Cassie_Kuphal
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¿Se te ha comido la lengua el gato?, le preguntaban retóricamente sus mayores a los niños pillados en falta, cuando, tras inquirirles por su mala conducta, permanecían callados y circunspectos. A la lengua española el olvido de una parte mollar de su léxico le está dando buenos bocados, en cierta medida por la influencia que ejercen buena parte de la industria audiovisual, las redes sociales y las grandes agencias de comunicación, la mayoría de ellas originarias de países anglosajones. La protagonista de La gramática, comedia de Ernesto Caballero escenificada en Matadero Madrid, es una humilde limpiadora de la Real Academia de la Lengua Española que adquiere un dominio virtuoso del léxico y de la sintaxis tras recibir un golpe en la cabeza, proporcionado por un diccionario en caída libre. Como Pablo de Tarso tras precipitarse al suelo desde su caballo, camino de Damasco, esta mujer del montón ve la luz de sopetón, abraza una nueva fe y consagra su vida en adelante a limpiar, fijar y dar esplendor a su idioma materno.
Su recién adquirido celo léxico aboca a la protagonista a una crisis familiar, laboral y existencial: nadie de su entorno le tolera que le esté corrigiendo constantemente. Hablar con desaliño resulta tan confortable como llevar bata: ni su marido ni sus hijos admiten de buen grado que la mujer les imponga ese habla suya de etiqueta, repentina. El asunto que Caballero plantea en La gramática resulta oportuno y tiene gracia: la precisión de la lengua bien dicha incomoda a la mayoría social, que prefiere comunicarse más por encima, sin entrar en detalles y sin esforzarse en dar con el dardo en la palabra. Por ello, en esta obra las autoridades no pretenden corregir a quien habla mal, sino a quien mejor se expresa, para que vuelva a integrarse en la mayoría. Poco importa que la sintaxis esté de su lado: su buen decir perturba el normal discurrir de las cosas.
La gramática parodia el papel que está desempeñando la RAE al validar locuciones como ‘hacer espóiler’, cuyo uso popular impulsado por el viento de cola de los medios de comunicación ha venido a desplazar el empleo ancestral del verbo destripar, tan expresivo en sí. Decir: “No me destripes el final de la novela” será siempre más elocuente que rogarle a alguien: “No me hagas espóiler”. La sustantivación académica del acrónimo DANA (Depresión Aislada en Niveles Altos), recién validada también, puede ser el espaldarazo que arrincone definitivamente el uso de la locución ‘gota fría’, mil veces más sugestiva.
¿Y qué decir del estiramiento eufemístico de verbos como influir, concretar, recibir, conectar o abrir, reconvertidos en influenciar, concretizar, recepcionar, interconexionar o aperturar? ¿Quién va a querer aclarar cosa alguna, pudiendo clarificarla? De todo ello habla muy por encima Caballero en esta obra que invierte el asunto del Pigmalión de Bernard Shaw. La limpiadora encarnada por María Adánez es el reverso de Eliza Doolittle, la verdulera a la que el doctor Higgins se propone enseñar a expresarse con el estilo, la prosodia y la cadencia de una duquesa. En cambio, el psicoterapeuta de La gramática, encarnado por José Troncoso, quiere que su antagonista desaprenda su recién adquirida pericia léxica, sometiéndola a un procedimiento similar a los usados en la desintoxicación de drogodependientes.
Todo el espectáculo es paródico: el público es invitado a presenciar una sesión clínica chusca, como las que Albert Boadella planteó en su día en varios montajes de Els Joglars. Tanto el tema como las interpretaciones (especialmente la de María Adánez, tan comprometida con su papel) y la puesta en escena, limpia y clara, tienen interés, pero se resuelven en fuegos de artificio, porque la sobrevenida exactitud léxica de la protagonista no va acompañada por el don de llamar a las cosas por su nombre: nada incomoda más que llamar al pan, pan. Hubiera sido una manera de meter esta comedia ligera más en harina.
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Su recién adquirido celo léxico aboca a la protagonista a una crisis familiar, laboral y existencial: nadie de su entorno le tolera que le esté corrigiendo constantemente. Hablar con desaliño resulta tan confortable como llevar bata: ni su marido ni sus hijos admiten de buen grado que la mujer les imponga ese habla suya de etiqueta, repentina. El asunto que Caballero plantea en La gramática resulta oportuno y tiene gracia: la precisión de la lengua bien dicha incomoda a la mayoría social, que prefiere comunicarse más por encima, sin entrar en detalles y sin esforzarse en dar con el dardo en la palabra. Por ello, en esta obra las autoridades no pretenden corregir a quien habla mal, sino a quien mejor se expresa, para que vuelva a integrarse en la mayoría. Poco importa que la sintaxis esté de su lado: su buen decir perturba el normal discurrir de las cosas.
La gramática parodia el papel que está desempeñando la RAE al validar locuciones como ‘hacer espóiler’, cuyo uso popular impulsado por el viento de cola de los medios de comunicación ha venido a desplazar el empleo ancestral del verbo destripar, tan expresivo en sí. Decir: “No me destripes el final de la novela” será siempre más elocuente que rogarle a alguien: “No me hagas espóiler”. La sustantivación académica del acrónimo DANA (Depresión Aislada en Niveles Altos), recién validada también, puede ser el espaldarazo que arrincone definitivamente el uso de la locución ‘gota fría’, mil veces más sugestiva.
¿Y qué decir del estiramiento eufemístico de verbos como influir, concretar, recibir, conectar o abrir, reconvertidos en influenciar, concretizar, recepcionar, interconexionar o aperturar? ¿Quién va a querer aclarar cosa alguna, pudiendo clarificarla? De todo ello habla muy por encima Caballero en esta obra que invierte el asunto del Pigmalión de Bernard Shaw. La limpiadora encarnada por María Adánez es el reverso de Eliza Doolittle, la verdulera a la que el doctor Higgins se propone enseñar a expresarse con el estilo, la prosodia y la cadencia de una duquesa. En cambio, el psicoterapeuta de La gramática, encarnado por José Troncoso, quiere que su antagonista desaprenda su recién adquirida pericia léxica, sometiéndola a un procedimiento similar a los usados en la desintoxicación de drogodependientes.
Todo el espectáculo es paródico: el público es invitado a presenciar una sesión clínica chusca, como las que Albert Boadella planteó en su día en varios montajes de Els Joglars. Tanto el tema como las interpretaciones (especialmente la de María Adánez, tan comprometida con su papel) y la puesta en escena, limpia y clara, tienen interés, pero se resuelven en fuegos de artificio, porque la sobrevenida exactitud léxica de la protagonista no va acompañada por el don de llamar a las cosas por su nombre: nada incomoda más que llamar al pan, pan. Hubiera sido una manera de meter esta comedia ligera más en harina.
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