La historia de Sonia Martínez, el triunfo y el drama de la icónica presentadora de TVE

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La historia de la España reciente tal vez se pueda contar con solo mirar a las presentadoras que han protagonizado los programas infantiles en cada década. Incluso, ahora, que no hay programas infantiles. Y nos educamos directamente en TikTok.

Por ejemplo, las niñas y los niños de la dictadura crecieron con las regañinas de la ventrílocua Herza Franker a su perrita Marilín. Era el engolado país que todavía veía la vida en blanco y negro.

Después, fue abriéndose camino Maria Luisa Seco. Pasamos de los programas infantiles presentados por profesoras rígidas a una comunicadora que parecía una hermana mayor cómplice. Esa que te regala una buena coarta para que no te castiguen por las travesuras.

Y llegaron los ochenta. Tras la dictadura, había una España, o unas cuantas Españas, que tenían claro que el mundo podía emitir en multicolor. Y lo iban a intentar ondeando la bandera del pensamiento crítico. Así Alaska irrumpió cantando desde el pupitre de atrás, donde se suelen sentar los que se sienten incomprendidos en clase.

Poco antes de La bola de cristal, apareció una presentadora que, por primera vez, los niños y las niñas no sentían que era la maestra. Tampoco la tía mayor. Ni siquiera una mamá intentando ser perfecta. Era una más de la pandilla. Su nombre, Sonia Martínez. De hecho, hasta su nombre era tan corriente como todas y todos.

La naturalidad comunicando de Sonia conquistó al público de TVE. Sólo tenía 20 años y ya era la maestra de ceremonias del infantil Dabadabadá. Había cogido el testigo de Mayra Gómez Kemp. Y el programa parecía otro, pues Sonia impregnaba de una particular espontaneidad a todo aquello que tocaba. Su sonrisa, su mirada, su imperfección.

Sonia era tan ingenua como la audiencia que se enamoró de ella. Llegó a la tele de rebote y su inconsciencia en los estudios de TVE empujaron a que hiciera más fácil el guion. A menudo, las expectativas son una desventaja.

Sonia entró en Dabadabadá en 1983, pero en 1984 se decidió retirar el programa para sustituirlo por El Kiosko con Verónica Mengod. La adictiva alegría de la fama que sobrevino a toda celeridad se esfumó a la idéntica velocidad. Pero con una diferencia: Sonia ya había picado el aguijón de las expectativas de la popularidad, esas mismas que por inexistentes le permitieron ser tan transparente en el primer plano de las cámaras de Prado del Rey.

Sin embargo, los focos de TVE se apagaron. Y Sonia Martínez en pleno arrebato de las precipitaciones de la juventud se intento agarrar a la fama como fuera, aunque hubiera que pactar un posado/robado sin ropa en Interviú. Sonia Martínez empezaba a extraviarse en unos ochentas en los que el consumo de cocaína y heroína se multiplicaba en las calles, a la vez que asomaba la pandemia del VIH.

Como tantos enganchados a la heroína, Sonia se contagió. Murió con 30 años. El deterioro físico y la soledad que provocan las drogas fue narrado por revistas y los programas televisivos más morbosos. Ahora, RTVE dedica a Sonia Martínez un documental que cuenta su historia, La última noche de Sonia Martínez (ya disponible en RTVE Play). Lo hace con la fuerza de su archivo y con testimonios entre los que destacan familiares muy próximos.

Las audiencias millonarias ya no recuerdan a Sonia. Somos tan efímeros que sabiamente elegimos no osar en pensar en la fugacidad de nuestra existencia. Mejor. Pero este documental nos enfrenta al legado de Sonia Martínez desde esa fugacidad que en su caso se traduce en luminosidad. Luminosidad tan inconsciente, esencial para que brillara en la tele porque no le imponía nada la tele. Luminosidad tan aplaudida. Tan segura de sí misma. Tan atrevida. Tan sola. Tan desorientada, cuando el éxito se esfuma tan raudo como llegó. Pero siempre manteniendo en pantalla su característica sonrisa, que pasó de transmitir la alegría de la ilusión a proyectar el suspiro del vértigo de sentirte perdida.

 

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