runte.avis
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No tenía radio, televisión ni teléfono. Tampoco una dirección concreta a la que enviar cartas. Apenas una pista de tierra llegaba a una vivienda tan singular como única. La obra, realizada entre 1969 y 1971, se rindió a su entorno natural. Respetó los olivos existentes en el terreno y jugó con las ramas de grandes algarrobos para fundir arquitectura y naturaleza. Declarada Bien de Interés Cultural en 2009, la casa que Bernard Rudofsky diseñó a las afueras de Frigiliana (Málaga) fue la última que el arquitecto checo diseñó en su vida. Allí se retiraba junto a su mujer, Berta, para descansar cada verano de su ajetreada vida en Manhattan. El proyecto fue firmado, además, por José Antonio Coderch, íntimo amigo de uno los creadores más innovadores y polifacéticos de la arquitectura y el diseño del siglo XX. Lo demostró con la exposición Arquitectura sin arquitectos, en el MoMa de Nueva York, hace justo 60 años, que revolucionó la disciplina con una mirada a la tradición. “Lo que hace falta no es una nueva forma de construir, sino una nueva forma de vivir”, decía el arquitecto ya en los años treinta.
Para llegar hoy a la Casa Rudofsky —también conocida como ‘La Casa’ o ‘La Parra’— hay que atravesar un laberinto de calles asfaltadas. Encontrarla es complejo en una montaña con vistas al Mediterráneo donde lo urbanizado se ha tragado a lo natural. Aun así, mantiene su esencia. “Es el manifiesto personal de Bernard Rudofsky. Representa cómo entiende él la arquitectura, sus preocupaciones, sus críticas. Tiene un enorme valor”, explica el arquitecto Daniel Pinzón, que junto a su colega Mar Loren elaboró el informe en el que se basó la Junta de Andalucía para declarar el inmueble como Bien de Interés Cultural y convertirlo en uno de los monumentos más jóvenes de la comunidad andaluza. Fue en 2011, cuando la casa se encontraba “muy deteriorada”, según fuentes del Ayuntamiento de Frigiliana —donde guardan los planos originales— y reconocen que sufrió modificaciones posteriores. “Cuando hicimos la investigación había muy poca literatura y nos fuimos dando cuenta de que aquí era poco conocida pero a nivel internacional era muy importante. Se ha protegido, pero no ha sido posible ponerla en valor lo suficiente”, denuncia Pinzón. La Junta de Andalucía ha confirmado que los propietarios recibieron en 2012 una sanción 100.001 euros “por infracción a la legislación sobre Patrimonio Histórico” tras hacer obras en el inmueble sin autorización de la Consejería de Cultura —algunas sin haberse solicitado previamente y otras, solicitadas pero expresamente denegadas en anterior resolución— y sin licencia municipal.
Rudofsky nació en Moravia en 1905. Vivió en Brasil y pasó buena parte de su vida en Nueva York. Más allá de su trabajo como arquitecto fue un aclamado diseñador, comisario de arte, editor, fotógrafo e investigador. Ejerció de profesor en universidades de Japón, Estados Unidos y Dinamarca. Buena parte de su trabajo —33 cuadernos de viaje, 56 libretas, diseños, estudios de edificios, 5.500 diapositivas y 128 fotografías— se encuentra en el Getty Center de Los Ángeles. The Bernard Rudofsky Estate Vienna, en Austria, también guarda su legado, entre el que se encuentran fotografías de la casa de Frigiliana. La vivienda es el ejercicio final de todo lo que aprendió antes de construirla, que no fue poco. El creador viajó por el mundo para estudiar las soluciones que la arquitectura popular había desarrollado sin grandes conocimientos profesionales para adaptarse a cada lugar y sus condiciones topográficas, climáticas, ambientales, sociales o económicas. Hizo fotos, dibujos; documentó procesos y materiales.
Lo hizo en un momento en el que el mundo apuntaba a arquitectura industrial, de casas seriadas, de ciudades funcionales y estandarizadas. Se rebeló contra aquella ideología dominante. El mundo miraba al norte y él lo hizo hacia el sur. Aprendió lo vernáculo y puso en cuestión la modernidad viendo otras realidades. Sus ideales quedaron reflejados en la exposición Arquitectura sin arquitectos, que el Museo de Arte Moderno (MoMA) de Nueva York acogió en 1960 y el ensayo homónimo que firmó entonces —reeditado en 2020 en España— es hoy un libro esencial para interesados en la arquitectura. “Enseñó que se podía aprender mucho de las arquitecturas anónimas. Mientras todo se estaba estandarizando, él hizo lo contrario, mirar lo que el lugar ofrece y dejar que la arquitectura brote en ese sitio, que se funda con el lugar”, apunta Alejandro García Hermida, director de la Fundación Culturas Constructivas Tradicionales. Y no solo en lo arquitectónico, también en mundos como la moda: él fue el introductor de las sandalias cuando en 1946 diseñó las icónicas Bernardo, adaptando a su tiempo la tradición. Fueron popularizadas por Jane Birkin o Jackie Kennedy y aún son referentes.
Rudofsky recorrió los cinco continentes y construyó siete casas a lo largo de su vida, pero fue precisamente en Andalucía donde decidió levantar la última y más importante: la suya. Tras enamorarse de Mojácar (Almería), las cuevas de Guadix (Granada) o Casares y Mijas en Málaga, Frigiliana fue el lugar elegido, quizá porque su amigo José Guerrero tenía residencia en Nerja y, también, atraído por la arquitectura vernácula del lugar. Allí, además, surgió la oportunidad de adquirir una finca —de unos 4.000 metros cuadrados— propiedad de un norteamericano. “Fue una combinación de oportunidades”, subraya Pinzón. Entonces dibujó los planos de su casa y fue otro amigo, el arquitecto José Antonio Coderch, el que los firmó. Fue un puro trámite administrativo —como extranjero no estaba habilitado para firmarlos él— pero también una muestra de admiración y amistad con el catalán. También pusieron su nombre los arquitectos colaboradores Eduardo Ramos y Antonio García Garrido.
Sin saberlo pero, quizás, sí intuirlo, Rufofsky levantó su casa en una zona donde aún hoy hay otras en pie desde hace más de 500 años. Con algo más de 400 metros construidos, fue levantada en cinco niveles para adaptarse a las antiguas terrazas de cultivo que había en una zona donde los aguacates eran todavía un sueño. El bancal más alto es el de la vivienda, que no desperdicia centímetros para pasillos y cuyo corazón es un generoso porche. El espacio abierto divide la vida de día y de noche. A un lado, la sala de estar, el comedor y la cocina. Al otro, el dormitorio —con salida a un patio— y, ya adyacente y con entrada propia, el estudio de trabajo. Todas las habitaciones, que se adelantan o retrasan en función el terreno para crear una línea irregular, se mantienen frescas gracias a su ventilación cruzada. Fuera, un cenador desciende en zigzag. Tiene un muro en L donde un algarrobo —ya talado— colaba sus ramas por sus huecos, símbolo de esa alianza de la casa con la naturaleza y al que el autor solía referirse como el matrimonio. En la zona más baja, tras la pérgola y un puñado de escalones de barro, aparece la piscina, estrecha y alargada.
Sus materiales son los mismos que las casas campesinas que Rudofsky encontró en la Frigiliana de los años 60, donde pasó un tiempo “informándose y fotografiando los sistemas constructivos utilizados en obras cercanas”, según el informe Proceso de ideación de la Casa Rudofsky, Frigiliana. El dibujo en la dimensión patrimonial de la obra arquitectónica. Se había fijado en el trabajo de los maestros de obra locales y siguió su ejemplo. Utilizó fábrica de ladrillo en cerramientos, estructura y pilares de hormigón, techos inclinados con teja árabe, muros de carga, mampostería para las estanterías de libros, muebles de fábrica para la cocina, suelos de barro, cal para las paredes: todo para reafirmar su compromiso con la arquitectura tradicional. Sobre las ventanas —hundidas para permitir la entrada del sol en invierno y reflejarlo en verano— había paneles de caña móviles que podían dar sombra adicional cuando fuese necesario. “Aún hoy casi nadie valora la arquitectura tradicional de la Axarquía. Hoy estarán tirando una casa de varios siglos en cualquier pueblo de la comarca, pero él ya sabía en los 60 el valor que tenía: es un precursor”, explica el arquitecto Pablo Farfán, uno de los que practica la arquitectura neovernácula, que —como La Casa— no imita la arquitectura local, sino que se fija en ella y la adapta a los tiempos bajo criterios de sostenibilidad energética y medioambiental. “Él tenía una sensibilidad de que la deberíamos aprender”, recalca Farfán.
De sus nuevos vecinos, Rudofsky también copió el mobiliario. “De acuerdo con la aversión de los habitantes a los respaldos de sillas, se proporciona asientos con varios taburetes de diversas alturas, producidos localmente y comprados por el equivalente de aproximadamente un dólar cada uno”, recoge el artículo Con el verano a la vista, publicado en la revista Interior Design en agosto de 1984, que —además de aclarar que Rudofsky contaba con un puñado de sillas más convencionales para las visitas, si así lo demandaban— destaca igualmente la inexistencia de electrodomésticos como televisión o radio: es una apuesta por la conciliación entre la disminución del consumo y el aumento del placer. Aquí y allá colgaban obras de Calder, Christo, Le Corbusier o Lindner, algunos viejos amigos. También, más como escultura que como lugar para sentarse, contaba con dos sillas Eames —regalo del matrimonio californiano— de contrachapado moldeado. “No hay formalismo de materiales modernos: es una vivienda sencilla, económica y formalmente muy interesante. Tiene esa brillantez que ya muestra en otros de sus edificios”, añade el arquitecto Sebastián del Pino, que realizó el informe sobre la casa para la fundación Docomomo Ibérico en 2017, justo el año en el que la prestigiosa revista Apartamento le dedicaba un artículo a La Casa.
“Quizá no era la casa más cómoda desde el punto de vista del confort por sus pendientes, escalones o escasa instalación eléctrica, pero el matrimonio Rudofsky creía tanto en su propio manifiesto que tuvieron que disfrutarla mucho. Imagina salir de Manhattan para entrar en el relax total de la Frigiliana de los 70″, añade Víctor Pinzón, quien destaca que Bernard y Berta solían pasar las horas fotografiando cómo las sombras de los árboles se reflejaban en las paredes blancas de la casa, hacían bodegones con pulpos que secaban al sol o creaban estructuras con los taburetes. “Han dejado fotografías preciosas, la mayoría desconocidas”, insiste Pinzón, que cree que la vivienda tiene aún más relevancia si se comprende el valor que para sus propietarios tenía y lo felices que eran en ella. “Eso no es fácil y mucho menos para un arquitecto”, sentencia quien cree que la de Rudofsky es, si se llega hasta el final, una historia triste debido a los “cambios profundos en la casa”, como explicaba Mar Loren durante un ciclo de conferencias asociado a la exposición que el centro José Guerrero (Granada) le dedicó a Rudofsky hace justo una década, cuando enseñaba la instalación de una verja, bancos, plataformas de madera y vestuarios junto a la piscina, la plantación de plataneras exóticas o que el algarrobo había sido talado.
Las intervenciones realizadas en el edificio le hicieron perder parte de su valía original y obligó a la administración a abrir un expediente disciplinario, según fuentes municipales, que también explican que la casa está cerrada casi todo el año y no se puede visitar, a pesar de que la ley obliga a los propietarios de BIC a permitir visitas gratuitas al menos cuatro días al mes salvo que la Consejería de Cultura diga lo contrario, aunque fuentes de la administración no han aclarado si existe dispensa en este caso concreto. Y, aunque no han recibido denuncias recientes, pedirán información a Frigiliana por si es necesario una nueva inspección. Eso sí, el alcalde, Alejandro Herrero, abre una ventana al optimismo: asegura que ya trabajan con la familia propietaria actual para que a medio plazo la vivienda pueda ser visitada. “Tienen buena predisposición y pronto lo conseguiremos”, concluye el regidor, consciente del tesoro que guarda su pueblo gracias a Rudofsky.
Las fotografías de La Casa de Rudofsky que aparecen en este artículo son diapositivas originales del arquitecto y se reproducen por cortesía del Centro José Guerrero.
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Para llegar hoy a la Casa Rudofsky —también conocida como ‘La Casa’ o ‘La Parra’— hay que atravesar un laberinto de calles asfaltadas. Encontrarla es complejo en una montaña con vistas al Mediterráneo donde lo urbanizado se ha tragado a lo natural. Aun así, mantiene su esencia. “Es el manifiesto personal de Bernard Rudofsky. Representa cómo entiende él la arquitectura, sus preocupaciones, sus críticas. Tiene un enorme valor”, explica el arquitecto Daniel Pinzón, que junto a su colega Mar Loren elaboró el informe en el que se basó la Junta de Andalucía para declarar el inmueble como Bien de Interés Cultural y convertirlo en uno de los monumentos más jóvenes de la comunidad andaluza. Fue en 2011, cuando la casa se encontraba “muy deteriorada”, según fuentes del Ayuntamiento de Frigiliana —donde guardan los planos originales— y reconocen que sufrió modificaciones posteriores. “Cuando hicimos la investigación había muy poca literatura y nos fuimos dando cuenta de que aquí era poco conocida pero a nivel internacional era muy importante. Se ha protegido, pero no ha sido posible ponerla en valor lo suficiente”, denuncia Pinzón. La Junta de Andalucía ha confirmado que los propietarios recibieron en 2012 una sanción 100.001 euros “por infracción a la legislación sobre Patrimonio Histórico” tras hacer obras en el inmueble sin autorización de la Consejería de Cultura —algunas sin haberse solicitado previamente y otras, solicitadas pero expresamente denegadas en anterior resolución— y sin licencia municipal.
Rudofsky nació en Moravia en 1905. Vivió en Brasil y pasó buena parte de su vida en Nueva York. Más allá de su trabajo como arquitecto fue un aclamado diseñador, comisario de arte, editor, fotógrafo e investigador. Ejerció de profesor en universidades de Japón, Estados Unidos y Dinamarca. Buena parte de su trabajo —33 cuadernos de viaje, 56 libretas, diseños, estudios de edificios, 5.500 diapositivas y 128 fotografías— se encuentra en el Getty Center de Los Ángeles. The Bernard Rudofsky Estate Vienna, en Austria, también guarda su legado, entre el que se encuentran fotografías de la casa de Frigiliana. La vivienda es el ejercicio final de todo lo que aprendió antes de construirla, que no fue poco. El creador viajó por el mundo para estudiar las soluciones que la arquitectura popular había desarrollado sin grandes conocimientos profesionales para adaptarse a cada lugar y sus condiciones topográficas, climáticas, ambientales, sociales o económicas. Hizo fotos, dibujos; documentó procesos y materiales.
Lo hizo en un momento en el que el mundo apuntaba a arquitectura industrial, de casas seriadas, de ciudades funcionales y estandarizadas. Se rebeló contra aquella ideología dominante. El mundo miraba al norte y él lo hizo hacia el sur. Aprendió lo vernáculo y puso en cuestión la modernidad viendo otras realidades. Sus ideales quedaron reflejados en la exposición Arquitectura sin arquitectos, que el Museo de Arte Moderno (MoMA) de Nueva York acogió en 1960 y el ensayo homónimo que firmó entonces —reeditado en 2020 en España— es hoy un libro esencial para interesados en la arquitectura. “Enseñó que se podía aprender mucho de las arquitecturas anónimas. Mientras todo se estaba estandarizando, él hizo lo contrario, mirar lo que el lugar ofrece y dejar que la arquitectura brote en ese sitio, que se funda con el lugar”, apunta Alejandro García Hermida, director de la Fundación Culturas Constructivas Tradicionales. Y no solo en lo arquitectónico, también en mundos como la moda: él fue el introductor de las sandalias cuando en 1946 diseñó las icónicas Bernardo, adaptando a su tiempo la tradición. Fueron popularizadas por Jane Birkin o Jackie Kennedy y aún son referentes.
Mojácar, Casares y Frigiliana
Rudofsky recorrió los cinco continentes y construyó siete casas a lo largo de su vida, pero fue precisamente en Andalucía donde decidió levantar la última y más importante: la suya. Tras enamorarse de Mojácar (Almería), las cuevas de Guadix (Granada) o Casares y Mijas en Málaga, Frigiliana fue el lugar elegido, quizá porque su amigo José Guerrero tenía residencia en Nerja y, también, atraído por la arquitectura vernácula del lugar. Allí, además, surgió la oportunidad de adquirir una finca —de unos 4.000 metros cuadrados— propiedad de un norteamericano. “Fue una combinación de oportunidades”, subraya Pinzón. Entonces dibujó los planos de su casa y fue otro amigo, el arquitecto José Antonio Coderch, el que los firmó. Fue un puro trámite administrativo —como extranjero no estaba habilitado para firmarlos él— pero también una muestra de admiración y amistad con el catalán. También pusieron su nombre los arquitectos colaboradores Eduardo Ramos y Antonio García Garrido.
Sin saberlo pero, quizás, sí intuirlo, Rufofsky levantó su casa en una zona donde aún hoy hay otras en pie desde hace más de 500 años. Con algo más de 400 metros construidos, fue levantada en cinco niveles para adaptarse a las antiguas terrazas de cultivo que había en una zona donde los aguacates eran todavía un sueño. El bancal más alto es el de la vivienda, que no desperdicia centímetros para pasillos y cuyo corazón es un generoso porche. El espacio abierto divide la vida de día y de noche. A un lado, la sala de estar, el comedor y la cocina. Al otro, el dormitorio —con salida a un patio— y, ya adyacente y con entrada propia, el estudio de trabajo. Todas las habitaciones, que se adelantan o retrasan en función el terreno para crear una línea irregular, se mantienen frescas gracias a su ventilación cruzada. Fuera, un cenador desciende en zigzag. Tiene un muro en L donde un algarrobo —ya talado— colaba sus ramas por sus huecos, símbolo de esa alianza de la casa con la naturaleza y al que el autor solía referirse como el matrimonio. En la zona más baja, tras la pérgola y un puñado de escalones de barro, aparece la piscina, estrecha y alargada.
Sus materiales son los mismos que las casas campesinas que Rudofsky encontró en la Frigiliana de los años 60, donde pasó un tiempo “informándose y fotografiando los sistemas constructivos utilizados en obras cercanas”, según el informe Proceso de ideación de la Casa Rudofsky, Frigiliana. El dibujo en la dimensión patrimonial de la obra arquitectónica. Se había fijado en el trabajo de los maestros de obra locales y siguió su ejemplo. Utilizó fábrica de ladrillo en cerramientos, estructura y pilares de hormigón, techos inclinados con teja árabe, muros de carga, mampostería para las estanterías de libros, muebles de fábrica para la cocina, suelos de barro, cal para las paredes: todo para reafirmar su compromiso con la arquitectura tradicional. Sobre las ventanas —hundidas para permitir la entrada del sol en invierno y reflejarlo en verano— había paneles de caña móviles que podían dar sombra adicional cuando fuese necesario. “Aún hoy casi nadie valora la arquitectura tradicional de la Axarquía. Hoy estarán tirando una casa de varios siglos en cualquier pueblo de la comarca, pero él ya sabía en los 60 el valor que tenía: es un precursor”, explica el arquitecto Pablo Farfán, uno de los que practica la arquitectura neovernácula, que —como La Casa— no imita la arquitectura local, sino que se fija en ella y la adapta a los tiempos bajo criterios de sostenibilidad energética y medioambiental. “Él tenía una sensibilidad de que la deberíamos aprender”, recalca Farfán.
De sus nuevos vecinos, Rudofsky también copió el mobiliario. “De acuerdo con la aversión de los habitantes a los respaldos de sillas, se proporciona asientos con varios taburetes de diversas alturas, producidos localmente y comprados por el equivalente de aproximadamente un dólar cada uno”, recoge el artículo Con el verano a la vista, publicado en la revista Interior Design en agosto de 1984, que —además de aclarar que Rudofsky contaba con un puñado de sillas más convencionales para las visitas, si así lo demandaban— destaca igualmente la inexistencia de electrodomésticos como televisión o radio: es una apuesta por la conciliación entre la disminución del consumo y el aumento del placer. Aquí y allá colgaban obras de Calder, Christo, Le Corbusier o Lindner, algunos viejos amigos. También, más como escultura que como lugar para sentarse, contaba con dos sillas Eames —regalo del matrimonio californiano— de contrachapado moldeado. “No hay formalismo de materiales modernos: es una vivienda sencilla, económica y formalmente muy interesante. Tiene esa brillantez que ya muestra en otros de sus edificios”, añade el arquitecto Sebastián del Pino, que realizó el informe sobre la casa para la fundación Docomomo Ibérico en 2017, justo el año en el que la prestigiosa revista Apartamento le dedicaba un artículo a La Casa.
“Tuvieron que disfrutarla mucho”
“Quizá no era la casa más cómoda desde el punto de vista del confort por sus pendientes, escalones o escasa instalación eléctrica, pero el matrimonio Rudofsky creía tanto en su propio manifiesto que tuvieron que disfrutarla mucho. Imagina salir de Manhattan para entrar en el relax total de la Frigiliana de los 70″, añade Víctor Pinzón, quien destaca que Bernard y Berta solían pasar las horas fotografiando cómo las sombras de los árboles se reflejaban en las paredes blancas de la casa, hacían bodegones con pulpos que secaban al sol o creaban estructuras con los taburetes. “Han dejado fotografías preciosas, la mayoría desconocidas”, insiste Pinzón, que cree que la vivienda tiene aún más relevancia si se comprende el valor que para sus propietarios tenía y lo felices que eran en ella. “Eso no es fácil y mucho menos para un arquitecto”, sentencia quien cree que la de Rudofsky es, si se llega hasta el final, una historia triste debido a los “cambios profundos en la casa”, como explicaba Mar Loren durante un ciclo de conferencias asociado a la exposición que el centro José Guerrero (Granada) le dedicó a Rudofsky hace justo una década, cuando enseñaba la instalación de una verja, bancos, plataformas de madera y vestuarios junto a la piscina, la plantación de plataneras exóticas o que el algarrobo había sido talado.
Las intervenciones realizadas en el edificio le hicieron perder parte de su valía original y obligó a la administración a abrir un expediente disciplinario, según fuentes municipales, que también explican que la casa está cerrada casi todo el año y no se puede visitar, a pesar de que la ley obliga a los propietarios de BIC a permitir visitas gratuitas al menos cuatro días al mes salvo que la Consejería de Cultura diga lo contrario, aunque fuentes de la administración no han aclarado si existe dispensa en este caso concreto. Y, aunque no han recibido denuncias recientes, pedirán información a Frigiliana por si es necesario una nueva inspección. Eso sí, el alcalde, Alejandro Herrero, abre una ventana al optimismo: asegura que ya trabajan con la familia propietaria actual para que a medio plazo la vivienda pueda ser visitada. “Tienen buena predisposición y pronto lo conseguiremos”, concluye el regidor, consciente del tesoro que guarda su pueblo gracias a Rudofsky.
Las fotografías de La Casa de Rudofsky que aparecen en este artículo son diapositivas originales del arquitecto y se reproducen por cortesía del Centro José Guerrero.
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