‘La isla roja’: el niño que miraba la altivez colonial francesa en África

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27 Sep 2024
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Corren días de estruendo en torno a la colonización. En la vida real, con la relevancia de la ocupación presente en el conflicto entre Israel y Palestina, y hasta con la cháchara habitual en redes sociales y medios de comunicación alrededor del Día de la Hispanidad. Y también en el cine, con la presencia en la cartelera desde este viernes de Los asesinos de la luna, de Martin Scorsese, y La isla roja, de Robin Campillo, junto a Los colonos, de Felipe Gálvez. Tres películas ambientadas en periodos muy distintos de la historia y en territorios tan distantes como Estados Unidos, Chile y Madagascar, que, en mayor o menor medida, hablan de los desmanes de la metrópoli, de la actitud soberbia o condescendiente de los colonos y de la decisiva influencia de la economía, del delito y hasta del crimen en su violento desarrollo.

La aportación de Campillo, sin duda la más calmada de las tres, aborda las colonias desde el punto de vista de un niño que en el Madagascar de entre 1970 y 1972 vive su propia pérdida de la inocencia respecto de la relación sentimental de sus padres, en un ambiente aparentemente idílico, aunque en realidad hostil, endogámico y atroz para el despertar de un chaval de 10 años. Madagascar se había independizado oficialmente de Francia en 1960, pero los vínculos políticos y militares con la nación que los sometió desde 1885 siguieron desarrollándose durante años. Una sensación de dominio que es mostrada por Campillo tanto en las conversaciones como en la sutil cotidianidad de la base aérea donde vive la familia protagonista, junto a otros franceses que solo se relacionan con los suyos, provocando una especie de absurdo edén amurallado que recuerda sobremanera a ciertas películas también ambientadas en fortificaciones militares donde el ardor, el sudor y el placer sexual reinan en un grupúsculo mínimo de personas.

Hay mucho de Reflejos en un ojo dorado, formidable novela de Carson McCullers, magnífica película de John Huston, en esa base que permanece en suelo africano con permiso del nuevo gobierno independiente. De esa lascivia amarga que exuda morbo, peligro, tedio y sumisión entre los machos cabríos y las hembras en celo, mientras los malgaches se preparan para el asalto final. Cuando la película circula por la vía del punto de vista del crío, que no es sino un trasunto del propio Campillo, que creció allí, la historia fluye como el agua en una tierra marcada por ese color rojizo tan característico, retratado con hermosura por la fotografía de colores marcadísimos de Jeanne Lapoirie.

Sin embargo, ni la representación onírica del mundo de luz en el que se refugia el niño, protagonizada por un mito literario infantil de los sesenta y setenta como Fantomette —aquella niña de 12 años que por las noches se disfrazaba de superheroína—, ni aún menos la deriva política final, caótica y más desesperada que bien narrada, con cojitranco cambio en el punto de vista, resultan del mismo nivel que las vivas secuencias de esa fiesta familiar de la existencia, alimentada sobre todo de altivez. La visualización del mundo de Fantomette debe ser ingenua, por supuesto, pero el problema es que resulta horrenda estéticamente. Y la revuelta final malgache contra el presidente Philibert Tsiranana y los reductos franceses nunca acaba de ensamblarse con la historia principal.

Protagonizada por el español Quim Gutiérrez en el papel del padre, un arisco personaje decididamente extraño en su carrera, del que sale tan vivo como siempre, La isla roja es una película mucho más interesante que lograda. Llegado un momento del núcleo central, da la impresión de que el director de la excelente 120 pulsaciones por minuto (2017) no acaba de decidirse entre la herida colonial y la melancolía de la memoria y al abandonar lo segundo en favor de lo primero, lo que acaba desatendiendo es algo tan básico como los propios personajes que había elegido como guías.

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