Katarina_Koelpin
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Diego Gronda nunca pudo vaticinar que compraría una casa ideada por otro arquitecto. La habitual esperanza gremial de proyectar algún día su propia vivienda le sobrevino a este bonaerense de 54 años cuando cursaba un máster en la Escuela de Diseño Parsons, Nueva York. La idea se fue asentando y entroncó después con su especialidad, unos grandes proyectos hoteleros que le han llevado a decorar el Four Seasons de Bangkok o a imaginar un conjunto de islas sostenibles en Qatar. Aquellos planes, sin embargo, se torcieron al poco de llegar a Madrid, donde conoció el hogar que Francisco Cabrero (1912-2005) había levantado en 1962 para sí mismo y su familia. Una gran cabaña de madera —900 metros cuadrados— con estructura japonesa de la que se enamoró hasta el tuétano.
Así fue como terminó comprándosela a la familia del proyectista. “Pronto me obsesioné con preservar la identidad de esta casa”, explica sin quitarle ojo a la fotografía que preside su despacho. Es una imagen de Cabrero inclinándose sobre la misma mesa de dibujo que ahora él utiliza. Lo cierto es que hasta hace poco no sabía nada de su anfitrión, considerado uno de los primeros arquitectos rupturistas de posguerra, que había fallecido antes de que él se mudara a España. “Lo he conocido a través de sus hijos y su propia vivienda, de la que he ido aprendiendo poco a poco. Creo que nos habríamos llevado bien”, considera Gronda, que se embarcó un trienio atrás en esta infrecuente tarea de recuperación. Existen sobrados ejemplos de lo contrario: cierto vandalismo especulativo que aboca a la piqueta a muchos inmuebles desprotegidos como este.
Edificios que se sitúan en zonas privilegiadas y cuyos nuevos propietarios quieren explotar, incrementando la edificabilidad o arrasando todo. Así sucedió en 2017 con la malograda Casa Guzmán (Algete) —obra de Alejandro de la Sota— y con la primera vivienda que José Antonio Coderch, mentor de Cabrero, levantó en Ciudad Lineal. “Dejemos de demoler, podemos hacer arquitectura maravillosa con estructuras precedentes”, proclama el argentino cuando un haz de luz le acaricia el rostro. Las ventanas del sótano existen gracias a que el inmueble se eleva cinco peldaños sobre el suelo, falseando los principios gravitatorios que lo sostienen. El engawa tradicional japonés, resguardado bajo el vuelo del techado, tiene aquí su particular eco. Se trata de un porche que sirve como transición al jardín, donde esta tarde los rayos del sol penetran hasta la piscina, rebotando después sobre la fachada.
Gronda no solo ha potenciado tal juego de claridades con largas tiras LED que surcan el interior y exterior de la vivienda. Cada detalle ha sido además tenido en cuenta durante una adaptación a las nuevas demandas energéticas y funcionales desde el respeto por la obra original. Los nuevos aislantes, la instalación eléctrica y el aire acondicionado se escondieron bajo el techo de madera. Siguen en su sitio los interruptores originales de nácar, esos acordeones de madera plegable que dividen en tres estancias distintas el salón, el mueble planero y las reconocibles vigas rojas. El herraje abotonado de las puertas, obra también de Cabrero, parece estrechar la mano al visitante, mientras caldean los pasillos unos escultóricos radiadores, diseñados en los treinta por la mismísima Bauhaus.
Llegó a pasearse por aquí Walter Gropius, fundador de aquella escuela alemana que propugnó la modernidad. Inesperada visita a tenor de la ideología de Cabrero. Poseedor este de una mente cartesiana, su fascinación por la naturaleza le indujo, sin embargo, a desarrollar posiciones críticas con el funcionalismo. La casa que trazó para sí mismo parece ser consecuencia de este juicio y de unos viajes por todo el globo que recopila en su obra total. Esta lleva por título Cuatro libros de arquitectura (Fundación COAM, 1992), un guiño al tratado humanista de Andrea Paladio que Gronda conserva en su salón. Cabrero reflexiona en aquellas páginas sobre la función de una nómina de arquitectos, en gran medida autodidactas, que tras la Guerra Civil se enfrentaron al aislamiento y la falta de materiales. Obtiene así enseñanzas de unas construcciones vernáculas que jalonan la historia, desde el palacio nazarí hasta esas cabañas que habitaban las tribus de Oceanía.
“Me sorprende lo poco que se conoce en España la historia de unos pioneros sin los que sería imposible entender la arquitectura de hoy. Y claro, no puede protegerse aquello que se desconoce”, abunda Gronda cuando cae la tarde y suena el timbre. Es el repartidor que ha traído la cena y no puede evitar mirar sin disimulo alguno el jardín ya iluminado. Franquea el enorme seto que esconde la residencia de cualquier mirada ajena, deja las bolsas en el porche de madera y susurra: “Qué pasada”. Gronda cuenta que estos gestos son habituales, sobre todo cuando desvela el año del que data esta casa revolucionaria. “Me interesan las reacciones de quien es ajeno a la arquitectura. En general, reconocen su absoluta vigencia. Mi mérito se reduce a devolverle su aspecto inicial, estaba muy deteriorada, y adaptarla a las necesidades de mi esposa y dos hijos. Quería demostrar que una infraestructura antigua, pero con un enorme valor, puede siempre volver a la vida”.
Elude determinar cuánto ha costado su rescate al patrimonio moderno. Y zanja con una formidable sonrisa: “Mi cuenta tardará varias décadas en recuperarse”. Gronda ha querido manifestar, mediante el uso del color negro, las contadas modificaciones que realizó en la obra de su predecesor. Desde un cine en la vieja carbonera hasta el nuevo ventanal que ha destinado a su dormitorio, pasando por un cambio en la ubicación de la chimenea. Se hallaba en la planta inferior y sobre su oscura salida de humos se impone hoy un colorido lienzo de Cabrero.
Hijo de pintores, este creció en un ambiente artístico que signó su propia sensibilidad. De ella hizo gala cuando acometió la Casa Sindical, una mole encargada por el Régimen que dialoga con el mismísimo Museo del Prado. Como el difunto, Gronda también se considera arquitecto por encima de todo. “Incluso antes que argentino”, reitera. Se resiste, por ello, a instalar una parrilla en el jardín. “No pegaría nada”, asegura.
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Así fue como terminó comprándosela a la familia del proyectista. “Pronto me obsesioné con preservar la identidad de esta casa”, explica sin quitarle ojo a la fotografía que preside su despacho. Es una imagen de Cabrero inclinándose sobre la misma mesa de dibujo que ahora él utiliza. Lo cierto es que hasta hace poco no sabía nada de su anfitrión, considerado uno de los primeros arquitectos rupturistas de posguerra, que había fallecido antes de que él se mudara a España. “Lo he conocido a través de sus hijos y su propia vivienda, de la que he ido aprendiendo poco a poco. Creo que nos habríamos llevado bien”, considera Gronda, que se embarcó un trienio atrás en esta infrecuente tarea de recuperación. Existen sobrados ejemplos de lo contrario: cierto vandalismo especulativo que aboca a la piqueta a muchos inmuebles desprotegidos como este.
Edificios que se sitúan en zonas privilegiadas y cuyos nuevos propietarios quieren explotar, incrementando la edificabilidad o arrasando todo. Así sucedió en 2017 con la malograda Casa Guzmán (Algete) —obra de Alejandro de la Sota— y con la primera vivienda que José Antonio Coderch, mentor de Cabrero, levantó en Ciudad Lineal. “Dejemos de demoler, podemos hacer arquitectura maravillosa con estructuras precedentes”, proclama el argentino cuando un haz de luz le acaricia el rostro. Las ventanas del sótano existen gracias a que el inmueble se eleva cinco peldaños sobre el suelo, falseando los principios gravitatorios que lo sostienen. El engawa tradicional japonés, resguardado bajo el vuelo del techado, tiene aquí su particular eco. Se trata de un porche que sirve como transición al jardín, donde esta tarde los rayos del sol penetran hasta la piscina, rebotando después sobre la fachada.
Gronda no solo ha potenciado tal juego de claridades con largas tiras LED que surcan el interior y exterior de la vivienda. Cada detalle ha sido además tenido en cuenta durante una adaptación a las nuevas demandas energéticas y funcionales desde el respeto por la obra original. Los nuevos aislantes, la instalación eléctrica y el aire acondicionado se escondieron bajo el techo de madera. Siguen en su sitio los interruptores originales de nácar, esos acordeones de madera plegable que dividen en tres estancias distintas el salón, el mueble planero y las reconocibles vigas rojas. El herraje abotonado de las puertas, obra también de Cabrero, parece estrechar la mano al visitante, mientras caldean los pasillos unos escultóricos radiadores, diseñados en los treinta por la mismísima Bauhaus.
Llegó a pasearse por aquí Walter Gropius, fundador de aquella escuela alemana que propugnó la modernidad. Inesperada visita a tenor de la ideología de Cabrero. Poseedor este de una mente cartesiana, su fascinación por la naturaleza le indujo, sin embargo, a desarrollar posiciones críticas con el funcionalismo. La casa que trazó para sí mismo parece ser consecuencia de este juicio y de unos viajes por todo el globo que recopila en su obra total. Esta lleva por título Cuatro libros de arquitectura (Fundación COAM, 1992), un guiño al tratado humanista de Andrea Paladio que Gronda conserva en su salón. Cabrero reflexiona en aquellas páginas sobre la función de una nómina de arquitectos, en gran medida autodidactas, que tras la Guerra Civil se enfrentaron al aislamiento y la falta de materiales. Obtiene así enseñanzas de unas construcciones vernáculas que jalonan la historia, desde el palacio nazarí hasta esas cabañas que habitaban las tribus de Oceanía.
“Me sorprende lo poco que se conoce en España la historia de unos pioneros sin los que sería imposible entender la arquitectura de hoy. Y claro, no puede protegerse aquello que se desconoce”, abunda Gronda cuando cae la tarde y suena el timbre. Es el repartidor que ha traído la cena y no puede evitar mirar sin disimulo alguno el jardín ya iluminado. Franquea el enorme seto que esconde la residencia de cualquier mirada ajena, deja las bolsas en el porche de madera y susurra: “Qué pasada”. Gronda cuenta que estos gestos son habituales, sobre todo cuando desvela el año del que data esta casa revolucionaria. “Me interesan las reacciones de quien es ajeno a la arquitectura. En general, reconocen su absoluta vigencia. Mi mérito se reduce a devolverle su aspecto inicial, estaba muy deteriorada, y adaptarla a las necesidades de mi esposa y dos hijos. Quería demostrar que una infraestructura antigua, pero con un enorme valor, puede siempre volver a la vida”.
Elude determinar cuánto ha costado su rescate al patrimonio moderno. Y zanja con una formidable sonrisa: “Mi cuenta tardará varias décadas en recuperarse”. Gronda ha querido manifestar, mediante el uso del color negro, las contadas modificaciones que realizó en la obra de su predecesor. Desde un cine en la vieja carbonera hasta el nuevo ventanal que ha destinado a su dormitorio, pasando por un cambio en la ubicación de la chimenea. Se hallaba en la planta inferior y sobre su oscura salida de humos se impone hoy un colorido lienzo de Cabrero.
Hijo de pintores, este creció en un ambiente artístico que signó su propia sensibilidad. De ella hizo gala cuando acometió la Casa Sindical, una mole encargada por el Régimen que dialoga con el mismísimo Museo del Prado. Como el difunto, Gronda también se considera arquitecto por encima de todo. “Incluso antes que argentino”, reitera. Se resiste, por ello, a instalar una parrilla en el jardín. “No pegaría nada”, asegura.
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