‘La manzana de oro’: retrato burlesco del patetismo, los egos y las envidias en los círculos poéticos

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27 Sep 2024
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—Me gustaría matarte.

—¿Por qué?

—Eres el mejor poeta de nuestra generación.

—¿Y me vas a matar por esa gilipollez?

El presente diálogo de La manzana de oro, regreso al cine del veterano Jaime Chávarri después de 18 años, pronunciado completamente en serio aunque su esencia tonal sea la de una farsa, escenifica bien cómo se las deben gastar en determinados círculos de la literatura española. Sobre todo, porque proviene de uno de los suyos: de Fernando Aramburu, que algo debe saber de esto, y de su novela Ávidas pretensiones, premio Biblioteca Breve en 2014, en la que se basa la película, ambientada en un fin de semana en una casa rural sita en un convento de monjas donde se reúne un variopinto grupo de poetas para otorgar(se) un premio.

Ese “se” reflexivo entre paréntesis también dice mucho del funesto y cómico retrato que Aramburu primero, y Chávarri y su guionista José Ángel Esteban más tarde, hacen del estado actual no tanto de la poesía en sí como de sus muy distintas personalidades. La pena es que en la película la diatriba se queda en curiosidad y la pretendida comicidad de las relaciones, los odios, el retrato de egos y envidias de los poetas da para poco más que para una caricatura, para un quién es quién del que reírse, pero no con el que reírse.

El alcohólico brillante con tendencia a la depresión amorosa; el anciano poeta antifranquista que ahora duerme la siesta hasta por las mañanas, al que todos veneran pero al que pocos hacen caso; el dandy “cursi” ataviado con pañuelo al cuello, que domina quién entra y quién sale en las antologías; el rapero poeta que utiliza “puto” como prefijo intensificador a la menor oportunidad; la exitosa joven con millones de seguidores en redes, obsesionada por colgar cada verso con una foto y a la que todos los demás desprecian; el cocainómano machirulo de moto y chaqueta de cuero; el provinciano adulador con fama de opusino, capaz de cualquier cosa con tal de estar con sus ídolos. El retrato de conjunto es patético (acentuado por un reparto en el que hay hasta razonables parecidos físicos), pero en La manzana de oro (mal título; tampoco Ávidas pretensiones hubiera sido mucho mejor) funciona mejor como entretenimiento para entendidos que como comedia popular para todos los públicos. O incluso para quemar todos tus libros de poesía contemporánea al volver a casa después del cine.

La película empieza mal y le cuesta encontrar el tono, entre otras cosas porque la música a veces pretende subrayar la comedia, pero en otras muchas suena melódica y melancólica en secuencias que ni siquiera parecen necesitar la banda sonora. Chávarri maneja con solvencia el ritmo de la narración, pero introduce un puñado de innecesarios y feos flashbacks en blanco y negro, y el tono, cerca de la astracanada, chirría en demasiados momentos de enredo.

El director madrileño, que en dos de sus últimas películas antes del parón de casi dos décadas, ambas de encargo y estupendas —la luminosa Besos para todos (2000) y el notable biopic de Camarón (2005) —, había demostrado ese toque elegante para hacer suyas las historias de otros y narrarlas con solidez, no lo logra en La manzana de oro. Esta, como Tierno verano de lujurias y azoteas, Gran Slalom y El año del diluvio, no es de las buenas. Pero sus insignes El desencanto y Las bicicletas son para el verano, junto con otras tan loables como Las cosas del querer y Sus ojos se cerraron, seguirán siendo parte de la historia del cine español.

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