Betty_Dooley
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A Frantz Fanon se le ha fragmentado como fragmenta el capitalismo la integridad de la realidad. Es su forma de dominar cada atisbo de emancipación. El sujeto contestatario moderno toma, deja, amolda o retuerce el Fanon que le conviene, sin ser consciente de que con ello traiciona al revolucionario en un doble sentido: desbarata las posibilidades de un sujeto libre, radicalmente complejo, por el que Fanon luchó, y alimenta la reproducción de la alienación que aqueja a la sociedad colonial, producto maleable que no desaparece con el fin del colonialismo sensu stricto. Ahí tenemos el genocidio de Gaza, que ha llevado al paroxismo uno de los últimos reductos del colonialismo de poblamiento, el de Israel en Palestina, y ulcerado la herida colonial abierta entre el Norte y el Sur global.
El legado intelectual de Fanon, su biografía, el modelo de activismo que encarnó, sus métodos psiquiátricos o el ideario revolucionario que desgrana su obra rompen con las formas sinópticas del entendimiento ilustrado, que no es lo mismo que la razón, de la que él nunca abjuró. No en vano, Fanon fue ante todo un psiquiatra: “Oh, cuerpo mío, ¡haz siempre de mí un hombre que interroga!”, reza el final de Piel negra, máscaras blancas (1952), su primera obra y su primer clásico, y Adam Shatz hace de este aserto el eje de su magnífica biografía, que literalmente se titula La clínica rebelde.
El rebelde, el Fanon martiniqués de nacimiento, argelino por voluntad y ciudadano francés por defecto, luchó con las fuerzas de la Francia Libre en la II Guerra Mundial y militó en el Frente de Liberación Nacional argelino hasta su temprana muerte a los 36 años, unos meses antes de que Argelia lograra la independencia. Fanon rechazó que las identidades, tanto políticas como culturales y epistemológicas, se transformaran en destinos. Fue un psiquiatra que diagnosticó dos males de la estructura capitalista: el racismo y el colonialismo, y vaticinó sus efectos futuros. De ahí la perennidad de sus ideas, algunas muy discutidas, como el poder liberador de la violencia en las sociedades alienadas. Alice Cherki, colega de Fanon que publicó un retrato indispensable para comprender al rebelde —otra biografía también fundamental es la de David Macey, que se fija en el contexto sociohistórico—, destaca al psiquiatra que humanizó la furia y enseñó a los oprimidos a hacerse con su destino.
Pero entregarse a la lucha, reconducir los elementos emocionales del odio en razones para la batalla, no puede sostenerse en el marco identitario del ellos-nosotros. Fanon dejó también escrito en Los condenados de la tierra que “el odio no podrá constituir un programa”.
Shatz se centra en el Fanon intelectual y hace una historia de las ideas que marcaron la segunda mitad del siglo XX. Las que Fanon siguió o discutió en vida —la transferencia freudiana, la fenomenología de Merleau-Ponty, el existencialismo sartriano, la negritud de Senghor, el marxismo ortodoxo— y las que deben a Fanon buena parte de su formulación y sus logros —el poder foucaultiano o el orientalismo de Said—. Es muy oportuna la profundización de Shatz en las dos obras intermedias de Fanon —Sociología de una revolución y Por la revolución africana—, menos atendidas por los estudios poscoloniales que Piel negra, máscaras blancas y Los condenados de la tierra, y que, sin embargo, articulan una praxis de la emancipación que enlaza los movimientos tercermundistas de los años sesenta y setenta con el Black Lives Matter de la actualidad.
Si bien Shatz no esconde los puntos flacos de Fanon y del fanonismo, en concreto su silencio ante la pujanza del nacionalismo araboislámico y la brecha entre liberación y libertad, recalca que Fanon creía con fervor en los surgimientos, en la esperanza desafiante de un mundo sin máscaras blancas, un mundo de hombres sin más. Tal era el fin de la ideología que tanto ha asustado a las “bellas almas de la izquierda” europea y que las élites negras poscoloniales traicionaron.
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El legado intelectual de Fanon, su biografía, el modelo de activismo que encarnó, sus métodos psiquiátricos o el ideario revolucionario que desgrana su obra rompen con las formas sinópticas del entendimiento ilustrado, que no es lo mismo que la razón, de la que él nunca abjuró. No en vano, Fanon fue ante todo un psiquiatra: “Oh, cuerpo mío, ¡haz siempre de mí un hombre que interroga!”, reza el final de Piel negra, máscaras blancas (1952), su primera obra y su primer clásico, y Adam Shatz hace de este aserto el eje de su magnífica biografía, que literalmente se titula La clínica rebelde.
El rebelde, el Fanon martiniqués de nacimiento, argelino por voluntad y ciudadano francés por defecto, luchó con las fuerzas de la Francia Libre en la II Guerra Mundial y militó en el Frente de Liberación Nacional argelino hasta su temprana muerte a los 36 años, unos meses antes de que Argelia lograra la independencia. Fanon rechazó que las identidades, tanto políticas como culturales y epistemológicas, se transformaran en destinos. Fue un psiquiatra que diagnosticó dos males de la estructura capitalista: el racismo y el colonialismo, y vaticinó sus efectos futuros. De ahí la perennidad de sus ideas, algunas muy discutidas, como el poder liberador de la violencia en las sociedades alienadas. Alice Cherki, colega de Fanon que publicó un retrato indispensable para comprender al rebelde —otra biografía también fundamental es la de David Macey, que se fija en el contexto sociohistórico—, destaca al psiquiatra que humanizó la furia y enseñó a los oprimidos a hacerse con su destino.
El psiquiatra diagnosticó dos males de la estructura capitalista: el racismo y el colonialismo, y vaticinó sus efectos futuros
Pero entregarse a la lucha, reconducir los elementos emocionales del odio en razones para la batalla, no puede sostenerse en el marco identitario del ellos-nosotros. Fanon dejó también escrito en Los condenados de la tierra que “el odio no podrá constituir un programa”.
Shatz se centra en el Fanon intelectual y hace una historia de las ideas que marcaron la segunda mitad del siglo XX. Las que Fanon siguió o discutió en vida —la transferencia freudiana, la fenomenología de Merleau-Ponty, el existencialismo sartriano, la negritud de Senghor, el marxismo ortodoxo— y las que deben a Fanon buena parte de su formulación y sus logros —el poder foucaultiano o el orientalismo de Said—. Es muy oportuna la profundización de Shatz en las dos obras intermedias de Fanon —Sociología de una revolución y Por la revolución africana—, menos atendidas por los estudios poscoloniales que Piel negra, máscaras blancas y Los condenados de la tierra, y que, sin embargo, articulan una praxis de la emancipación que enlaza los movimientos tercermundistas de los años sesenta y setenta con el Black Lives Matter de la actualidad.
Si bien Shatz no esconde los puntos flacos de Fanon y del fanonismo, en concreto su silencio ante la pujanza del nacionalismo araboislámico y la brecha entre liberación y libertad, recalca que Fanon creía con fervor en los surgimientos, en la esperanza desafiante de un mundo sin máscaras blancas, un mundo de hombres sin más. Tal era el fin de la ideología que tanto ha asustado a las “bellas almas de la izquierda” europea y que las élites negras poscoloniales traicionaron.
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‘La clínica rebelde’: biografía de Frantz Fanon, el rebelde que interroga
Adam Shatz compone una historia de las ideas de la segunda mitad del siglo XX a través del legado intelectual y el modelo de activismo encarnado por el martiniqués
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