‘La niña de la comunión’, la cría de la curva recibe su primera hostia

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Una película de terror llena de buenas decisiones alrededor de la preproducción, la producción y filmación, y la posproducción. Pero quizá descuidada en lo esencial: la historia, el guion y el desenlace. La niña de la comunión, tercer largometraje de Víctor García, tiene un estupendo empaque formal, una premisa atractiva a pesar de estar basada en el cliché, y se ve con el sabor de los refritos bien envueltos: todo conocido, pero aún con cierto saborcillo. Ahora bien, se olvida a los cinco minutos porque su poso es el de la impecable factura y no el del pánico con hondura. Si es lo que pretendían, acierto pleno, pero da la impresión de que quizá apuntaban más alto.

La idea, del propio García y de Alberto Marini, no es desde luego extraordinaria, pero sí avispada: recoger la leyenda urbana de la niña de la curva (en todos los pueblos hay una parecida), y revestirla con un traje de primera comunión para darle su primera y definitiva hostia. El traje blanco, la muñeca acompañante y la oscuridad de la noche confluyen en un conjunto básico, aunque con visos de eficacia. Algo así como la novia que no llegó a su boda y que vaga entre dos mundos, pero en versión infantil.

Para acompañar ese espíritu de cuento nocturno, de travesura juvenil, nada mejor que retrotraer la historia a mediados de los años ochenta, época de ingenuidad adolescente en todos los sentidos: las chicas (y los chicos) aún hacían autoestop de noche para volver de las fiestas del pueblo de al lado o de la discoteca de verano en medio del campo; época de recreativos, pinballs, marcianitos, billares y futbolines; del Súper Pop, de escapadas nocturnas y de amistades peligrosas con los quinquis del pueblo. Y toda esa recreación, siguiendo en cierto modo la línea de Verónica, de Paco Plaza, pero más en exteriores que en interior, es magnífica. Además, con otra buena decisión más, la de llevar la acción a un pequeño pueblo: las tomas nocturnas con dron, entre la niebla y las luces tenues y amarillentas de las calles, con las casas bajas y la iglesia reinando, son fenomenales. Y otro excelente remate de preproducción: reparto de rostros (casi) desconocidos, tanto el de las jóvenes protagonistas como los de los padres y demás secundarios; gente con aspecto de municipio de los años ochenta.

Pero, ay, el desarrollo. Qué colección de lugares comunes. El armarito del baño que se abre, la cortina de la ducha, los huesos que crujen, el pozo que te agarra y no te deja escapar... Cada secuencia la hemos visto antes decenas de veces. Un slasher protagonizado por una pandilla de adolescentes acosados por la niña de la comunión, que o quiere venganza o pide ayuda, en el que apenas hay muertos. Con aspectos de Sé lo que hicisteis el último verano y, sobre todo, de Pesadilla en Elm Street.

Así, hasta llegar al desenlace, a la explicación, con poca chicha, aunque digno. No obstante, a los autores de la historia, encabezados por el guionista Guillem Clua, o puede que a los productores, ese final no les debía satisfacer lo suficiente. Lo que les lleva a un epílogo con semejantes virtudes y parecidos defectos que el conjunto de la película: gratuito, insustancial y tópico en el fondo, y muy profesional en la forma; con una aparición espectacular de la posproducción y el trabajo con los efectos especiales, pero sin relumbrón alguno en cuestión de terror, pánico y espanto de altura.

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