‘La belleza y el dolor’: dolor, seguro. Pero ¿belleza?

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El título La belleza y el dolor posee afán de trascendencia, de lirismo, de subversión. Otra cosa es que logre sus fines. No todo el mundo puede ser Baudelaire inventándose Las flores del mal. La directora Laura Poitras, autora de este documental multipremiado y prestigioso, está convencida de que la mujer que lo protagoniza, la fotógrafa, activista y musa duradera del underground Nan Goldin ha logrado con su obra extraer la enorme belleza que puede destilar el dolor, encarnado por gente machacada, con existencias trágicas, acorralada por sus circunstancias o por vocación autodestructiva.

Y la señora nos cuenta su vida y la de la gente de su problemático y siempre hipermoderno entorno. Habla con desarmante franqueza y sin huellas de que pretenda interpretar a un personaje. Sus lacerantes recuerdos incluyen a un padre maltratador y el suicidio de su hermana mayor, temprana militancia en el universo queer. Su inmersión en el lesbianismo no le impidió compaginarlo con parejas masculinas (uno de sus novios, un chulo con pinta de sicópata, casi la deja ciega de una paliza). Además, ejerció de puta durante temporadas, se enganchó a la heroína y posteriormente a los opiáceos distribuidos por las farmacéuticas, sustancias legales y mortales, y vio cómo la gran familia que había elegido fue arrasada masivamente por el sida. O sea, a esta dama le ha ocurrido de todo y no precisamente luminoso. Pero aún puede contarlo.

Alguien que está de vuelta de tantas vueltas y que ha sobrevivido, encontró una causa por la que combatir. Fue su ardoroso activismo en algunos de los museos más prestigiosos del mundo, el Metropolitan y el Guggenheim de Nueva York, el Louvre de París, para denunciar a una todopoderosa familia que les ayudaba con su mecenazgo. Además de su amor por el arte, o para que este ayudara a blanquear su imagen, la familia Sackler distribuía con ganancias presumiblemente insuperables esos opiáceos que se han convertido en epidemia, con mogollón de gente enganchada a perpetuidad o en el cementerio. Imagino que la protesta ejercida en los templos del arte es el método más imaginativo y pragmático que han encontrado para denunciar a los malvados que los financian. En el sagrado territorio de los cuadros. Y seguro que los filántropos están jodidos, pero que los activistas no vayan demasiado lejos y expongan a que puedan ser dañadas esas pinturas que regalan auténtica belleza (y no toda ella desesperada) a los habitantes con paladar de cualquier época.

Tengo un problema con la protagonista del documental tan desgarrador. Estoy seguro de que su directora ha hecho un trabajo encomiable, pero no siento ninguna simpatía ni cercanía emocional con Nan Goldin y su muy convulsa existencia. Tampoco me ha fascinado nunca esa cultura o subcultura underground que ella abandera con naturalidad y experiencia. Ya sé que en ese universo se forjó una banda genial como The Velvet Underground y pocas cosas más que me fascinen (el cine underground, por ejemplo, era tan horroroso como pesado, tan inútilmente experimental como vacuo), pero Lou Reed y John Cale hubieran creado música extraordinaria aunque hubieran nacido y vivido en Villa Coria de Abajo. Todavía necesito sentir atracción, misterio, simpatía o comprensión por alguien que durante dos horas me está contando su vida desde una pantalla. Se trata de conectar o desconectar con esa persona, independientemente de que en su existencia hayan ocurrido muchas y accidentadas cosas y de que uno disfrute tanto de la belleza como teme al dolor.

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