genevieve10
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Debe de ser cuantiosa la gente de mi generación, también personas más viejas y más jóvenes, que han sufrido la atroz experiencia de acompañar a personas queridas, enfermas y después agonizantes, convertirse en testigos impotentes del sufrimiento ajeno, aunque intentando dar un poco de alivio, escucha y compañía a los que van a dirigirse a ese país del que no existe testimonio de viajero alguno en palabras de Shakespeare. O sea, ese territorio tan temido o anhelado llamado muerte. Y el pesar de los que acompañaron a los moribundos es duradero. Y el recuerdo de ello sigue removiendo las entrañas mucho tiempo después.
Se supone que la representación de esa experiencias trágicas mediante imágenes y sonidos van a provocarte sensaciones fuertes, a despertar sentimientos, a implicarte emocionalmente en lo que te están narrando, a sentir la cercanía del escalofrío y de la lágrima. De eso trata La habitación de al lado, dirigida por Pedro Almodóvar, señor que comenzó su carrera pretendiendo seguir la ruta de John Waters y del cine underground y empeñado en su vejez en que añadan su nombre al de creadores que investigaron con arte (y a veces, con pretensiones espesas y fallidas) los misterios y las turbulencias del alma. Directores en el Olimpo de la cultura como Ingmar Bergman y Carl Theodor Dreyer. Curiosa evolución. Pero ya hay unos cuantos exégetas incondicionales de su obra que no enrojecen de vergüenza al situarlo en la misma trascendencia del alma que lograron aquellos maestros nórdicos.
Me ocurre algo alarmante con el desarrollo de esta película. Y es que salgo de la sala con el mismo estado sentimental que cuando entré. La historia más triste me deja indiferente, no me asalta la emoción en ningún momento, concluyo la historia sintiéndome como un témpano de hielo. No sé si sufro alguna incurable patología, pero los sufrientes personajes, sus confidencias, la amistad que se profesan, las confidencias sobre su pasado, la cercanía del monstruo, la forma de enfrentarse a él, el torrente comunicativo entre ellas, el afloramiento de los recuerdos, incomprensiblemente no me regalan esa sensación impagable llamada emoción. Igual es que soy un tarado. O que me parece artificial, aunque pretenciosa (como casi siempre) la forma como está contada por parte de Almodóvar, alguien progresivamente artificioso, que no me lo creo, aunque desde hace tiempo se dedique al profundo retrato del alma.
Almodóvar dispone de dos actrices notables. Saben mirar, hablar, escuchar, potenciar el silencio, mostrar naturalidad ante la cámara. Siempre he estado enamorado de la presencia y el trabajo de Julianne Moore. Y albergo numerosos prejuicios con Tilda Swinton, su cultivado aspecto andrógino y la veneración que siente por ella el cine de vanguardia logran que no me desviva por observar sus interpretaciones, pero veo su encarnación de una ejecutiva tramposa y neurótica en la excelente Michael Clayton, y no tengo más remedio que admitir su talento y disfrutarlo.
Ellas, filmadas en infinitos planos medios, plano y contraplano, merecen que se las observe y escuche. Una es reportera de guerra y la otra escritora (profesiones muy normales). No se han visto durante cantidad de años, pero, al parecer, su relación continúa siendo entrañable. Una debe ayudar a morir a la otra, siguiendo sus comprensibles, legítimos, racionales y muy humanos deseos. Pero antes de la larga y definitiva catarsis, la parte inicial tiende a lo lamentable. También son absurdas secuencias como la casa incendiada o el melifluo personaje que interpreta John Turturro. Y me cuesta entender qué coño pintan ahí.
Pero que la parroquia se sienta feliz. En su universo no falta nada de lo habitual, la marca de fábrica. O sea, referencia a artistas tan sublimes como él. No me pegaba que Faulkner y Hemingway fueran escritores que idolatrara, aunque sospecho que en su tributo intuye que pueden volver a ponerse de moda. Y Edward Hopper, el pintor que retrataba a gente muy sola, preferentemente mujeres. Y la pintora Dora Carrington, a la que desconozco. Y leen la pagina final del hermoso libro de James Joyce Dublineses, con la nieve cayendo sobre la ciudad. Huston retrató con maravilloso lirismo, el de verdad, en su testamentaria e inolvidable Dublineses. Y para demostrar que sigue siendo el más progresista de Occidente también hay referencias al cambio climático y al siniestro poderío de la ultraderecha. Y el caprichoso relato de dos monjes carmelitas, en un lugar donde se desarrolla una guerra, que follan mogollón entre ellos para aliviar su tensión. O sea, que no falte de nada, que todos los fans estén contentos. Lo habitual en su cine. Y me cuesta un esfuerzo ingente recordar con nitidez algo de La habitación de al lado. Salí frío de ella. Solo unos días después, ya la he olvidado. Normal. Esta vez, ni siquiera me irrita.
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Se supone que la representación de esa experiencias trágicas mediante imágenes y sonidos van a provocarte sensaciones fuertes, a despertar sentimientos, a implicarte emocionalmente en lo que te están narrando, a sentir la cercanía del escalofrío y de la lágrima. De eso trata La habitación de al lado, dirigida por Pedro Almodóvar, señor que comenzó su carrera pretendiendo seguir la ruta de John Waters y del cine underground y empeñado en su vejez en que añadan su nombre al de creadores que investigaron con arte (y a veces, con pretensiones espesas y fallidas) los misterios y las turbulencias del alma. Directores en el Olimpo de la cultura como Ingmar Bergman y Carl Theodor Dreyer. Curiosa evolución. Pero ya hay unos cuantos exégetas incondicionales de su obra que no enrojecen de vergüenza al situarlo en la misma trascendencia del alma que lograron aquellos maestros nórdicos.
Me ocurre algo alarmante con el desarrollo de esta película. Y es que salgo de la sala con el mismo estado sentimental que cuando entré. La historia más triste me deja indiferente, no me asalta la emoción en ningún momento, concluyo la historia sintiéndome como un témpano de hielo. No sé si sufro alguna incurable patología, pero los sufrientes personajes, sus confidencias, la amistad que se profesan, las confidencias sobre su pasado, la cercanía del monstruo, la forma de enfrentarse a él, el torrente comunicativo entre ellas, el afloramiento de los recuerdos, incomprensiblemente no me regalan esa sensación impagable llamada emoción. Igual es que soy un tarado. O que me parece artificial, aunque pretenciosa (como casi siempre) la forma como está contada por parte de Almodóvar, alguien progresivamente artificioso, que no me lo creo, aunque desde hace tiempo se dedique al profundo retrato del alma.
Almodóvar dispone de dos actrices notables. Saben mirar, hablar, escuchar, potenciar el silencio, mostrar naturalidad ante la cámara. Siempre he estado enamorado de la presencia y el trabajo de Julianne Moore. Y albergo numerosos prejuicios con Tilda Swinton, su cultivado aspecto andrógino y la veneración que siente por ella el cine de vanguardia logran que no me desviva por observar sus interpretaciones, pero veo su encarnación de una ejecutiva tramposa y neurótica en la excelente Michael Clayton, y no tengo más remedio que admitir su talento y disfrutarlo.
Ellas, filmadas en infinitos planos medios, plano y contraplano, merecen que se las observe y escuche. Una es reportera de guerra y la otra escritora (profesiones muy normales). No se han visto durante cantidad de años, pero, al parecer, su relación continúa siendo entrañable. Una debe ayudar a morir a la otra, siguiendo sus comprensibles, legítimos, racionales y muy humanos deseos. Pero antes de la larga y definitiva catarsis, la parte inicial tiende a lo lamentable. También son absurdas secuencias como la casa incendiada o el melifluo personaje que interpreta John Turturro. Y me cuesta entender qué coño pintan ahí.
Pero que la parroquia se sienta feliz. En su universo no falta nada de lo habitual, la marca de fábrica. O sea, referencia a artistas tan sublimes como él. No me pegaba que Faulkner y Hemingway fueran escritores que idolatrara, aunque sospecho que en su tributo intuye que pueden volver a ponerse de moda. Y Edward Hopper, el pintor que retrataba a gente muy sola, preferentemente mujeres. Y la pintora Dora Carrington, a la que desconozco. Y leen la pagina final del hermoso libro de James Joyce Dublineses, con la nieve cayendo sobre la ciudad. Huston retrató con maravilloso lirismo, el de verdad, en su testamentaria e inolvidable Dublineses. Y para demostrar que sigue siendo el más progresista de Occidente también hay referencias al cambio climático y al siniestro poderío de la ultraderecha. Y el caprichoso relato de dos monjes carmelitas, en un lugar donde se desarrolla una guerra, que follan mogollón entre ellos para aliviar su tensión. O sea, que no falte de nada, que todos los fans estén contentos. Lo habitual en su cine. Y me cuesta un esfuerzo ingente recordar con nitidez algo de La habitación de al lado. Salí frío de ella. Solo unos días después, ya la he olvidado. Normal. Esta vez, ni siquiera me irrita.
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‘La habitación de al lado’, de Pedro Almodóvar: un último adiós sin emoción
Que la parroquia se sienta feliz. En este acercamiento a la muerte deseada no falta nada de lo habitual, la marca de fábrica. Aunque esta vez ni siquiera me irrita
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