La excéntrica lucha de 32 escritores por una medalla olímpica en París 1924

Rosalee_Zboncak

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Todo héroe necesita a un poeta. Siempre fue así: en la Antigüedad clásica y también hace un siglo, en los Juegos Olímpicos de París de 1924, la VIII Olimpiada moderna. Es ahí donde el barón Pierre de Coubertin, alma y cerebro de la recuperación olímpica, decide acercar a los escritores hacia la nueva religión llamada deporte. Por eso crea una disciplina olímpica cuyas medallas valen tanto como las del atletismo, la lucha, el ciclismo o la natación. Es la literatura.

Treinta y dos escritores se enfrentarán por el oro, la plata y el bronce. Será una competición donde un prestigioso jurado con varios premios Nobel, seis miembros de la Academia Francesa y extravagantes personajes, como los escritores Gabriele D’Annunzio y la princesa Bibesco, van a elegir las mejores obras líricas, dramáticas o narrativas inspiradas por el ideal deportivo. Sucedió hace 100 años pero enseguida cayó en el olvido. Sin embargo, el escritor francés Louis Chevaillier ha reconstruido esa competición en un ensayo, Les Jeux Olympiques de littérature (Éditions Grasset, aún no traducido), que desmenuza aquel intento romántico por generar un discurso épico para la nueva religión pagana de la modernidad, dotada de juramento, fuego sagrado, ceremoniales y fervorosos creyentes.

Lo primero que sorprende es el jurado. Esto va en serio.

Destaca el autor belga Maurice Maeterlinck, premio Nobel y practicante de halterofilia en su juventud.

Brilla con luz opalescente Paul Valéry, poeta puro y alma tan sensible que no pudo recuperarse de su encuentro azaroso, cuando tenía 19 años, con una mujer catalana que cruzaba una oscura calle de Génova y de la que se enamoró tanto que no pudo ni hablarle jamás. Por ello decidió renunciar para siempre al amor y a otros ídolos: así fue la llamada noche de Génova.

En el jurado figura también el ilustre novelista valenciano Vicente Blasco Ibáñez, exiliado en Francia por republicano y anticlerical tras haber llegado al poder el general Primo de Rivera un año antes.

Hay más nombres. Paul Claudel, poeta desbordante de lirismo y mística religiosa.

La condesa Anna de Noailles, alias de la princesa rumana Hélène Bibesco, apasionada de la poesía, mecenas de las artes y popularísima en los salones literarios de París.

También está en el jurado el torbellino filofascista de Gabriele d’Annunzio, il comandante: poeta, esteta, dandi, piloto de guerra, esgrimista, decadentista, militarista, ultranacionalista y gobernador de Fiume, efímero Estado que fue anexionado a Italia por Mussolini en un territorio que hoy forma parte de Croacia.

Hay otras dos mujeres insignes: la primera en ganar el Nobel de Literatura, la sueca Selma Lagerlöf, y la novelista neoyorquina Edith Wharton, respetada escritora a la que Yale concedió su primer honoris causa femenino.

De izquierda a derecha, tres miembros del jurado: Maurice Maeterlinck, Edith Wharton y Paul Valéry.

También el novelista soviético Dimitri Merejkovski, y el austriaco Hanus Jelínek, y el noruego Johan Bojer, y el chino Lu Cheng-hsiang, que es diplomático, clérigo, ministro, escritor y que tiene una cara y una pinta de novela.

Treinta jueces van a elegir la mejor obra literaria. Veinte mil palabras en prosa o mil versos. Hay tres medallas olímpicas en juego y por ellas pugnan demasiados soñadores: unos escritores iluminados por el ideal –el que sea– en un tiempo ebrio de ideales. Por ejemplo, Henry de Montherlant. Del perfil que de él traza Chevaillier es difícil no retener los gestos más grotescos: que acabada la Gran Guerra, con las lluviosas calles de París llenas de huérfanos, viudas y mutilados, siguió portando varios meses el uniforme militar. Que se enorgullece al decir que su espíritu bebe de tres fuentes: la primera, el catolicismo, los escritores de la antigua Roma y el espíritu bravo de las corridas españolas; la segunda, la guerra, y la tercera, el deporte. Que no entiende la literatura sin la polémica y la acción, como liderar la construcción de un osario para los muertos de Verdún.

Y que odia esa coctelera horrible donde él mete la utopía, la Reforma protestante, la Revolución Francesa, los conceptos de libertad y progreso, el Romanticismo, el pacifismo, el cosmopolitismo y todos los desórdenes que abocan al peor de los ismos: el bolchevismo; y que en cambio adora Roma y Grecia, adora el Renacimiento y adora los conceptos de tradición, autoridad y el mejor de los ismos: el nacionalismo.

A través de una librería de viejo me llega su ajado volumen: 488 páginas encuadernadas en tapa dura de Gallimard. Les olympiques, Henry de Montherlant, año 1946. Ahí, entre el olor a polvo nunca reeditado, duerme el libro que el joven de 29 años presenta al concurso olímpico de París: Le paradis à l’ombre des épées. Página 163: “Si el desarrollo de todo hombre exige un punto de apoyo exterior a sí mismo, ese punto de apoyo será para vosotros la patria. En los estadios, aumentando vuestro valor, os preparáis –incluso sin quererlo– para consolidar la patria. Mediante el deporte os integráis en la patria sin tan siquiera pensarlo, que es tal vez la más sabia manera de unirse a ella”.

Uno de sus competidores es el inglés Robert Graves, todavía sin obra publicada. Algún día escribirá Yo, Claudio y se reservará un puesto de honor en el parnaso de los clásicos. Pero en este momento, Graves no es más que un joven que ha chupado internado, que ha padecido las desigualdades de clase y que ha sufrido las graves heridas de un obús en las trincheras de la Gran Guerra. A la prueba olímpica presenta un largo poema de 280 versos. Se titula En los Juegos y es un diálogo entre dos viejos soldados, un inglés y un francés, que se reencuentran en las Olimpiadas para ver un combate de boxeo.

Dice el francés: “A menudo la guerra es un deporte”.

El inglés le responde: “Y a veces el deporte es la guerra”.

Los títulos de otras obras presentadas a la competición reflejan el ideal perseguido: Hacia el Dios de Olimpia; El triunfo del atleta; En la cima; Odas olímpicas; Himno olímpico; Juventud exuberante al aire libre; A la gloria de los deportes; La tierra donde crece la rosa; La batalla; La gloriosa incertidumbre.

El escritor Robert Graves. en su escritorio en 1941, fue uno de los participantes de la competición literaria en los Juegos Olímpicos de París 1924.

Nunca se ha visto semejante nivel, ni en la celebridad del jurado ni en el número de participantes. Es cierto que desde los Juegos de 1912 hay pruebas de arte y literatura incluidas en los Juegos. Sin embargo, no es comparable a lo que se dirime en el Grand Palais de París. En Estocolmo, en 1912, hubo siete escritores participantes y ganó el oro, bajo seudónimo, el francés Pierre de Coubertin, inventor de los Juegos modernos. En Amberes, en 1920, solo tres plumas se enfrentaron por el oro, que logró el poeta italiano Raniero Nicolai con sus Canciones olímpicas.

Pero en París 1924 compiten treinta y dos escritores. Representan a 10 países. Y así comienza la dura deliberación.

No son tambores de guerra aquello que busca el jurado. No la belicosidad de las espadas de Montherlant. No la dureza franca de Graves. Prefieren algo más light en una Europa embravecida, un mundo enconado. Y ahí emerge la oportunidad de un desconocido. Un poeta de párpados alicaídos.

Tiene 32 años y el pelo hirsuto. Ha nacido en la Borgoña. Antes se llamaba Charles Louis Prosper Guyot, ahora se hace llamar Géo-Charles. Antes jugaba al fútbol; después luchó en la guerra y los alemanes lo encerraron cuatro años en el campo de concentración de Oberhausen. Escribe en revistas, admira a Tristan Tzara, ha publicado un libro de poemas titulado Sports. Al concurso de París 1924 envía un libro de 70 páginas titulado Jeux olympiques, que es una especie de poesía teatral o de teatro poético. Es raro. Pero el caso es que gana el oro.

Y le envían una medalla por correo. Y él se indigna porque esperaba ser coronado en el estadio olímpico con los honores de cualquier otro atleta. Y entonces devuelve la medalla por correo al comité olímpico; el ego. Y el comité no tiene más remedio que organizar una ceremonia oficial. Oro para Géo-Charles; dos platas, para la autora británica Dorothy Margaret Stuart y el novelista danés Josef Petersen; y dos bronces para el poeta francés Charles Anthoine Gonnet y el médico dublinés Oliver St. John Gogarty.

Ahí debería acabar la historia. Pero hay una coda. Inesperada. Como un mortal en plancha y pirueta ideológica. Géo-Charles, campeón de Literatura en París 1924, renegará del espíritu olímpico y de su falsa promesa de paz universal cuatro años después. Géo-Charles preferirá asistir en Moscú a las Spartakiadas bolcheviques, que desafían a los burgueses Juegos Olímpicos de Ámsterdam. Géo-Charles escribirá entonces que ya nada queda del antiguo ideal social que subyacía en los Juegos Olímpicos. Palabra de medallista.

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