owunsch
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Elvis Presley se incorporó a filas en 1958, cuando estaba en la cumbre de su carrera, y fue destinado a Alemania. Vestido de soldado, dice a la cámara que cuando termine el servicio quisiera hacer una gira por Europa. No la hizo nunca, jamás pisaría un escenario fuera de EE UU y Canadá, porque el Coronel Parker, el representante que lo manejaba como quería, tenía otros planes. Cuando terminó la mili, Elvis reapareció en un programa de televisión con Frank Sinatra (quien denostaba el rock and roll) y apenas daría conciertos, porque se instaló en Hollywood hasta completar una treintena de películas olvidables.
En 1968, después de siete años sin actuar en directo, Elvis quiso volver a ser un gran rockero en vez de un mediocre actor. Pero estaba lleno de inseguridades. Se acordó con la NBC un especial de televisión, con público, que se grabaría en junio y se emitiría en diciembre. El Coronel planeó un programa navideño, luego pretendió incluir números cómicos y de acción como los de las películas. Por una vez, Elvis no le hizo caso, sino al director del programa, Steve Binder, que le dio rienda suelta para repasar todo su repertorio y ser él mismo. Antes de empezar a grabar, le consumían los nervios y pensaba que no sería capaz. Pero cuando se vio ante el público y las cámaras, vestido de cuero negro, insultantemente guapo, empezó a sonar un fragmento del blues Trouble y salió de él una voz arrolladora, seductora, perfecta. Un increíble porcentaje del 42% de la audiencia de esa noche en EE UU redescubrió al mejor Elvis en el histórico ‘68 Comeback Special.
La historia se cuenta bien en el documental El regreso del Rey: Declive y resurgimiento de Elvis Presley, que ha estrenado Netflix. El filme, dirigido por Jason Hehir, tarda en llegar a narrar ese hito porque antes revisa su trayectoria sin llegar a ser una biografía convencional, del las que ya hay muchas. El foco está puesto en lo que Elvis quería hacer (rock, sí, pero también góspel, blues y country, los géneros que le habían marcado de niño) en contraposición a lo que le obligaba a hacer Parker, cuyo influjo sobre el músico no hizo más que crecer tras la muerte de su madre, Gladys. El agente (llamado en realidad Andreas Cornelis van Kuijk, un holandés que emigró de forma irregular a Estados Unidos) estaba empeñado en convertir a Elvis en una celebridad de las pantallas y en orientarlo para todos los públicos, en vez de explotar su carisma y sensualidad sobre las tablas, su estilo mestizo y canalla y una de las mejores voces de la historia de la música popular.
El cantante tenía motivos para sentirse inseguro. Se dice aquí que siempre arrastró el trauma de haberse criado en la pobreza, en la ciudad multiétnica y segregada de Tupelo, antes de explotar como artista en Memphis, bullicioso centro cultural del sur de EE UU. Había otro problema: en la década transcurrida desde su servicio militar hasta el programa de la NBC, la industria musical ya era otra. Había llegado la invasión británica (Beatles, Stones, Kinks, Who, Animals...) y una gloriosa hornada gloriosa americana (Dylan, Hendrix, Joplin, The Doors, la Motown...). El que había sido el gran fenómeno de la década anterior parecía haber sido atropellado por la contracultura y dejado en la cuneta. Una primera señal de resurgimiento fue el álbum How Great Thou Art, de 1967: era el primero de estudio (no una banda sonora) en cinco años, y en él se entregaba al góspel que escuchaba de niño en las iglesias afroamericanas de su ciudad natal. Le faltaba volver a tener contacto con el público. Dudaba si podía repetir la conexión que tuvo con él. Se preparó a conciencia: adelgazó y entrenó para mostrar su mejor aspecto.
El documental contiene los testimonios del entorno del músico: su gran amigo Jerry Schilling; su viuda, Priscilla Presley (aquella noche lo vio en directo por primera vez); el director, Steve Binder; la cantante Darlene Love, que estaba en los coros aquella noche; Baz Luhrmann, que dirigió el discutido biopic Elvis; y uno que podría considerarse uno de sus sucesores, Bruce Springsteen. Se ponen en su piel, se lo imaginan preparando el especial, sus nervios. En algún momento, fabulan, debió entender que debía saltar a escena: “A la mierda, soy el puto Elvis Presley”. Lo era.
Además de aparecer embutido en cuero negro (del diseñador Bill Belew), el cantante vistió de traje blanco angelical para la balada y de rojo vino para el góspel. Se grabaron distintas tomas, y el documental recoge algunas descartadas como también ensayos. Y el momento más emocionante surgió de la improvisación: Binder presenció lo que hacía Elvis en los camerinos con los miembros de la que había sido su primera banda. Ese reencuentro merecía llevarse al público en un formato entonces innovador: el Sit-Down Show, un set acústico (precedente de los Unplugged), con los cinco músicos sentados en taburetes en un cuadrilátero y el público alrededor. Lo vemos tocando la guitarra (eso era raro) con sus colegas. Se advierte la complicidad. Y Elvis se muestra por fin espontáneo, relajado, se dirige al público, gasta bromas a unos y otros. Una actuación redonda, un renacimiento que tenía el potencial de haberlo llevado a otra fase.
Fue un hito y, aunque este relato no va más allá, tampoco hubo tantos más. Eso sí, Elvis por fin se liberó de sus compromisos con Hollywood, y se dedicó a los conciertos el resto de su carrera. No pudo hacer la gira por Europa que soñaba, sino que el Coronel lo estableció de forma permanente en Las Vegas (ciudad a la que, en cierto modo, transformó) y allí pasó la década siguiente. En enero de 1973 tuvo otro gran momento televisivo: su actuación Aloha from Hawaii via Satellite, que fue seguida, se dice que por 1.500 millones de espectadores, en 40 países (pero en el suyo se emitió en diferido en abril). Se percibía ya un giro a la extravagancia, las lentejuelas, la imagen kitsch. Su voz seguía brillando, pero la estampa era la de un Elvis de parque temático, mimetizado con su nueva ciudad. Siguieron la obesidad, las adicciones, un progresivo deterioro físico y artístico. Murió en 1977 con 42 años. Elvis fue único, y se ganó el título de rey, pero cabe imaginar la carrera artística que habría tenido si en aquella encrucijada hubiera elegido otros caminos.
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En 1968, después de siete años sin actuar en directo, Elvis quiso volver a ser un gran rockero en vez de un mediocre actor. Pero estaba lleno de inseguridades. Se acordó con la NBC un especial de televisión, con público, que se grabaría en junio y se emitiría en diciembre. El Coronel planeó un programa navideño, luego pretendió incluir números cómicos y de acción como los de las películas. Por una vez, Elvis no le hizo caso, sino al director del programa, Steve Binder, que le dio rienda suelta para repasar todo su repertorio y ser él mismo. Antes de empezar a grabar, le consumían los nervios y pensaba que no sería capaz. Pero cuando se vio ante el público y las cámaras, vestido de cuero negro, insultantemente guapo, empezó a sonar un fragmento del blues Trouble y salió de él una voz arrolladora, seductora, perfecta. Un increíble porcentaje del 42% de la audiencia de esa noche en EE UU redescubrió al mejor Elvis en el histórico ‘68 Comeback Special.
La historia se cuenta bien en el documental El regreso del Rey: Declive y resurgimiento de Elvis Presley, que ha estrenado Netflix. El filme, dirigido por Jason Hehir, tarda en llegar a narrar ese hito porque antes revisa su trayectoria sin llegar a ser una biografía convencional, del las que ya hay muchas. El foco está puesto en lo que Elvis quería hacer (rock, sí, pero también góspel, blues y country, los géneros que le habían marcado de niño) en contraposición a lo que le obligaba a hacer Parker, cuyo influjo sobre el músico no hizo más que crecer tras la muerte de su madre, Gladys. El agente (llamado en realidad Andreas Cornelis van Kuijk, un holandés que emigró de forma irregular a Estados Unidos) estaba empeñado en convertir a Elvis en una celebridad de las pantallas y en orientarlo para todos los públicos, en vez de explotar su carisma y sensualidad sobre las tablas, su estilo mestizo y canalla y una de las mejores voces de la historia de la música popular.
El cantante tenía motivos para sentirse inseguro. Se dice aquí que siempre arrastró el trauma de haberse criado en la pobreza, en la ciudad multiétnica y segregada de Tupelo, antes de explotar como artista en Memphis, bullicioso centro cultural del sur de EE UU. Había otro problema: en la década transcurrida desde su servicio militar hasta el programa de la NBC, la industria musical ya era otra. Había llegado la invasión británica (Beatles, Stones, Kinks, Who, Animals...) y una gloriosa hornada gloriosa americana (Dylan, Hendrix, Joplin, The Doors, la Motown...). El que había sido el gran fenómeno de la década anterior parecía haber sido atropellado por la contracultura y dejado en la cuneta. Una primera señal de resurgimiento fue el álbum How Great Thou Art, de 1967: era el primero de estudio (no una banda sonora) en cinco años, y en él se entregaba al góspel que escuchaba de niño en las iglesias afroamericanas de su ciudad natal. Le faltaba volver a tener contacto con el público. Dudaba si podía repetir la conexión que tuvo con él. Se preparó a conciencia: adelgazó y entrenó para mostrar su mejor aspecto.
El documental contiene los testimonios del entorno del músico: su gran amigo Jerry Schilling; su viuda, Priscilla Presley (aquella noche lo vio en directo por primera vez); el director, Steve Binder; la cantante Darlene Love, que estaba en los coros aquella noche; Baz Luhrmann, que dirigió el discutido biopic Elvis; y uno que podría considerarse uno de sus sucesores, Bruce Springsteen. Se ponen en su piel, se lo imaginan preparando el especial, sus nervios. En algún momento, fabulan, debió entender que debía saltar a escena: “A la mierda, soy el puto Elvis Presley”. Lo era.
Además de aparecer embutido en cuero negro (del diseñador Bill Belew), el cantante vistió de traje blanco angelical para la balada y de rojo vino para el góspel. Se grabaron distintas tomas, y el documental recoge algunas descartadas como también ensayos. Y el momento más emocionante surgió de la improvisación: Binder presenció lo que hacía Elvis en los camerinos con los miembros de la que había sido su primera banda. Ese reencuentro merecía llevarse al público en un formato entonces innovador: el Sit-Down Show, un set acústico (precedente de los Unplugged), con los cinco músicos sentados en taburetes en un cuadrilátero y el público alrededor. Lo vemos tocando la guitarra (eso era raro) con sus colegas. Se advierte la complicidad. Y Elvis se muestra por fin espontáneo, relajado, se dirige al público, gasta bromas a unos y otros. Una actuación redonda, un renacimiento que tenía el potencial de haberlo llevado a otra fase.
Fue un hito y, aunque este relato no va más allá, tampoco hubo tantos más. Eso sí, Elvis por fin se liberó de sus compromisos con Hollywood, y se dedicó a los conciertos el resto de su carrera. No pudo hacer la gira por Europa que soñaba, sino que el Coronel lo estableció de forma permanente en Las Vegas (ciudad a la que, en cierto modo, transformó) y allí pasó la década siguiente. En enero de 1973 tuvo otro gran momento televisivo: su actuación Aloha from Hawaii via Satellite, que fue seguida, se dice que por 1.500 millones de espectadores, en 40 países (pero en el suyo se emitió en diferido en abril). Se percibía ya un giro a la extravagancia, las lentejuelas, la imagen kitsch. Su voz seguía brillando, pero la estampa era la de un Elvis de parque temático, mimetizado con su nueva ciudad. Siguieron la obesidad, las adicciones, un progresivo deterioro físico y artístico. Murió en 1977 con 42 años. Elvis fue único, y se ganó el título de rey, pero cabe imaginar la carrera artística que habría tenido si en aquella encrucijada hubiera elegido otros caminos.
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