crona.penelope
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En su obra Noche de guerra en el Museo del Prado, ambientada en el Madrid bombardeado, Rafael Alberti cumplía con el sueño infantil de todo visitante de un museo: hacer que las piezas guardadas en el congelador de la Historia revivan y sean autónomas respecto de nuestra propia mirada. Si es un sueño recurrente, se debe a que el museo moderno fue diseñado justo para lo contrario: para extraer las obras de sus contextos, presentándolas ajenas a las complejas relaciones culturales, comerciales, políticas y militares que explican su misma presencia en estos almacenes de cultura, donde se vuelven eternas. Por esta capacidad de borrar las huellas, el museo moderno operó como máquina de legitimación al servicio del imperialismo occidental. Sabía justificar su razón histórica, ilustrar la bondad de su dominio sobre cuerpos, pueblos, recursos y ecosistemas, el gobierno de las ciudades industriales sobre las periferias premodernas, de la ciencia sobre la superstición, de la belleza culta sobre el gusto popular, de la nación sobre lo indígena.
Pero no hay congelador que resista un apagón prolongado. Y hoy, en el interior de nuestros museos, se escuchan las vibraciones profundas de la época, las muchas pesadillas de una muy “larga noche de los 500 años”. Las reclamaciones feministas, migrantes, ecosociales laten hasta en la cámara de ecos del museo, y obras y piezas parecen ejecutar una danza extraña, que es al tiempo muy antigua e inédita.
La ficción aséptica del museo como lugar de un conocimiento neutro, acumulativo, universal, es hoy un velo rasgado. Encubría la historia de la riqueza, los caminos que van desde las manos hacedoras anónimas hasta los palacios de antiguos señores. La historia del museo es la del Estado y la del capital. Sus límites son los de la colonialidad, definida por Aníbal Quijano como sistema de herramientas geopolíticas y epistemológicas que organiza y justifica la dominación de poblaciones y recursos. Son límites muchas veces invisibles para quién no los padece, pero evidentes desde el otro lado de la frontera. Esta nos va tragando despacio y pronto no podremos cerrar ni un segundo los ojos.
Hoy en nuestros museos ya no podemos no ver el oro de las Indias, las momias guanches, el ídolo Matiabo, los tambores ñáñigos, los restos del Negro de Banyoles, la custodia monumental de la Catedral de Toledo, las estatuas del Pórtico da Gloria del Pazo de Meirás y ya sabemos que nada de todo esto son “objetos de arte” neutros, sino los frutos de saqueos y matanzas, exterminios y engaños. Así, descolonizar es, en primer lugar, devolver las cosas a sus contextos, desvelando las tramas que el museo —máquina especializada en borrar las pistas que conectan el poder y el saber— captura y administra a la hora de hacernos imaginar nuestros pasados.
El franquismo repotenció dos grandes mitos —de carácter colonial— sobre el pasado español: el de la necesaria Reconquista —territorial y religiosa— y el del Imperio injustamente perdido, actualizando ambos en el relato de la Guerra Civil como Cruzada: así, 1939 se invocaba como un nuevo 1492, prólogo de un nuevo Siglo de Oro, donde Madrid era Granada y los exiliados, los judíos. En sus estrategias monumentales, el régimen exprimió estos relatos hasta volver la nación colonia de si misma. Es el caso del Toledo neoherreriano, del Valle de los Caídos como moderno Escorial o del diseño de las torres de Colón como nuevas columnas de Hércules.
El Estado democrático no supo romper con esta herencia: en Covadonga se celebra la continuidad generacional de la alianza de la monarquía con la nación, en Compostela, se pide protección al Santo Patrón de España (no era tan inocente la pregunta por el color del caballo blanco de Santiago). Con la cabra y las tropas legionarias, cada 12 de octubre desfilan las memorias de los gloriosos Tercios y los olvidos de las matanzas del Rif y las cuencas mineras asturianas. Al cabo, por más que los vistamos de tolerancia, encuentro o descubrimientos científicos, las bases racistas y coloniales de los grandes mitos españoles del pasado gozan de amplio predicamento todavía. ¿Cómo entonces los museos no habrían de expresar los sesgos profundamente inscritos en una sociedad muchas veces nostálgica de gestas y destinos?
La cuestión ya no es si hay que descolonizar los museos, sino cómo hacerlo. Creo que con estudios, imaginación y alianzas. Hay que comprender los legados de la conversión, la exclusión, el racismo, la esclavitud, la trata, la intolerancia religiosa, la explotación laboral, la violencia sexual, la desposesión y el extractivismo, también en el Imperio español y en los Estados que lo heredan. Ese trabajo requiere de otros puntos de vista y sensibilidades, de otros cuerpos y voces que obliguen a cambiar el paradigma, pues no basta con suavizar el ya existente. Una solución a la estadounidense, que establezca un inventario de posiciones identitarias autoasignadas, desde las que gestionar en clave diferencial un ininterrumpido legado de sufrimientos sin dueño, desactiva la naturaleza compartida del problema. También lo hace un postcolonialismo que solo atienda al género y los cuerpos, sin hablar de capital, trabajo, saber y plusvalías.
La buena noticia —en la que nadie repara— es que llevamos algún camino andado. Hay un trabajo colectivo de casi dos décadas que ha ido mudando las sensibilidades. Y, en esto, el Museo Reina Sofía, al menos desde la exposición Principio Potosí, ha tenido importancia. Valga como ejemplo que, en la última presentación de la colección, la experiencia de los exilios republicanos dialogaba con una genealogía cimarrona de antiguos esclavos, milicianos antifascistas, naciones indígenas y espiritualidades revolucionarias. Se trata de una sensibilidad de época, pero también de un imaginario, que cruza la investigación histórica con la reclamación viva, encarnada, de muchos cuerpos migrantes, mestizos, borrados y perseguidos. Son muchas las artistas, investigadoras, comisarias, gestoras, conservadoras y trabajadoras culturales —mujeres y hombres, en posiciones precarias o con trabajos fijos, nacionales y apátridas, en lenguas migrantes o con acentos extraños— que llevan años, desde nuestros museos, discutiendo su carácter colonial, convencidas de que pueden ser espacios de imaginación democrática, de formación, de esperanza y, hasta quizá, de emancipación colectiva.
Germán Labrador Méndez es catedrático en la Universidad de Princeton y ha sido Director de Actividades Públicas del Museo Reina Sofía. Fue el comisario de la exposición El tragaluz democrático. Políticas de vida y muerte en el Estado español (1868-1976).
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Pero no hay congelador que resista un apagón prolongado. Y hoy, en el interior de nuestros museos, se escuchan las vibraciones profundas de la época, las muchas pesadillas de una muy “larga noche de los 500 años”. Las reclamaciones feministas, migrantes, ecosociales laten hasta en la cámara de ecos del museo, y obras y piezas parecen ejecutar una danza extraña, que es al tiempo muy antigua e inédita.
La ficción aséptica del museo como lugar de un conocimiento neutro, acumulativo, universal, es hoy un velo rasgado. Encubría la historia de la riqueza, los caminos que van desde las manos hacedoras anónimas hasta los palacios de antiguos señores. La historia del museo es la del Estado y la del capital. Sus límites son los de la colonialidad, definida por Aníbal Quijano como sistema de herramientas geopolíticas y epistemológicas que organiza y justifica la dominación de poblaciones y recursos. Son límites muchas veces invisibles para quién no los padece, pero evidentes desde el otro lado de la frontera. Esta nos va tragando despacio y pronto no podremos cerrar ni un segundo los ojos.
Hay que comprender los legados de la conversión, la exclusión, el racismo, la esclavitud, la trata, la intolerancia religiosa, la explotación laboral, la violencia sexual, la desposesión y el extractivismo, también en el Imperio español y en los Estados que lo heredan
Hoy en nuestros museos ya no podemos no ver el oro de las Indias, las momias guanches, el ídolo Matiabo, los tambores ñáñigos, los restos del Negro de Banyoles, la custodia monumental de la Catedral de Toledo, las estatuas del Pórtico da Gloria del Pazo de Meirás y ya sabemos que nada de todo esto son “objetos de arte” neutros, sino los frutos de saqueos y matanzas, exterminios y engaños. Así, descolonizar es, en primer lugar, devolver las cosas a sus contextos, desvelando las tramas que el museo —máquina especializada en borrar las pistas que conectan el poder y el saber— captura y administra a la hora de hacernos imaginar nuestros pasados.
El franquismo repotenció dos grandes mitos —de carácter colonial— sobre el pasado español: el de la necesaria Reconquista —territorial y religiosa— y el del Imperio injustamente perdido, actualizando ambos en el relato de la Guerra Civil como Cruzada: así, 1939 se invocaba como un nuevo 1492, prólogo de un nuevo Siglo de Oro, donde Madrid era Granada y los exiliados, los judíos. En sus estrategias monumentales, el régimen exprimió estos relatos hasta volver la nación colonia de si misma. Es el caso del Toledo neoherreriano, del Valle de los Caídos como moderno Escorial o del diseño de las torres de Colón como nuevas columnas de Hércules.
El Estado democrático no supo romper con esta herencia: en Covadonga se celebra la continuidad generacional de la alianza de la monarquía con la nación, en Compostela, se pide protección al Santo Patrón de España (no era tan inocente la pregunta por el color del caballo blanco de Santiago). Con la cabra y las tropas legionarias, cada 12 de octubre desfilan las memorias de los gloriosos Tercios y los olvidos de las matanzas del Rif y las cuencas mineras asturianas. Al cabo, por más que los vistamos de tolerancia, encuentro o descubrimientos científicos, las bases racistas y coloniales de los grandes mitos españoles del pasado gozan de amplio predicamento todavía. ¿Cómo entonces los museos no habrían de expresar los sesgos profundamente inscritos en una sociedad muchas veces nostálgica de gestas y destinos?
La cuestión ya no es si hay que descolonizar los museos, sino cómo hacerlo. Creo que con estudios, imaginación y alianzas. Hay que comprender los legados de la conversión, la exclusión, el racismo, la esclavitud, la trata, la intolerancia religiosa, la explotación laboral, la violencia sexual, la desposesión y el extractivismo, también en el Imperio español y en los Estados que lo heredan. Ese trabajo requiere de otros puntos de vista y sensibilidades, de otros cuerpos y voces que obliguen a cambiar el paradigma, pues no basta con suavizar el ya existente. Una solución a la estadounidense, que establezca un inventario de posiciones identitarias autoasignadas, desde las que gestionar en clave diferencial un ininterrumpido legado de sufrimientos sin dueño, desactiva la naturaleza compartida del problema. También lo hace un postcolonialismo que solo atienda al género y los cuerpos, sin hablar de capital, trabajo, saber y plusvalías.
La buena noticia —en la que nadie repara— es que llevamos algún camino andado. Hay un trabajo colectivo de casi dos décadas que ha ido mudando las sensibilidades. Y, en esto, el Museo Reina Sofía, al menos desde la exposición Principio Potosí, ha tenido importancia. Valga como ejemplo que, en la última presentación de la colección, la experiencia de los exilios republicanos dialogaba con una genealogía cimarrona de antiguos esclavos, milicianos antifascistas, naciones indígenas y espiritualidades revolucionarias. Se trata de una sensibilidad de época, pero también de un imaginario, que cruza la investigación histórica con la reclamación viva, encarnada, de muchos cuerpos migrantes, mestizos, borrados y perseguidos. Son muchas las artistas, investigadoras, comisarias, gestoras, conservadoras y trabajadoras culturales —mujeres y hombres, en posiciones precarias o con trabajos fijos, nacionales y apátridas, en lenguas migrantes o con acentos extraños— que llevan años, desde nuestros museos, discutiendo su carácter colonial, convencidas de que pueden ser espacios de imaginación democrática, de formación, de esperanza y, hasta quizá, de emancipación colectiva.
Germán Labrador Méndez es catedrático en la Universidad de Princeton y ha sido Director de Actividades Públicas del Museo Reina Sofía. Fue el comisario de la exposición El tragaluz democrático. Políticas de vida y muerte en el Estado español (1868-1976).
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