La teología enseña -ilustra, más bien, sin ánimo coercitivo- que en el origen del cosmos y de su civilización, del hombre en suma como su rector temporal, está Dios. Un Dios con proyecto, también desde el origen, de ser el Verbo, la palabra que, como recuerda Tom Wolfe, es el distintivo del hombre. Dios para el hombre. Un extremismo inconcebible, un reto para el asombrado, desde siempre, ser humano. La ciencia no pudo, ni puede, «estar allí», no existía en el big bang, el momento «loco» de Dios, la sabiduría de Dios con y para el hombre. El conocimiento del ser humano tiene principio y no puede regresar más allá del mismo, en algún momento lo percibió Stephen Hawking al mismo tiempo que intuyó al «hacedor». Pero, sin embargo, tal verdad está al alcance del hombre niño, la dejó a su arbitrio el Dios de Belén.Aquella subida tesis teologal la baja Lope de Vega, el «fénix de los ingenios», al nivel del hombre incipiente, el de la calle y en su quehacer diario. Lo experimentan Lope y el paisano, como niños en un jardín, mirando la bóveda celeste en una radiante, paradójica, noche oscura. Unamuno escribirá, casi ayer mismo, pero con cuatro siglos de rezago sobre Lope, aquellos apretados versos hacia la verdad elemental averiguada desde el umbral: Ensancha la puerta, Padre-, que ya no puedo pasar-: la hiciste para los niños-, yo he crecido a mi pesar. Lope Félix de Vega Carpio, el hombre clérigo de vida disipada -con su vario amorío: Amarilis, Filis, Carnila Lucinda...- mira al infinito, ¿a la nada, o al todo?, y compone un definitivo poema a la entrega de Dios al tiempo y al espacio, en carne frágil; a su Natividad en y para la Historia, que es el empeño de los hombres:Temblando estaba de fríoel mayor fuego del cielo,y quien hizo al tiempo mismosujeto al rigor del tiempo.No cabe mayor fuerza, y mayor sencillez clara en la poesía de lo trascendente. Es por esa senda, en ese surco, donde se instala y se siembra, para nuestro descubrimiento y disfrute, la poesía navideña de nuestro mejor poeta -junto con fray Luis de León- del siglo de oro. La rastreamos en común, en estos días a la vez entrañables y convocadores.Cabría pensar que el Dios origen de esos hechos tangibles que son la creación y la humanidad -utilizando como instrumento la evolución de las especies, ahora pensamos y diríamos, con asombro, que también hasta de la física cuántica y sus logros- se habría manifestado en el poder. Pero no es tal la percepción de Lope. Ha vivido, en la muerte, con solo siete años de edad, de su hijo Carlos Félix, la definitiva trasgresión del tiempo con sentido, hasta los orígenes necesarios y su final sin término. Escribe, mirándose a las entrañas: ...pues a los aires claros/ del alba hermosa apenas/ saliste, Carlos mío,/ bañado de rocío/- cuando, marchitas las doradas venas-, el blanco lirio convertido en hielo/ cayó a la tierra/ aunque traspuesto al cielo. Pone de manifiesto Lope que Dios también y sobre todos ha querido nacer sabiendo y aceptando que ha de morir, porque se ha sometido a la contingencia, y cargando pues de sentido a la muerte, en su caso y persona, pero al igual que ha de ser para la universalidad de los humanos. Sitúa a los pastores, por herencia y oficio los seres más ignorantes y marginales de la sociedad -hasta el extremo de, con juicio atrevido y ligero, confundirlos con malhechores, como hacía la sociedad judía-, y pone en su boca el misterio de la trinidad, al alcance por la encamación de Cristo: Un reloj he visto, Andrés,/ que, sin verse rueda alguna,/ en la tierra da la una/ siendo en el cielo las tres. Luego, o antes, o quizás al tiempo y con abstrusas verdades al alcance, se fijan los pastores al detalle en el niño que un ángel (convocando a su sabiduría natural, obra del silencio reflexivo) les ha «anunciado»: tal Niño es un exiliado, que, por decisión de sus padres, acepta la ley, el decretazo de César Augusto, y se empadrona en Belén, aldea casi anónima que protesta contra su postergación. Y concurren inquietos los pastores, apresuradamente, con la mente bien despierta, a buscar sentido a esta extraña convocatoria. ¿Qué ven, admirados y gozosos? El santo Niño los mira /y, para que se enamoren, se ríe en medio del llanto. Es en la aparente, ¿o real?, carencia vital donde se manifieste el misterio, el poder vulnerable y que, en cuanto actúa, es el poder que sirve. Y se sabe sabio, valga la cacofonía. Será su conclusión si ellos, los olvidados de este mundo, que en un momento o en otro, somos cualquiera y todos, le ofrecen sus dones,/ y porque el Niño los tome,/ sabed que se envuelven bien/ en telas de corazones. Dicho llanamente, debe decirse en hombría de bien, sin más; ese es el verdadero corazón humano. El niño total, no fingido, que hombre y Dios tiene por nombre, y que comparte con ellos-nosotros por apelación, los oferentes de nuestra ignorancia humana, que van vamos en su caso a adorar los pies/ que por las cortas mantillas/ les mostraba el Niño entonces, lloran lagrimas de pena y gloria: saborean el premio de la caridad teologal (hemos completado el círculo) para quienes se aceptan como niños.En esa actitud, ajena diametralmente a la soberbia humana que se proclama autosuficiente, y vuelve la espalda a la «revelación» gratuita, y a Pascal, por ejemplo, o al Albert Camus que se interroga sin tregua, volvemos a encontrar la pregunta apretada y abierta a la esperanza de Lope: ¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?/¿Qué interés se te sigue, Jesús mío, / que a mi puerta,/cubierto de rocío, pasas las noches del invierno, escuras? Puede ser, ¿nos lo preguntamos?, que esta pregunta esté latente en la humanidad desde el principio de los tiempos. ¿Qué tengo yo, y para qué me tuvo y me tiene Dios creador? Y, aunque amortiguada en épocas, por ondas del humanismo, es lo que parecen recordar los villancicos de los hombres-niño.SOBRE EL AUTOR SANTIAGO ARAÚZ DE ROBLES Abogado
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