Tristin_Krajcik
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“La cura más grande que hacíamos era mearnos las manos para fortalecerlas”. Vicent Alapont, de Sueca (Valencia), recordaba así los duros tiempos de temporero en el arroz, en la marismeña región francesa de La Camarga. Él fue uno de los miles de españoles que marchaban a Europa para trabajar unos meses en el campo. Ese pasado reciente lo ha estudiado en los últimos cuatro años Sergio Molina García, profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Castilla-La Mancha (UCLM), en colaboración con el Seminario de Estudios del Franquismo y la Transición (SEFT). Su interés le viene, en parte, por haber nacido en la localidad albaceteña de Fuente-Álamo, donde “de niño veía que buena parte de la población había emigrado a la vendimia”, incluidos parientes de su padre.
Además, Molina García había comprobado durante su tesis, en la que trató las relaciones España-Francia en materia agrícola, “que había mucha documentación sobre los temporeros”, pero que no había sido un tema muy estudiado. En la primera mitad de los setenta se produjo el gran éxodo, “salían más de 100.000 personas al año, eso las que iban legalmente, más las que no lo iban, que podía ser una cantidad similar”, dice en la exposición itinerante que ha comisariado, Huir de la miseria. Los temporeros españoles en Europa, 1948-1990, que hasta el 30 de octubre estará en Ciudad Real, en la sala Acua, dependiente de la universidad castellano-manchega.
Molina subraya que en los últimos años, “en el estudio de la historia de España se está poniendo énfasis en ángulos ciegos, y uno de ellos es la emigración”. El objetivo de la exposición (con su catálogo, editado por la UCLM) es “mostrar que el desprecio a los inmigrantes es negarnos a nosotros mismos”, un mensaje que ve necesario ante “el incremento de posturas xenófobas y el auge de la extrema derecha”. El profesor señala que la actual llegada de inmigrantes a España tiene similitudes con lo que sucedía entonces: “Personas sin recursos que se iban a otro país, que no se relacionaban con nadie y que estaban en condiciones de explotación”.
La muestra consta de paneles con fotografías (pertenecientes a álbumes familiares de temporeros) y textos, y vitrinas con documentación y libros. Las imágenes son, en su mayoría, de trabajadores que posan durante la faena, vestidos humildemente. Hombres, mujeres y niños. Sí, había trabajo infantil. En otras fotos se les ve en los pocos ratos de ocio, comiendo y bebiendo en grupo. “En muchas ocasiones se iban familias enteras. Las mujeres se ocupaban de hacer la comida, lavar la ropa y organizar el alojamiento, aunque en la vendimia también trabajaban. Normalmente, los contratos se hacían a nombre del hombre y por eso el salario oficial era el suyo. A las mujeres y niños se les pagaba la mitad”.
De los documentos expuestos destaca un libro escrito a máquina por Tomás Torio, un temporero que además era cura, Racimos de lucha, de 1977. “Es un texto de denuncia, que describe una campaña de la vendimia”. Lo más crudo es el relato de la muerte de una joven temporera, de solo 17 años, por un golpe de la pala de un tractor. “Este hombre cuenta cómo los patronos se la querían llevar de allí porque no tenía contrato”. Torio incluyó en su modesta obra una Elegía a Dolores, la muchacha fallecida: “Con la sangre de un verano que moría / te fuiste dormida en un beso con el aire”.
La exposición, explica Molina, ha sido posible gracias un proyecto concedido por la Secretaría de Estado de Memoria Democrática y cuenta con la colaboración de otro del Plan Nacional de Investigación y la Fundación Pablo Iglesias. De Ciudad Real, viajará a Albacete, Toledo, Guadalajara, Madrid, Alicante y, ya en Francia, a París. El estudio de Molina llega hasta 1990, “cuando este fenómeno dejó de ser masivo”, aunque advierte de que hoy se mantiene la emigración a la vendimia francesa, con unas 15.000 personas cada año.
¿Por qué emigraban los españoles? Quizás la mejor respuesta sea la de una de las personas que entrevistó Molina para su investigación: “No había ninguna perra para comer, no había jornales y de este modo se ganaban jornales para una temporada”. Como señala el título de la exposición, se trataba de huir de la miseria, “pero también se la encontraban en los países de destino, aunque la diferencia es que allí los sueldos eran mejores”.
El ciclo de la emigración comenzaba en las plazas de los pueblos, donde los patronos franceses acudían a reclutar trabajadores. “Empezó con la remolacha, a comienzos de los años cincuenta. Se iban sobre todo de Aragón, Córdoba, Málaga y Granada. En el norte de Francia necesitaban mano de obra porque los italianos que hacían esa labor se marchaban a Alemania a trabajar en la industria y los argelinos, por el conflicto con los franceses, dejaron de ir. Además, en España había una crisis del modelo agrícola tradicional, el de la explotación familiar”, detalla. En los sesenta se superaron los 30.000 temporeros remolacheros. En la documentación consultada, Molina ha visto cómo había alcaldes que se quejaban a su gobernador civil porque había pueblos en los que emigraba hasta el 70% de la población: “Decían que no tenían a nadie ni para barrer las calles”.
En contra de lo que se ha creído, “el franquismo no potenció la emigración porque la iniciativa había partido de Francia”. Solo cuando se creó el Instituto Español de Emigración, en 1956, “el régimen empezó a usar la emigración como válvula de escape del desempleo rural español”. “Además, le interesaba vigilar quiénes salían de España, por eso les pedía certificados de buena conducta y con el tiempo enviaba curas para controlarlos”.
Los que iban a las plantaciones de arroz procedían en su mayoría de Valencia y Tarragona y su destino era la región de La Camarga. Molina relata que los franceses tenían tierras para el arroz pero no sabían cómo cultivarlo. Miraron en qué países se daba este cultivo y, además, como señalaba un informe de la patronal francesa del sector, “los españoles son sumisos y no se quejan”. Así que tuvieron claro a quienes contratar. “Mientras que la vendimia fue el trabajo temporero más importante para los españoles, que iban en septiembre, sobre todo desde el sureste, y sus destinos eran Burdeos y Montpellier”.
“A los elegidos les daban un billete de tren hasta la frontera, donde se firmaba el contrato. De la estación los llevaban en camiones o tractores hasta la explotación. El alojamiento, que solía ser en almacenes o pajares, lo descontaban del sueldo y tampoco entraba la comida. Así que los españoles se llevaban conservas, patatas, embutidos...”.
De sus entrevistas, Molina dice que el peor recuerdo que guardaban los temporeros era el viaje. “El franquismo no tenía capacidad para mover a tantas personas, así que usaba vagones retirados. Trenes en su mayoría de madera, sin luz, ni asientos. El trayecto podía durar hasta 48 horas porque se producían averías. “Una vez salimos de Valencia 1.200 hombres en siete vagones, íbamos hasta dentro de los váteres”, rememoraba un jornalero de Sueca.
Las jornadas eran largas, “trabajaban a destajo para estar el menor tiempo posible y ganar lo máximo y volver”. Solo descansaban los domingos. Sin embargo, Molina observó en los entrevistados que preferían borrar lo negativo y quedarse con lo bueno. Tanto esfuerzo les sirvió, al menos, para progresar. “La mayoría empleaba el dinero ganado en hacerse una casa o había quien ponía un negocio. Luego, en los setenta, lo utilizaron sobre todo para los estudios de sus hijos”. Vida de temporero, que cantó Joan Manuel Serrat en Los vendimiadores: “Alrededor de septiembre, antes de que llegue el frío, compran su billete para el tren de la esperanza”.
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Además, Molina García había comprobado durante su tesis, en la que trató las relaciones España-Francia en materia agrícola, “que había mucha documentación sobre los temporeros”, pero que no había sido un tema muy estudiado. En la primera mitad de los setenta se produjo el gran éxodo, “salían más de 100.000 personas al año, eso las que iban legalmente, más las que no lo iban, que podía ser una cantidad similar”, dice en la exposición itinerante que ha comisariado, Huir de la miseria. Los temporeros españoles en Europa, 1948-1990, que hasta el 30 de octubre estará en Ciudad Real, en la sala Acua, dependiente de la universidad castellano-manchega.
Molina subraya que en los últimos años, “en el estudio de la historia de España se está poniendo énfasis en ángulos ciegos, y uno de ellos es la emigración”. El objetivo de la exposición (con su catálogo, editado por la UCLM) es “mostrar que el desprecio a los inmigrantes es negarnos a nosotros mismos”, un mensaje que ve necesario ante “el incremento de posturas xenófobas y el auge de la extrema derecha”. El profesor señala que la actual llegada de inmigrantes a España tiene similitudes con lo que sucedía entonces: “Personas sin recursos que se iban a otro país, que no se relacionaban con nadie y que estaban en condiciones de explotación”.
La muestra consta de paneles con fotografías (pertenecientes a álbumes familiares de temporeros) y textos, y vitrinas con documentación y libros. Las imágenes son, en su mayoría, de trabajadores que posan durante la faena, vestidos humildemente. Hombres, mujeres y niños. Sí, había trabajo infantil. En otras fotos se les ve en los pocos ratos de ocio, comiendo y bebiendo en grupo. “En muchas ocasiones se iban familias enteras. Las mujeres se ocupaban de hacer la comida, lavar la ropa y organizar el alojamiento, aunque en la vendimia también trabajaban. Normalmente, los contratos se hacían a nombre del hombre y por eso el salario oficial era el suyo. A las mujeres y niños se les pagaba la mitad”.
De los documentos expuestos destaca un libro escrito a máquina por Tomás Torio, un temporero que además era cura, Racimos de lucha, de 1977. “Es un texto de denuncia, que describe una campaña de la vendimia”. Lo más crudo es el relato de la muerte de una joven temporera, de solo 17 años, por un golpe de la pala de un tractor. “Este hombre cuenta cómo los patronos se la querían llevar de allí porque no tenía contrato”. Torio incluyó en su modesta obra una Elegía a Dolores, la muchacha fallecida: “Con la sangre de un verano que moría / te fuiste dormida en un beso con el aire”.
La exposición, explica Molina, ha sido posible gracias un proyecto concedido por la Secretaría de Estado de Memoria Democrática y cuenta con la colaboración de otro del Plan Nacional de Investigación y la Fundación Pablo Iglesias. De Ciudad Real, viajará a Albacete, Toledo, Guadalajara, Madrid, Alicante y, ya en Francia, a París. El estudio de Molina llega hasta 1990, “cuando este fenómeno dejó de ser masivo”, aunque advierte de que hoy se mantiene la emigración a la vendimia francesa, con unas 15.000 personas cada año.
¿Por qué emigraban los españoles? Quizás la mejor respuesta sea la de una de las personas que entrevistó Molina para su investigación: “No había ninguna perra para comer, no había jornales y de este modo se ganaban jornales para una temporada”. Como señala el título de la exposición, se trataba de huir de la miseria, “pero también se la encontraban en los países de destino, aunque la diferencia es que allí los sueldos eran mejores”.
El ciclo de la emigración comenzaba en las plazas de los pueblos, donde los patronos franceses acudían a reclutar trabajadores. “Empezó con la remolacha, a comienzos de los años cincuenta. Se iban sobre todo de Aragón, Córdoba, Málaga y Granada. En el norte de Francia necesitaban mano de obra porque los italianos que hacían esa labor se marchaban a Alemania a trabajar en la industria y los argelinos, por el conflicto con los franceses, dejaron de ir. Además, en España había una crisis del modelo agrícola tradicional, el de la explotación familiar”, detalla. En los sesenta se superaron los 30.000 temporeros remolacheros. En la documentación consultada, Molina ha visto cómo había alcaldes que se quejaban a su gobernador civil porque había pueblos en los que emigraba hasta el 70% de la población: “Decían que no tenían a nadie ni para barrer las calles”.
En contra de lo que se ha creído, “el franquismo no potenció la emigración porque la iniciativa había partido de Francia”. Solo cuando se creó el Instituto Español de Emigración, en 1956, “el régimen empezó a usar la emigración como válvula de escape del desempleo rural español”. “Además, le interesaba vigilar quiénes salían de España, por eso les pedía certificados de buena conducta y con el tiempo enviaba curas para controlarlos”.
Los que iban a las plantaciones de arroz procedían en su mayoría de Valencia y Tarragona y su destino era la región de La Camarga. Molina relata que los franceses tenían tierras para el arroz pero no sabían cómo cultivarlo. Miraron en qué países se daba este cultivo y, además, como señalaba un informe de la patronal francesa del sector, “los españoles son sumisos y no se quejan”. Así que tuvieron claro a quienes contratar. “Mientras que la vendimia fue el trabajo temporero más importante para los españoles, que iban en septiembre, sobre todo desde el sureste, y sus destinos eran Burdeos y Montpellier”.
“A los elegidos les daban un billete de tren hasta la frontera, donde se firmaba el contrato. De la estación los llevaban en camiones o tractores hasta la explotación. El alojamiento, que solía ser en almacenes o pajares, lo descontaban del sueldo y tampoco entraba la comida. Así que los españoles se llevaban conservas, patatas, embutidos...”.
De sus entrevistas, Molina dice que el peor recuerdo que guardaban los temporeros era el viaje. “El franquismo no tenía capacidad para mover a tantas personas, así que usaba vagones retirados. Trenes en su mayoría de madera, sin luz, ni asientos. El trayecto podía durar hasta 48 horas porque se producían averías. “Una vez salimos de Valencia 1.200 hombres en siete vagones, íbamos hasta dentro de los váteres”, rememoraba un jornalero de Sueca.
Las jornadas eran largas, “trabajaban a destajo para estar el menor tiempo posible y ganar lo máximo y volver”. Solo descansaban los domingos. Sin embargo, Molina observó en los entrevistados que preferían borrar lo negativo y quedarse con lo bueno. Tanto esfuerzo les sirvió, al menos, para progresar. “La mayoría empleaba el dinero ganado en hacerse una casa o había quien ponía un negocio. Luego, en los setenta, lo utilizaron sobre todo para los estudios de sus hijos”. Vida de temporero, que cantó Joan Manuel Serrat en Los vendimiadores: “Alrededor de septiembre, antes de que llegue el frío, compran su billete para el tren de la esperanza”.
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