Después de su extraordinario díptico autobiográfico The Souvenir I y II (2019-2021), la británica Joanna Hogg, a sus 63 años, ha pasado a ser una cineasta de referencia en el panorama europeo. Su nueva película, La hija eterna, se estrena en salas comerciales españolas fuera del circuito de festivales. Un acontecimiento que al fin reivindica a una autora capaz de dotar a sus imágenes de elegancia y misterio porque se construyen desde el peso de la experiencia y la vida, entendida esta última como un acto creativo.
La hija eterna está unida por el cordón umbilical de la autoficción con sus dos anteriores filmes y por eso conviene rememorar de dónde nacen los personajes principales de una historia que explora el amor maternofilial más allá de los límites de la realidad, recordándonos de una forma tan hermosa como dolorosa el insondable enigma de un vínculo marcado por el amor, pero también por un inevitable temor: para una hija su madre es un espejo nada fácil de cruzar sin quedar atrapada de por vida.
El personaje principal de The Souvenir I y II era Julie Hart, alter ego de la directora que evocaba sus inicios en la escuela de cine y en el Londres de los ochenta a través de un idilio marcado por la tragedia de la heroína. Tilda Swinton y su hija en la vida real, Honor Swinton Byrne, interpretaban a madre-hija en su juventud para dar ahora un triple salto mortal en el tiempo hasta viajar a la madurez de la hija-cineasta y a la vejez de su sobria y flemática madre, ambas desdobladas esta vez en una descomunal Swinton.
La hija eterna se sitúa en el territorio de lo sobrenatural y fantasmagórico porque eso son también las relaciones maternofiliales, un arcano lleno de rincones secretos. Un lugar que remite a otra película reciente, la delicada Petite maman, obra maestra de la francesa Céline Sciamma que atrapaba con una poética insólita el desconsuelo madre-hija ante la orfandad. Hogg, desde la mirada vulnerable de la madurez, y Sciamma, desde la tierna audacia infantil, indagan en un nudo afectivo que el cine ha tratado, sobre todo, desde el drama y el melodrama, o desde patologías a lo Grey Gardens, y no tanto desde el incomparable amor que estas cineastas invocan desde las paredes de una vieja casa familiar.
En el caso de La hija eterna, lo doméstico está representado por el peso de la tradición a través de un viejo caserón en el campo. Un espacio reconvertido en hotel pero aún repleto de recuerdos y antepasados. Un laberinto de puertas y pasillos que permiten al espectador navegar por el tiempo, los estados de ánimo y las emociones de dos mujeres enfrentadas a su inseparable relato. Allí, madre e hija se mirarán de frente sin atreverse del todo a mirarse, acompañadas en todo momento por un perro que la maestría de Hogg convierte en un elemento clave para guiarnos entre las capas de un filme en el que la identidad también va ligada a la hermosa lealtad animal, una idea que, por ejemplo, también cruza el cine de la estadounidense Kelly Reichardt, y no solo cuando vivía su perra Lucy. Envuelta en la belleza de un cuento gótico, entre los trampantojos de paredes enteladas y pesadas cortinas, La hija eterna habla de vivos y muertos y de una mujer que transita por esa madriguera, real o figurada, que siempre habita una madre.
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La hija eterna está unida por el cordón umbilical de la autoficción con sus dos anteriores filmes y por eso conviene rememorar de dónde nacen los personajes principales de una historia que explora el amor maternofilial más allá de los límites de la realidad, recordándonos de una forma tan hermosa como dolorosa el insondable enigma de un vínculo marcado por el amor, pero también por un inevitable temor: para una hija su madre es un espejo nada fácil de cruzar sin quedar atrapada de por vida.
El personaje principal de The Souvenir I y II era Julie Hart, alter ego de la directora que evocaba sus inicios en la escuela de cine y en el Londres de los ochenta a través de un idilio marcado por la tragedia de la heroína. Tilda Swinton y su hija en la vida real, Honor Swinton Byrne, interpretaban a madre-hija en su juventud para dar ahora un triple salto mortal en el tiempo hasta viajar a la madurez de la hija-cineasta y a la vejez de su sobria y flemática madre, ambas desdobladas esta vez en una descomunal Swinton.
La hija eterna se sitúa en el territorio de lo sobrenatural y fantasmagórico porque eso son también las relaciones maternofiliales, un arcano lleno de rincones secretos. Un lugar que remite a otra película reciente, la delicada Petite maman, obra maestra de la francesa Céline Sciamma que atrapaba con una poética insólita el desconsuelo madre-hija ante la orfandad. Hogg, desde la mirada vulnerable de la madurez, y Sciamma, desde la tierna audacia infantil, indagan en un nudo afectivo que el cine ha tratado, sobre todo, desde el drama y el melodrama, o desde patologías a lo Grey Gardens, y no tanto desde el incomparable amor que estas cineastas invocan desde las paredes de una vieja casa familiar.
En el caso de La hija eterna, lo doméstico está representado por el peso de la tradición a través de un viejo caserón en el campo. Un espacio reconvertido en hotel pero aún repleto de recuerdos y antepasados. Un laberinto de puertas y pasillos que permiten al espectador navegar por el tiempo, los estados de ánimo y las emociones de dos mujeres enfrentadas a su inseparable relato. Allí, madre e hija se mirarán de frente sin atreverse del todo a mirarse, acompañadas en todo momento por un perro que la maestría de Hogg convierte en un elemento clave para guiarnos entre las capas de un filme en el que la identidad también va ligada a la hermosa lealtad animal, una idea que, por ejemplo, también cruza el cine de la estadounidense Kelly Reichardt, y no solo cuando vivía su perra Lucy. Envuelta en la belleza de un cuento gótico, entre los trampantojos de paredes enteladas y pesadas cortinas, La hija eterna habla de vivos y muertos y de una mujer que transita por esa madriguera, real o figurada, que siempre habita una madre.
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‘La hija eterna’: la británica Joanna Hogg, referente del cine europeo, llega a las salas españolas junto a su musa, Tilda Swinton
La cineasta explora los vínculos maternofiliales desde la autoficción y más allá de los límites de la realidad
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