‘La invitada’, de Emma Cline: narcótico e impecable retrato de una chica objeto

joanie.kuhlman

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Alex, la protagonista del segundo, y retorcidamente impecable, narcótico, tour de force de Emma Cline (Sonoma, Estados Unidos, 35 años), la autora de aquella epatante y también retorcida Las chicas, toda una inmersión en lo atractivo, para una chica, de formar parte de la Familia Manson, podría ser el reverso de Jay Gatsby. O, mejor, de un Nick Carraway —el narrador del clásico de Francis Scott Fitzgerald—, visto desde fuera, y por completo, perdido. A la deriva. Un Nick Carraway chica no dispuesto a vivir la vida que le ha tocado vivir porque sabe que puede tener más, porque hay quien lo tiene, y ¿por qué habría ella de conformarse? Lo único que necesita es jamás negarse a nada, y mantenerse siempre deseable, dejar de ser alguien para ser algo, un objeto privilegiado.

El momento en el que, como lectores, la interceptamos —su trayectoria es un misterio, su pasado también, en la vida de Alex sólo existe el presente, y en el presente siempre se está ahogando, o manteniéndose a flote—, Alex está saliendo con Simon, un tipo adinerado y poderoso, un hombre de 50 años con asistenta, mansión, piscina, hija de la edad de Alex —22 años—, y ninguna empatía. Alex conoce sus límites, y los controla, hasta que una noche, en una fiesta, se topa con alguien como ella, un chico de 30 años recién casado con una mujer parecida a Simon —en estatus social, y edad—, la anfitriona de la fiesta, y acaba con él en la piscina. El mundo vuelve por un momento a su lugar —se están sintiendo atraídos de verdad—, y el sueño, el bote salvavidas, se esfuma.

Porque Alex es una trotamundos, o una trotamansiones, un alguien que no acepta su condición y saca provecho de su edad, y su cuerpo, enlazando un bote salvavidas —un sugar daddy, un hombre adulto bien posicionado, capaz de mantenerte, pidiéndote una única cosa a cambio: que le satisfagas, hagas que los demás lo envidien porque te tiene, porque te cazó, y no molestes, nunca molestes— tras otro. Vive Alex sumida en algún tipo de ensoñación —no en vano se pregunta a menudo qué tiene de real la realidad, y por qué, por momentos, ella misma parece ni siquiera existir—, huyendo de un pasado aterrador —todos esos mensajes violentos de un tal Dom en un teléfono que no casualmente se ahogó con ella en la piscina—, y de un presente desesperadamente incierto.

La precariedad, se diría, es el ruido de fondo de una novela que retrata, como pocas —o ninguna—, hasta qué punto el presente multiforme, el presente de mundo como pequeñas burbujas ajenas a todo lo que no sean ellas, no tiene más asidero que la impostura. Una impostura que cubre por completo el vacío de lo que nunca llegó a formarse —una auténtica identidad, aquello que deberías haber sido, y que quizá nunca seas, porque todo en tu vida ha consistido en llegar a las alturas, ese lugar en el que dejas de sentir, en el que sólo estás—, y que garantiza la mirada ajena, la única capaz de volverte visible, y darte cuerpo. El acierto de cómo Cline radiografía un no future que hoy es no present, o no current, es la forma en que lo hace: otra vez, las chicas. O, aquí, la chica.

La manera en que Cline maneja la clase de monstruo, y a la vez, deidad, que contiene toda chica, toda mujer joven, es ferozmente sabia. No le tiembla el pulso, a Cline, al entregarse al misterio que llevamos dentro. A la manera de Ottessa Moshfegh, pero llegando aún más lejos, o a otro lugar, porque donde aquella se sumerge en la singularidad, y el bicho raro, Cline describe, fascinante y temerariamente, un yo femenino compartido, común, y lo hace afilada y delicadamente, sin complejos, y por tanto, aquello que cuenta se vuelve, es, más real, potentísimo. Una no aparentemente revolucionaria novela que, sin embargo, lo es, desde una apatía cheeveriana, o la piscina como ese lugar controlado en el que, sin embargo, puedes ahogarte, y desaparecer. Léanla.

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