La improbable victoria de ‘Abbey Road’

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Sin pretenderlo, Abbey Road rompió las convenciones sobre cómo grabar el elepé de un grupo pop. Por aquellos años, muchos músicos idealizaban la vida comunal: Traffic, el proyecto encabezado por Steve Winwood, se retiró a un chalet remoto de Berkshire para tocar y componer; The Band, socios de Bob Dylan, derivaban su identidad de la convivencia en Big Pink, una casa en los bosques de Woodstock; los grupos de San Francisco mitificaban las mansiones añejas que convirtieron en residencias y cuarteles generales.

Incluso los Beatles fantasearon con instalarse en unas islas griegas (¡en plena dictadura de los coroneles!). Pero, en 1969 los cuatro vivían dispersos por Londres y alrededores, en un creciente clima de hostilidad interna. Paul McCartney rechazaba la idea de John Lennon de encomendar al tiburón Allen Klein la dirección de sus asuntos. George Harrison seguía amargado, convencido de que sus compañeros mayores minusvaloraban sus creaciones (cierto). Hasta el afable Ringo Starr amagó con dejar el barco y se tomaba muy en serio una ocupación extramusical, como actor.


Sabemos que los Beatles gozaban de notables privilegios. Mientras la mayoría de sus colegas se veían obligados a ceñirse a un presupuesto y un tiempo de grabación limitados, ellos disponían del Studio 2 de Abbey Road prácticamente a capricho; los artistas previamente programados allí tenían que cambiar sus fechas. Que conste que también usaron otros estudios más informales, como Trident y Olympic. Era una libertad que pronto reclamarían sus colegas.

Lo importante: decidieron convocar, aunque tarde, a su habitual cómplice musical, George Martin, tratado de forma indigna durante las sesiones de lo que luego se publicaría como Let it be con la firma de Phil Spector (el principal responsable de ese disco fue Glyn Johns, antiguo vocalista reconvertido en ingeniero de sonido). Abbey Road se registró entre febrero y agosto de 1969. No faltaron las tensiones. Perdieron las batallas para hacerse con el control de NEMS y Northern Songs, empresas que gestionaban sus ingresos. Yoko Ono, convaleciente de un accidente automovilístico, se instaló en una cama en el interior del estudio para monitorizar lo que allí se hacía. Felizmente, desde el Doble Blanco, cada uno funcionaba por su cuenta: no era imprescindible la presencia de los cuatro cada día. McCartney ejercía de capitán, concibiendo incluso la portada del paso de cebra, con su subtexto inquietante: los Beatles se alejaban de su centro de trabajo. Seguramente, Paul no era consciente de unos modos a veces imperiosos: la grabación de una ocurrencia suya, Maxwell’s silver hammer, acabó con la paciencia de todos los implicados.

Hubo algún intento de sabotaje: Lennon propuso juntar todos sus temas en una cara del elepé y los de McCartney en la otra, lo que dejaba en el aire las aportaciones de Harrison —nada menos que Something y Here comes the sun— o una jovial composición de Ringo, Octopus’s garden. Al final, se impuso la cordura: lo fragmentario de parte del repertorio se disimuló engarzando ocho temas en un luminoso meddley. Por una serie de despistes, apareció al final de la cara 2 una miniatura de 23 segundos, Her majesty, una gracieta sobre Isabel II que Paul había desechado y que despide el disco con risueña insolencia. Hubiera sido un adiós perfecto pero quedaban demasiados cabos sueltos.

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