Seth_Kutch
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El 4 de septiembre de 2008 abría la temporada del Teatro Real el recién fundado Corella Ballet Castilla y León con un sonado triunfo y aceptación del público representando por primera vez en ese coliseo La bayadera (rescatando la propuesta de Natalia Makarova para American Ballet Theatre de 1980); luego debió venir el Ballet del Teatro Bolshói de Moscú con la versión 1991-2016 de Yuri Grigorovich, pero la invasión rusa a Ucrania lo frustró. En sustitución, y al segundo intento, el Ballet Estatal de Múnich ofrece la puesta en escena del francés Patrice Bart (París, 1945), un montaje bastante gris a pesar de los colorines y el exceso de purpurinas que ya cumple su cuarto de siglo.
La bayadera (estrenado en 1877 en San Petersburgo) es un monumento pervivido del romanticismo tardío y el decálogo básico de lo que pasaría después hasta llegar al apogeo academicista finisecular, con el propio Marius Petipa como protagonista creativo, básicamente representado por la trilogía de Chaikovski (Lago de los cisnes, Cascanueces, La bella durmiente). En esa gesta estética Petipa se acompañó siempre del bailarín pantomímico Lev Ivanov —que ya fungía como su ayudante para todo, al que terminó de formar como coreógrafo y fue el primer Solor, un noble guerrero, protagonista masculino de La bayadera—.
Como con todo el repertorio del siglo XIX, lo que vemos hoy es un fino tamizado antologador de aportes, cambios logísticos y desarrollo de las técnicas teatrales y corporales. Estructuralmente, las La bayadera de los siglos XX y XXI son sobre todo soviéticas y tiene cuatro nombres asociados: Agrippina Vaganova (1932), Vasili Tijomirov (1923, Moscú), Vajtlan Chaboukiani y Vladímir Ponomariov (Leningrado, 1941); puede añadirse la paternidad (demasiado alegremente atribuida en solitario a un bailarín) del Ídolo de Oro a Nikolai Zubkovski en 1947 o la de Gúsev con la recreación del final. Lo demás son cuentos superpuestos, orientales o chinos, da igual. Hay en la historia del ballet, desde 1815 en adelante, hasta diez ballets sobre esta misma línea argumental (extracción de Sakuntala, de Kalidasa, el célebre poeta hindú de la dinastía Gupta, activa del siglo IV al VI a. C.). Los personajes son los mismos tanto en Sakuntala con libreto de Théophile Gautier y coreografía de Lucien Petipa (París, 1858), como en La bayadera de Petipa y Kudékov: Dugmanta por Douchmanta; Nikia por Nikiya; Gamzatti por Hamsati, y así.
La distribución escogida por Hilaire para este debut madrileño ha sido, en parte, un acierto salvador y es de su mejor línea, en lo técnico y en lo artístico, además de demostrativa del cosmopolitismo que ha caracterizado a la compañía muniquesa desde hace décadas: como la bayadera Nikiya, la estadounidense Madison Young (Utah), el cubano Osiel Gouneo (Matanzas, 1990) encarnando al apasionado Solor, como la oponente Gamzatti, la finlandesa de ascendencia rusa Maria Baranova y en esa curiosidad de personaje idealizado que es el Ídolo de Oro, el portugués Antonio Casalinho (Leiria, 2003), una de las últimas revelaciones masculinas del ballet europeo y que robó a todos el corazón ayer en el estreno.
La versión de Bart es débil por dentro y por fuera, carece de gancho, fuerza, cohesión y ritmo. Las cosas que son invención propia, de su cosecha, sencillamente ruborizan de pedestres y pobres, y las de la tradición, las maltrata en acentos y exposición.
En la detallada crónica que hace Binney del estreno parisiense de Sakuntala relata que la elección de Amalia Ferraris para Nikia (probablemente la técnica más poderosa de su tiempo) cambió de manera notable el acento de la producción que se gestaba, y no sería ya un análisis vibrante y sentimental de la psicología femenina, sino la confirmación triunfante de las proezas de la ballerina estrella. Pues así ha pasado en el Real: Gouneo estuvo lírico y siempre atento, con toques prodigiosos en su giro espontáneo y líquido. Young se mostró expresiva y delicada con su línea física y su sentido de la acción, lo mismo que Casalinho, uno de esos bailarines que generosamente desbordan la técnica y la devuelven ya inadvertida como arte puro.
Las últimas escenas (V y VI) concebidas por Bart son un despropósito, lo mires por donde lo mires; lo del decorado es inexplicable. Esa parte de pas de trois entre un Solor aturdido por las circunstancias, Ganzatti su prometida (viva y reclamante) y Nikiya (ya estantigua perturbadora) es el momento álgido de confrontación que no está bien resuelto ni llega a entenderse como síntesis y colofón. Se trata de una extremada dubitación entre la vida y la muerte, la imaginación y la praxis, ecos del bien y el mal pidiendo coro. La orquestación plana y hasta irreverente con Minkus no ayuda nada tampoco. Lo mejor bailado y conjuntado, sin dudas, es el acto del Reino de las Sombras.
Kevin Rhodes (Indiana, 1964) es experto en ballet y, respeta y en cierta manera admira a Minkus, su capacidad melódica, su inventiva y hasta crea una interesante comparación con Johann Strauss, de modo que hace lo que puede por mantener el listón moral lo más alto posible.
‘La bayadera’. Coreografía: Patrice Bart (sobre la original de Marius Petipa). Música L. Minkus (en orquestación de Maria Babanina). Ballet de la Ópera de Múnich. Teatro Real. Madrid. Hasta el 2 de junio.
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La bayadera (estrenado en 1877 en San Petersburgo) es un monumento pervivido del romanticismo tardío y el decálogo básico de lo que pasaría después hasta llegar al apogeo academicista finisecular, con el propio Marius Petipa como protagonista creativo, básicamente representado por la trilogía de Chaikovski (Lago de los cisnes, Cascanueces, La bella durmiente). En esa gesta estética Petipa se acompañó siempre del bailarín pantomímico Lev Ivanov —que ya fungía como su ayudante para todo, al que terminó de formar como coreógrafo y fue el primer Solor, un noble guerrero, protagonista masculino de La bayadera—.
Como con todo el repertorio del siglo XIX, lo que vemos hoy es un fino tamizado antologador de aportes, cambios logísticos y desarrollo de las técnicas teatrales y corporales. Estructuralmente, las La bayadera de los siglos XX y XXI son sobre todo soviéticas y tiene cuatro nombres asociados: Agrippina Vaganova (1932), Vasili Tijomirov (1923, Moscú), Vajtlan Chaboukiani y Vladímir Ponomariov (Leningrado, 1941); puede añadirse la paternidad (demasiado alegremente atribuida en solitario a un bailarín) del Ídolo de Oro a Nikolai Zubkovski en 1947 o la de Gúsev con la recreación del final. Lo demás son cuentos superpuestos, orientales o chinos, da igual. Hay en la historia del ballet, desde 1815 en adelante, hasta diez ballets sobre esta misma línea argumental (extracción de Sakuntala, de Kalidasa, el célebre poeta hindú de la dinastía Gupta, activa del siglo IV al VI a. C.). Los personajes son los mismos tanto en Sakuntala con libreto de Théophile Gautier y coreografía de Lucien Petipa (París, 1858), como en La bayadera de Petipa y Kudékov: Dugmanta por Douchmanta; Nikia por Nikiya; Gamzatti por Hamsati, y así.
La distribución escogida por Hilaire para este debut madrileño ha sido, en parte, un acierto salvador y es de su mejor línea, en lo técnico y en lo artístico, además de demostrativa del cosmopolitismo que ha caracterizado a la compañía muniquesa desde hace décadas: como la bayadera Nikiya, la estadounidense Madison Young (Utah), el cubano Osiel Gouneo (Matanzas, 1990) encarnando al apasionado Solor, como la oponente Gamzatti, la finlandesa de ascendencia rusa Maria Baranova y en esa curiosidad de personaje idealizado que es el Ídolo de Oro, el portugués Antonio Casalinho (Leiria, 2003), una de las últimas revelaciones masculinas del ballet europeo y que robó a todos el corazón ayer en el estreno.
La versión de Bart es débil por dentro y por fuera, carece de gancho, fuerza, cohesión y ritmo. Las cosas que son invención propia, de su cosecha, sencillamente ruborizan de pedestres y pobres, y las de la tradición, las maltrata en acentos y exposición.
En la detallada crónica que hace Binney del estreno parisiense de Sakuntala relata que la elección de Amalia Ferraris para Nikia (probablemente la técnica más poderosa de su tiempo) cambió de manera notable el acento de la producción que se gestaba, y no sería ya un análisis vibrante y sentimental de la psicología femenina, sino la confirmación triunfante de las proezas de la ballerina estrella. Pues así ha pasado en el Real: Gouneo estuvo lírico y siempre atento, con toques prodigiosos en su giro espontáneo y líquido. Young se mostró expresiva y delicada con su línea física y su sentido de la acción, lo mismo que Casalinho, uno de esos bailarines que generosamente desbordan la técnica y la devuelven ya inadvertida como arte puro.
Las últimas escenas (V y VI) concebidas por Bart son un despropósito, lo mires por donde lo mires; lo del decorado es inexplicable. Esa parte de pas de trois entre un Solor aturdido por las circunstancias, Ganzatti su prometida (viva y reclamante) y Nikiya (ya estantigua perturbadora) es el momento álgido de confrontación que no está bien resuelto ni llega a entenderse como síntesis y colofón. Se trata de una extremada dubitación entre la vida y la muerte, la imaginación y la praxis, ecos del bien y el mal pidiendo coro. La orquestación plana y hasta irreverente con Minkus no ayuda nada tampoco. Lo mejor bailado y conjuntado, sin dudas, es el acto del Reino de las Sombras.
Kevin Rhodes (Indiana, 1964) es experto en ballet y, respeta y en cierta manera admira a Minkus, su capacidad melódica, su inventiva y hasta crea una interesante comparación con Johann Strauss, de modo que hace lo que puede por mantener el listón moral lo más alto posible.
‘La bayadera’. Coreografía: Patrice Bart (sobre la original de Marius Petipa). Música L. Minkus (en orquestación de Maria Babanina). Ballet de la Ópera de Múnich. Teatro Real. Madrid. Hasta el 2 de junio.
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elpais.com