‘La carretera’, de Manu Larcenet: todo el horror de Cormac McCarthy en un trazo

Cassie_Kuphal

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La extenuante y asfixiante carretera que describe Cormac McCarthy en su muy reconocida creación genera extrañas conexiones con la carrera de Manu Larcenet. Formado en esa imponente escuela de humor que es Fluide Glacial, supo explotar su indudable talento para la sátira en sus colaboraciones con Lewis Trondheim en series tan famosas como La Mazmorra, pero sería en la mirada autobiográfica y el costumbrismo donde encontraría su mayor éxito, uniendo esa facilidad para la ironía con la introspección sobre su persona y pasado en series como Retorno a la Tierra o la multipremiada Los combates cotidianos.

Sin embargo, era evidente que el autor necesitaba algo más y sus colaboraciones y obras con L’Association permiten descubrir un creador en constante búsqueda y mutación, dejando entrever un perfil muy alejado de las obras que le dieron la fama. Su trazo cambia continuamente, se vuelve orgánico y de una dureza apoyada en el cortante blanco y negro, en un camino de búsqueda personal intrincado y complejo que se plasmaría en obras como Blast o El informe de Brodeck. Un viaje privado que evidenciaba la tensión constante entre la exigencia personal creativa y la propia lectura particular que el autor hacía de su éxito, en una lucha llena de claroscuros y sofocaciones que solo podía encontrar como resultado que su salud mental se resquebrajara, como narra con absoluta y desnuda sinceridad en la recientemente publicada Terapia de grupo (Norma Editorial).

Con esa referencia, es fácil encontrar en el acercamiento a la adaptación de La carretera (Norma Editorial) toda una serie de lecturas paralelas e incluso subterráneas, que van entrecruzándose en una tupida red de confluencias: frente a ese viaje en busca del yo interior, del pasado y del presente íntimo de Kerouac, la obra de McCarthy introduce con su componente posapocalíptica una espantosa mirada hacia fuera, a la otredad más temible, al alejamiento de la humanidad de cualquier idea o definición que se tuviera de lo que es el ser humano.

Y, en ese aislamiento contagiado de pavor ante el simple contacto con los otros, ese asfixiante escenario de omnipresente gris de las cenizas como único recuerdo del futuro de la humanidad, Larcenet se mueve con inhumana precisión apoyado en su reflejo. Su pincelada vuelve a sumergirse en ese lado oscuro que el ser humano intenta ocultar continuamente y, como en la adaptación de la obra de Claudel, delinea atmósferas opresivas de mancha poderosa, que resultan perturbadoras en su insana capacidad de trasladar la maldad y el dolor. La historia de ese hombre dispuesto a que su hijo sobreviva a un desastre global, en una ruta hacia ninguna parte contaminada de muerte y hedor, permite a Larcenet un auténtico ejercicio de expresividad máxima: no es solo adaptar la historia de la novela ganadora del Pulitzer, es crear una narración visual que consiga transmitir esa sensación de futuro moribundo desde el impacto gráfico, maximizando el sonido de los silencios, la potencia de las miradas y la reflexión de quien lee.

No toma la referencia del estilo de Gustave Doré ilustrando la bajada a los infiernos de Dante como guía para un despliegue de virtuosismo en el dibujo, no es la exactitud del trazo lo que quiere replicar, sino el infierno que nos aterra desde esas líneas. Y, sin duda, lo consigue: es imposible sobrevivir indemne a la lectura de esta obra de Larcenet, porque las imágenes se quedan creando un desasosegante poso de dolor y rabia, de miedo primordial que recuerda la naturaleza salvaje del ser humano.

En ese escenario, el creador francés logra que el miedo del lector hacia el otro sea un espejo de sus propios miedos, colocando en el mismo nivel creación y lectura al apropiarse por completo de la obra de McCarthy para sus intereses, pero sin perder la potencia inabordable de la prosa del estadounidense. Una obra que, más que leerse, se siente. Como debe ser en las grandes obras del cómic.

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