La compañía Peeping Tom se deconstruye en medio del hielo hasta quedar literalmente en pelotas

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27 Sep 2024
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Largos aplausos y buena parte de la platea del Teatre Nacional de Catalunya (TNC) puesta en pie han premiado anoche la representación de S62º58′,W60º39′ (en referencia a las coordenadas de la Isla Decepción, frente a la península Antártica), el nuevo espectáculo de la celebrada compañía de danza teatro belga Peeping Tom. El montaje, espectacular, presidido por la operística escenografía muy realista de un barco atrapado en la banquisa en el fin del mundo que sugiere pinturas románticas como El mar de hielo de Caspar Friedrich o las de William Bradford y evoca la aventura polar, significa un cambio de rumbo en la trayectoria del grupo que introduce texto a mansalva y arrincona la danza que era elemento fundamental de su trabajo.

Las funciones de Barcelona (hasta el 16 de junio, sin duda es uno de los espectáculos que hay que ver esta temporada), han venido precedidas de críticas, generalmente desde el ámbito dancístico, que cuestionaban la reconversión de Peeping Tom al teatro de texto. Hay que recalcar que el grupo hace esa transformación, que veremos si es irrevocable o algo puntual, conservando todo el humor, a veces muy negro, el surrealismo, la carga onírica y el sentido de la maravilla y lo extraño, incluso lo absurdo, que son sus señas de identidad. Es verdad que se echa a faltar más de la formidable danza, llena de movimientos hipnóticos, característica esencial también del grupo (hasta ahora), especialmente cuando ofrece sensacionales apuntes de lo que es capaz ese increíble bailarín que es Chey Jurado. Pero el cambio de Peeping Tom, un verdadero salto al vacío lleno de valor, aventura e incertidumbre, una verdadera deconstrucción del grupo y una arriesgada expedición a lo desconocido, constituye un enorme reto artístico que hay que reconocer y valorar.

S62º58′,W60º39′, o S62, como admiten abreviarla, es una obra que muestra a un colectivo que no se contenta con seguir cosechando laureles que tiene ya garantizados y trata de reinventarse. Solo por ese inconformismo y ese desprecio del éxito seguro, con la que está cayendo, ya merece el aplauso. Peeping Tom, bajo la dirección de Franck Chartier (el alma doble de la compañía junto a Gabriela Carrizo) se lanza sin red en este espectáculo a explorar caminos que le sacan de la comodidad y lo transitado para meterse en un espinoso berenjenal.

Teatro dentro del teatro bajo la advocación de Pirandello y Beckett, siete personajes y actores se enfrentan a un director (el propio Chartier) al que se escucha pero no se ve, cuestionando sus indicaciones y perturbando continuamente la marcha de la obra. Una obra que debía ser la historia de unos seres atrapados a bordo de su barco en el hielo de la Antártida, una situación clásica de la historia de la exploración polar, para derivar en una reflexión existencial, la aventura de vivir en un mundo vacuo, una nada fría. En este caso (“más un sueño que una exploración”, dice Chartier), no estamos en las grandes aventuras épicas de la expedición de Franklin en busca del paso del Noroeste o de Shackleton en la banquisa del Mar de Weddell, ni el innominado navío de Peeping Tom es el Terror y el Erebus ni el Endurance sino una más modesta y moderna embarcación de recreo que no sabemos cómo diablos ha ido a parar a las aguas heladas de la Isla Decepción (de todas formas, el barco de Peeping Tom y su mecanismo de balanceo en el hielo pasan desde ya a la historia del teatro naval que hemos visto aquí, junto al bajel corsario de Mar i Cel). La tripulación tampoco es la clásica de una aventura polar sino la acostumbrada galería pintoresca de Peeping Tom, seres extravagantes, desgarrados, divertidos, trágicos y ridículos, violentos y sentimentales (como nosotros mismos, vamos), atrapados en una distopía, como la ha calificado muy acertadamente la directora del TNC Carme Portaceli.

Imagen del espectáculo de Peeping Tom.

En un espacio dominado por la nieve, el hielo, el frío, el viento (cómo no), el desamparo y la ruina, un paisaje a la vez de la tradición pictórica y sumamente peepingtomiano -recordemos 32 rue Vandenbranden (2009), parece que vayamos a asistir a una representación canónica de la compañía, esos universos inestables de pesadillas, miedo y deseo, poblados por perdedores.

Pero la acción se corta una y otra vez (“coupez!”) cuando un actor manifiesta no estar conforme y se marcha cabreado por el patio de butacas, una actriz ecolofeminista cuestiona el significado de la obra (“¿estamos sugiriendo que se funden los polos?, ¿y tu pisada medioambiental Francky?”) y critica el trato a un animal en escena (un pez de plástico), otra actriz, harta de repetir papeles, quiere ser “tridimensional” y se resiste a morir como está escrito (a lo Cordelia, con Sam Louwyck aullando en una mezcla del rey Lear, Ahab y el viejo marinero de Coleridge), o el propio Chey Jurado deplora que no haya más baile al grito de “¡¿pero esto no era una compañía de danza?!” (sentencia celebrada por el público). Entre las cosas más divertidas de un espectáculo que tiene mucho humor (y mucho de desolador), el que se califique repetidamente a Franck Chartier de “Castellucci del Raval”, en irónica referencia al impactante director italiano, y otras imprecaciones de los actores al autor como “¿te has tomado las pastillas?” y “¡abre el melón de tu masculinidad, Francky!”.

Chartier ya explicó al presentar su pieza que el barco y la comunidad de supervivientes atascados en el hielo son una imagen de la inspiración encallada. Y la función abunda en esa idea de bloqueo creativo y necesidad de encontrar una salida -”¿qué queréis hacer?”, claudica el sobrepasado director-. La situación se disuelve en una serie de escenas que abundan en ese hilo conductor de la reflexión sobre la creatividad y el tributo que se cobra el oficio sobre la vida personal, con algunos momentos que van más allá y se adentran —como tan bien hace siempre Peeping Tom— en lo más desgarrador del vacío existencial y el dolor humano y el trauma. Chartier relaciona el hielo y el frío con la violencia patriarcal, de la que muchos miembros de la compañía tienen experiencia, empezando por la que sufrió él.

Las reivindicaciones de los actores culminan en un largo e inesperado epílogo en el que la obra abandona el formato de superproducción y rompe la cuarta pared para convertirse en el monólogo en primerísimo plano de un actor (el portugués Romeu Runa) que se desnuda hasta lo indecible para explicar los abismos de su oficio. Sintetizando lo que se ha venido expresando en la función (la inestabilidad, la frustración, las dudas, el sacrificio de la vida personal y familiar a que obliga el teatro), Runa se entrega a un ritual perturbador, incómodo y que puede resultar hasta desagradable para algunos espectadores. Se muestra literalmente en pelotas, jugando con su sexo y zonas íntimas, exponiéndose de una manera que no por muy vista en el teatro deja de ser chocante y más en un escenario como el de la Sala Gran del TNC. Runa, con fascinantes movimientos abruptos, grotescos y sincopados (a ratos recuerda el fantasma de la pulga de Blake), amenaza con montar una orgía e invade el patio de butacas en busca de partenaire (anoche fue a topar con Santi Fontevila, que ya es suerte) para luego abandonar la sala de la mano de una espectadora. Un final demasiado largo, esforzada lección interpretativa, sin duda, pero que difumina la excelente deriva textual en el hielo de Peeping Tom. Una aventura que, que desde luego, no es en absoluto un patinazo.

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