialmente peligrosos. Según Burley, en cuanto ganamos inteligencia empezamos a evitar copular en los días fértiles para no quedarnos embarazadas. Las hembras que tenían más dificultad para detectar estos días acababan teniendo más hijos y, con el tiempo, se fue perdiendo la capacidad de saberlo.
¿Y si no tenía nada que ver con el comportamiento sexual? Para el biólogo polaco Bogusław Pawłowski, la ovulación oculta en nuestra especie fue una consecuencia del bipedismo y del incremento de grasa en la zona del glúteo. La postura erecta cambió la posición de los genitales externos femeninos, ocultándolos entre las piernas. La hinchazón se volvió inútil y un estorbo para caminar.
Por último, existe la posibilidad de que todos los simios de nuestro linaje tuviesen la ovulación más o menos oculta. Son varios los científicos, como el profesor de anatomía Andrew F. Dixon, que se han decantado por esta opción, ya que ni los gorilas, ni los orangutanes ni los gibones presentan hinchazones como la de los chimpancés. En este caso, tendríamos que enfocarnos en explicar por qué en el género Pan ha evolucionado esta característica y en los humanos no.
Poco a poco, el debate se fue enfriando sin sacar nada en claro y en lo que llevamos de siglo, apenas se ha tratado este asunto. Hay alguna excepción. En 2021, un artículo en Nature propuso la hipótesis de la rivalidad femenina. Las hembras de muchos primates tienden a ser más agresivas con aquellas que muestran signos de ovulación, ya que esto las hace más atractivas para los machos. Por tanto, la ovulación oculta pudo ser una ventaja porque nos permitió librarnos de estas agresiones.
Con los nuevos avances en investigación y tecnología, se han ampliado los horizontes del conocimiento y tiene sentido reavivar el debate. Ya sabemos que el sexo fuera del período fértil no es exclusivo de los humanos, como se pensaba, sino que se da en más especies de primates. Justamente, está documentado que los chimpancés copulan aunque no tengan hinchazón genital. La ovulación oculta tampoco es una cualidad de la que nos podamos apropiar. Este rasgo ha aparecido varias veces en primates que tienen comportamientos sexuales y sociales muy diferentes. Por ejemplo, se da tanto en los titíes que son monógamos, como en los monos vervet, que son promiscuos.
Conforme la paleoantropología avanza, se pone más en cuestión la idea de que provengamos de un simio cuadrúpedo. Los últimos hallazgos indican que nuestro antecesor común con los chimpancés era un braquiador bípedo como los gibones, que se cuelgan de las ramas cuando están en los árboles, pero andan con dos piernas cuando bajan al suelo. Probablemente, nunca anduvimos como los chimpancés y los gorilas.
Estos hallazgos apoyan la perspectiva expuesta por Dixon, en la que encaja muy bien la visión de Pawlowsky. Es lógico que provengamos de un simio sin hinchazón genital o con una hinchazón muy pequeña si se desplazaba de forma bípeda. Cuando miramos a un chimpancé, nos estremecemos sintiendo que estamos viendo nuestro pasado. Y cuando un chimpancé nos mira a nosotros, ¿está viendo el suyo?
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Si se lo pregunta, es porque no lo sabe. Podría intentar recordar el último día que le vino la regla y hacer cuentas, pero ni siquiera así estaría segura, pues el ciclo tiene sus irregularidades. Y eso que vivimos en un tiempo en el que existe bastante conocimiento sobre lo que ocurre cada mes en el útero de las mujeres. En el siglo XIX, era común pensar que el período más fértil se daba durante la menstruación.
Si fuésemos chimpancés o bonobos (género Pan), nuestros parientes más próximos, no tendríamos ninguna duda. Con la ovulación, a estas primates se les llena de agua la zona externa de los genitales creando una protuberancia tan llamativa que es imposible no mirarla. Su cuerpo anuncia por todo lo alto su pico de fertilidad, tanto a ellas mismas como a los machos.
Pero nosotras, las hembras de Homo sapiens, tenemos la ovulación oculta. Esto no quiere decir que nuestro cuerpo sea totalmente indiferente a los cambios hormonales del ciclo menstrual. Varios estudios han demostrado que, durante la ovulación, desprendemos un olor corporal más atractivo, la piel y el pelo tienen mejor aspecto y nuestros movimientos son más sensuales. Pero son cambios tan sutiles que suelen pasar desapercibidos.
Durante la segunda mitad del siglo pasado, especialmente en los años ochenta y noventa, la comunidad científica estuvo especulando sobre los orígenes evolutivos de la ovulación oculta en los humanos y su valor adaptativo. Se defendieron un sinfín de hipótesis en un acalorado debate que no acabó de llevar a ningún lado. La mayoría de propuestas partían de la idea de que los chimpancés eran fósiles vivientes de nuestros antepasados. Es decir, que proveníamos de un simio que tenía hinchazón genital durante la ovulación, pero que, en algún momento de nuestra evolución, esta característica dejó de ser adaptativa y pasamos a tener la ovulación oculta.
El zoólogo americano Richard D. Alexander propuso en 1979 la hipótesis de la inversión del hombre. Según él, las hembras que ocultaban la ovulación conseguían que los machos las protegieran y vigilaran durante todo el ciclo, no solo durante la ovulación. Los machos no tenían más remedio que estar pendientes todo el tiempo de la hembra si querían asegurarse la paternidad. Ya no eran suficientes unas pocas cópulas en el momento oportuno. Para otros autores, como el etólogo británico Desmond Morris, perdimos la hinchazón simplemente cuando nos volvimos una especie monógama y el sexo pasó a tener la función de fortalecer los vínculos de pareja. Empezamos a mantener relaciones durante todo el ciclo menstrual y ya no tenía sentido anunciar nuestro pico de fertilidad.
La inversión del hombre
Sarah Hrdy fue muy crítica con estas ideas. Esta primatóloga americana, cansada de que siempre se presentase a la mujer como un ser monógamo, pasivo y al servicio del hombre, sugirió que la ovulación oculta beneficiaba a las hembras al permitirles confundir la paternidad. Al aparearse con distintos machos a lo largo del ciclo, estos no podían saber si eran los padres de las crías y se reducía la probabilidad de infanticidio.
A Nancy Burley tampoco le convencían las hipótesis de Morris y Alexander, ya que no se estaba dando importancia al hecho de que la ovulación también está oculta para nosotras. Los humanos nos caracterizamos por tener partos especialmente peligrosos. Según Burley, en cuanto ganamos inteligencia empezamos a evitar copular en los días fértiles para no quedarnos embarazadas. Las hembras que tenían más dificultad para detectar estos días acababan teniendo más hijos y, con el tiempo, se fue perdiendo la capacidad de saberlo.
¿Y si no tenía nada que ver con el comportamiento sexual? Para el biólogo polaco Bogusław Pawłowski, la ovulación oculta en nuestra especie fue una consecuencia del bipedismo y del incremento de grasa en la zona del glúteo. La postura erecta cambió la posición de los genitales externos femeninos, ocultándolos entre las piernas. La hinchazón se volvió inútil y un estorbo para caminar.
Por último, existe la posibilidad de que todos los simios de nuestro linaje tuviesen la ovulación más o menos oculta. Son varios los científicos, como el profesor de anatomía Andrew F. Dixon, que se han decantado por esta opción, ya que ni los gorilas, ni los orangutanes ni los gibones presentan hinchazones como la de los chimpancés. En este caso, tendríamos que enfocarnos en explicar por qué en el género Pan ha evolucionado esta característica y en los humanos no.
La rivalidad femenina
Poco a poco, el debate se fue enfriando sin sacar nada en claro y en lo que llevamos de siglo, apenas se ha tratado este asunto. Hay alguna excepción. En 2021, un artículo en Nature propuso la hipótesis de la rivalidad femenina. Las hembras de muchos primates tienden a ser más agresivas con aquellas que muestran signos de ovulación, ya que esto las hace más atractivas para los machos. Por tanto, la ovulación oculta pudo ser una ventaja porque nos permitió librarnos de estas agresiones.
Con los nuevos avances en investigación y tecnología, se han ampliado los horizontes del conocimiento y tiene sentido reavivar el debate. Ya sabemos que el sexo fuera del período fértil no es exclusivo de los humanos, como se pensaba, sino que se da en más especies de primates. Justamente, está documentado que los chimpancés copulan aunque no tengan hinchazón genital. La ovulación oculta tampoco es una cualidad de la que nos podamos apropiar. Este rasgo ha aparecido varias veces en primates que tienen comportamientos sexuales y sociales muy diferentes. Por ejemplo, se da tanto en los titíes que son monógamos, como en los monos vervet, que son promiscuos.
Conforme la paleoantropología avanza, se pone más en cuestión la idea de que provengamos de un simio cuadrúpedo. Los últimos hallazgos indican que nuestro antecesor común con los chimpancés era un braquiador bípedo como los gibones, que se cuelgan de las ramas cuando están en los árboles, pero andan con dos piernas cuando bajan al suelo. Probablemente, nunca anduvimos como los chimpancés y los gorilas.
Estos hallazgos apoyan la perspectiva expuesta por Dixon, en la que encaja muy bien la visión de Pawlowsky. Es lógico que provengamos de un simio sin hinchazón genital o con una hinchazón muy pequeña si se desplazaba de forma bípeda. Cuando miramos a un chimpancé, nos estremecemos sintiendo que estamos viendo nuestro pasado. Y cuando un chimpancé nos mira a nosotros, ¿está viendo el suyo?
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elpais.com