La mirada de Joseba Arguiñano

carmine.wunsch

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Joseba Arguiñano mira a Karlos Arguiñano con esa vergüenza que es sinónimo de admiración. Es fácil identificarse con él. Sus ojos son universales, representan a cómo miramos a nuestros padres cuando se lanzan a hablar en público delante de nosotros. Y nosotros no podemos ocultar cierto rubor con sus chistes, con sus bromas, con su celebración de la congregación que es la vida.

Así despide Karlos Arguiñano su programa cada día, equilibrando en el punto exacto el arte de la travesura con un poderoso sentimiento de honestidad. Arguiñano hijo, escucha. Casi de reojo. Casi sonrojado. Pero, al final, termina abriendo los brazos como su padre para interpretar bien el eslogan de Antena 3: "la tele, abierta". Y el de su padre: "La tele, del ñam ñam".

"Rico rico" y "con fundamento", Arguiñano siempre ha sido hábil creando coletillas propias que le han servido para rellenar con chicha autóctona los silencios que sobrevienen en cualquier grabación. Más aún cuando presentas solo. Silencios que son vitales en la tele para pararse a pensar y coger carrerilla dialéctica. La inteligencia de Arguiñano estuvo en que logró inventar un lenguaje propio para esos impasse. Sin esas muletillas, hubiera caído en las manidas frases hechas que decimos todos. Y todos olvidamos a aquellos que las repiten cual papagayos.

Con Arguiñano, hasta suenan naturales los reclamos de canal que otros presentadores se nota acomplejados a la hora de verbalizarlos. Karlos, en cambio, los interpreta con la naturalidad que suele expandirse con los años en los que las canas crecen a la vez que decrece el sentido del ridículo.

Muy a menudo, la madurez se mide en el abrazo al descaro que no se confunde con cinismo. El longevo éxito de su programa en pantalla va altamente vinculado a este aprendizaje vital: Arguiñano no predica aunque esté media hora hablando a diario, Arguiñano conversa desde la cotidianidad que compartimos todos por igual. Comparte con nosotros sus vivencias, sus dudas y el pensamiento crítico que brotan de ellas. Como si fuéramos su familia acompañándole en la cocina. Esa cocina que, en nuestro país, acostumbró a ser el centro de reunión, de encuentro, de confidencia.

La cocina, lugar libre de secreto profesional. La cocina española, que Arguiñano ha trasladado con todo a la tele. Nunca quiso ser chef sobrado, prefirió ser nieto de las abuelas que alimentaban a la sociedad. Ahora él, a sus 76 años, ya es el abuelo. Abuelo multiplicado por 14 nietos. Y su hijo Joseba sigue la saga con las ganas de hacer las cosas de otra manera de la generación nacida en los ochenta, pero con la prudencia que otorga el afecto de saber de dónde vienes. Cómo no va a liderar en audiencias este programa. Aunque ya sume cuarenta años. Encima sin morbos, sin polémicas, sin guerras. Pero con la base de la comunicación: la verdad de andar por casa, el olor a compromiso honesto con tu gente. Eso nunca tiene fecha de caducidad, eso jamás se pondrá pocho. Digan lo que digan. Polaricen lo que polaricen.

 

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