La Navidad: historia y simbolismo

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A partir del 25 de diciembre la Iglesia Católica abre uno de los periodos más fuertes de su calendario litúrgico: el tiempo de la Navidad, marcando el nacimiento de Jesús uno de los momentos más decisivos en la historia de la Salvación. Dado que Mateo y Lucas no citan la fecha exacta, históricamente la Iglesia discutió mucho a cerca de la celebración del nacimiento de Cristo, puesto que la costumbre dictaba celebrar el día de la muerte de los Santos y no su natalicio. Sin embargo, se acabó otorgando una relevancia capital a esa celebración, ya que, con el nacimiento del Mesías, la propia Humanidad nació a una vida nueva. Para fecharlo y teniendo en cuenta que, en la práctica totalidad de las civilizaciones, la primavera representa un nuevo nacimiento donde la luz vence a la oscuridad, se tomó como referencia el comienzo del equinoccio primaveral, sumándose cuatro días a ese 21 de marzo, por ser el cuarto día, según el Génesis, el momento en el que Dios separó la luz de las tinieblas. Siendo Cristo la verdadera «Luz el mundo» (Jn 8,12), el 25 de marzo comenzó a celebrarse el momento en el que esta se hizo en el vientre de la Virgen, conmemorándose desde entonces la fiesta de la Encarnación. Como en cualquier gestación, nueve meses después se produciría el gran alumbramiento de la historia de la humanidad: el nacimiento de Jesús. De ahí, que cada 25 de diciembre celebremos la Natividad del Hijo de Dios, momento en el que el Verbo se hace carne, el nacimiento de «Emmanuel» - Dios con nosotros, que como Dogma, revela la doble naturaleza de Cristo: verdadero Dios y verdadero hombre.Las primeras representaciones artísticas del nacimiento de ese niño por el que más de dos mil años después siguen repicando las campanas del mundo se remontan al siglo III, si bien el tradicional portal de Belén acabaría difundiéndose a partir del siglo XIII gracias a San Francisco, estando cargado de una serie de elementos simbólicos de singular notoriedad, que parten de una premisa: «Belén» significa «Casa de pan», lo que espiritualmente conecta a la humanidad con Jesús, dado que este se identificó a sí mismo como «Pan de vida» (Jn 6, 35). Paralelamente, la manera de estar presentado por la Virgen «envuelto en pañales», muestra simbólicamente a ese Niño como el Cordero puro de Belén, que en la tradición judía, «envuelto completamente en pañales», debía ser reservado sin mancha para el sacrifico pascual. Jesús sería el verdadero cordero sacrificado en la Pascua definitiva, evocando esas vendas del pesebre a las propias vendas del sepulcro. De otro lado, la presencia de la burra y el buey acompañando a la Virgen y San José en el pesebre, dan cumplimiento a la profecía de Isaías: «El buey conoce a su señor y el asno, el pesebre de su dueño» (Is. 1, 3). Sin embargo, no podemos olvidar que en la tradición judía, la burra era un signo de realeza, puesto que los reyes judíos entraban en las ciudades a lomos de una borriquita, al igual que lo hará Cristo en su entrada triunfal en Jerusalén. Así, la burra testimonia a Jesús como Rey de reyes. Por su parte, el buey, representado habitualmente con pelaje rojo, evoca en la tradición judía a la Pará Adumá o vaca roja, cuyo sacrifico permitiría la limpieza de las impurezas del mundo y la preparación para la vida eterna. Con ello, el buey de Belén evoca a Jesús como el Mesías esperado que conduce a la vida eterna, siendo para los cristianos un testimonio de futura Resurrección. Igualmente, la presencia de los ángeles en el portal expresa el anuncio de la buena noticia, ya que como mensajeros del Evangelio, están siempre presentes en los grandes momentos de la historia de la Salvación: la anunciación a la Virgen, la anunciación a los pastores, en el huerto de Getsemaní y definitivamente en el sepulcro, cuando anuncian a las santas mujeres: «¿Por qué buscáis de entre los muertos al que vive? No está aquí, ha resucitado» (Lc 24, 5). Por otro lado y aunque representen momentos diferentes, el nacimiento de Cristo y la adoración de los Reyes se sincronizan en una misma iconografía, simbolizando la presencia de Melchor, Gaspar y Baltasar, cómo el por entonces universo conocido - Europa, Asia y África-, se postra de rodillas ante el verdadero y único rey, que en su epifanía reveló su Gran Poder al mundo. Finalmente, la Estrella simboliza a Jesús como «resplandeciente Estrella de la Mañana» (Ap 22,16). La estrella más rutilante y luminosa de los cielos. El que tenga oídos, que oiga: «Hágase la luz y la luz se hizo». SOBRE EL AUTOR Pablo Borrallo Doctor en Historia

 

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