‘La mujer de Tchaikovsky’: el disidente Serébrennikov desafía a Putin con la homosexualidad del mítico compositor

Sylvester_Ferry

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¿Por dónde empezar la crítica de una película tan inabarcable y con tantas aristas —cinematográficas, políticas, artísticas, sociales, culturales y psicológicas— como La mujer de Tchaikovsky (el título mantiene la grafía inglesa del apellido)? ¿Qué resulta más relevante en la áspera y soberbia obra de Kiril Serébrennikov, y qué puede interesar más a los lectores, aquí seguramente divididos, aunque las categorías puedan ser acumulativas, entre los cinéfilos y los dotados de inquietudes sociopolíticas?

¿La revisión de una figura femenina al margen, pero con suma importancia en la vida y hasta en la música torturada de un mito como el del músico Piotr Ilich Chaikovski, a la que se apela desde el título de la película? ¿La revelación social de la homosexualidad de una figura artística en un periodo histórico como el de la Rusia de los zares, en el que su visibilidad resultaba imposible? ¿Los paralelismos con la Rusia actual, donde la evidente intimidación homófoba por parte de las autoridades nos entrega reiteradas noticias de detenciones y presiones en aplicación de la ley que prohíbe en el país cualquier declaración en apoyo del colectivo LGTBIQ, y que también veta toda obra cultural que muestre relaciones o preferencias sexuales no tradicionales? ¿El caso del propio Serébrennikov, dramaturgo y cineasta, disidente de la política de Vladímir Putin, en contra de la guerra en Ucrania, crítico con la Iglesia ortodoxa rusa, de la que forman parte altos cargos del Kremlin, que entre 2017 y 2019 estuvo durante año y medio en arresto domiciliario en Moscú bajo acusaciones de malversación, antes de huir del país para hoy vivir en Berlín, justo después de que se le concediera una libertad vigilada con la prohibición de salir de Rusia? ¿El hecho de que La mujer de Tchaikovsky haya sido financiada en parte por el oligarca Roman Abramóvich, figura intermedia entre Putin y Occidente? ¿O quizá la cuestión más importante en materia crítica, las enormes virtudes visuales y narrativas de una película magnífica, presentada en la sección oficial del festival de Cannes de 2022, donde el director pudo acudir por primera vez a pesar de ser su tercera selección para el certamen, ya que las dos veces anteriores estaba bajo arresto?

Pues ya lo hemos hecho: hemos empezado esta crítica por todo a la vez en todas partes. Por todo lo que sobrevuela un trabajo mayúsculo en muchos sentidos. Eso sí, quizá no apto para cualquier público, por su condición de obra narrativa al margen; por momentos, casi abstracta, con esa luz tenue a base de velas e iluminación natural, lo que le otorga una textura áspera que, unida a una puesta en escena de pesadilla, acaba conformando una película casi inmersiva. Durante dos largas, extenuantes, áridas y apasionantes dos horas y media, el espectador parece ser otro habitante de la Rusia de finales del siglo XIX, con todas sus distancias entre los palacios de los de arriba y el barro de los de abajo.

Serébrennikov presenta a Chaikovski no como el protagonista sino como el rol secundario que mueve todas las acciones principales. En la primera parte del relato, como un ser casi asexuado, agrio, distante y enfermizo. Más tarde, como un manipulador y engreído, auspiciado y resguardado por una corte de hombres a su servicio, y al que nunca muestra ejerciendo su arte. La verdadera protagonista no se hace mucho más simpática: Antonina Miliukova, con una fabulosa interpretación de Aliona Mijailova, parece una enamorada doliente, pero termina siendo una obstinada demente que se mueve entre unos deseos imposibles y una enfermiza pasión por el estatus social y cultural. Más asuntos que sumar, en este caso el de unos personajes insufribles, a la valentía de un director que retrata un país hundido en lo económico, lo físico y lo moral, que en nada se parece al mostrado por el inglés Ken Russell en la volcánica La pasión de vivir (1979), sobre los mismos personajes, con Richard Chamberlain como Chaikovski y Glenda Jackson como Miliukova.

Un San Petersburgo sucio, inhóspito y paupérrimo preside una obra inspirada en el espíritu de Fedor Dostoievski y de sus personajes moralmente derruidos, y en el realismo crítico de la pintura de los llamados Ambulantes, encabezados por Iliá Repin. Y una película sórdida y osada que aún se atreve, en su última secuencia, con una performance queer de discutible engarce estilístico, pero de emoción desbordante.

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