Dice Lucía Lacarra (Zumaia, Gipuzkoa, 48 años) que le interesa la danza que cuenta historias, “en las que hay personajes que se puedan identificar y una narrativa que ayude a explicar cosas con el cuerpo”. La suya se desarrolla desde hace ya 33 años (empezó a bailar profesionalmente con 15 en el Ballet de Víctor Ullate) en las mejores compañías internacionales. Es la trayectoria de una estrella internacional rutilante, respetada desde hace décadas, que atesora los premios más importantes de la danza.
En todas esas compañías ha sido bailarina principal y más dueña y señora de su destino que musa. Tal vez porque la danza apareció con una vocación temprana, ni siquiera recuerda el momento en el que decidió que quería bailar. ”Es una necesidad que ha estado ligada a mí desde tan pequeña que creo que nací con ello”. O porque lo de ser estrella no entraba en sus planes. “Yo solo quería bailar. Lo demás ha venido dado y nunca me lo planteé”. Cuenta que tenía 11 años cuando vio por primera vez en vídeo el ballet El lago de los cisnes, en una cinta que le dejó su primera maestra, Mentxu Medel. Cuando iba por el segundo acto llamó a su madre: “¿Ves esas dos filas de cisnes que hay a los lados? A mí me gustaría ser la última de una de ellas”, confesaba. “Porque nunca me he sentido estrella ni me importa todo lo que se supone que conlleva serlo. Hubiera sido igual de feliz siendo cuerpo de baile toda la vida, viendo cómo bailaban las intérpretes principales”.
Pero la historia, el trabajo y un enorme talento que hace que quien la ha visto bailar la recuerde siempre la han mantenido en un ascenso constante y estos días llega a los Teatros del Canal de Madrid también como directora de su compañía, el Lucía Lacarra Ballet que dirige junto a su compañero de vida y profesión Matthew Golding, destacado bailarín internacional nacido en Canadá y coreógrafo de Lost Letters, la pieza que se puede ver entre el 19 y el 23 de diciembre.
Un ballet de una hora y 10 minutos de corte romántico inspirado en todas las cartas desaparecidas a lo largo de todas las guerras. “En concreto de una escrita por el artillero de la Primera Guerra Mundial Frank Bracey a su esposa, Win, en la que la animaba a seguir adelante. Nos preguntamos qué hubiera pasado con la vida de esa mujer si la carta no hubiera llegado a sus manos ni hubiera recuperado a su marido. Y alrededor de esta idea y el poder de la comunicación versa la obra”, explica.
Sobre el escenario de la Sala Roja de los Teatros del Canal Lacarra y Golding bailarán junto a ocho intérpretes que forman esta compañía emergente que se estrenó el pasado mes de octubre en el Teatro Arriaga de Bilbao. El impulso para montarla, después de tantos años de carrera, cristalizó en las ganas de poner en pie Lost Letters, obra ideada durante la pandemia, que Lacarra pasó en su Zumaia natal junto a su hija de ocho años. También de pasar el testigo de estas más de tres décadas de experiencia a los más jóvenes. “Me obsesiona poder darles herramientas para trabajar la danza desde el respeto y el cuidado. Transmitirles que hace falta exigencia, pero no sufrimiento. Que hay que trabajar duro, pero sin criticar ni juzgar. Afortunadamente, esto ha cambiado”.
¿Sufrió usted algún tipo de trato injusto o poco adecuado en sus primeros años? “No personalmente, pero las cosas se hacían de otra manera y estaban normalizadas cosas que hoy en día son intolerables”. Lost Letters cuenta además con unos audiovisuales que firma Matthew Golding y que simbolizan el amor que tanto él como Lacarra sienten por el cine. “Cada vez que venimos a Madrid aprovechamos para ponernos al día de estrenos. El otro día vimos Napoleón, que no nos gustó, y Maestro, que nos encantó”, explica una Lacarra cercana, de pies en la tierra.
Como cuando cuenta la necesidad de orden que la acompaña, “soy una loca de las listas y los calendarios”, y que cada detalle de una producción esté sujeta a la realidad más factible. “A la hora de crear es fundamental mantener un balance entre lo que se quiere hacer y lo que se puede desde el punto de vista más práctico. Solemos tener un día de montaje y es fundamental no complicarnos demasiado la vida con la escenografía, por ejemplo”. Etérea en el escenario; terrenal fuera de él. “Matthew es supercreativo y yo soy la que le baja un poquito a tierra. Hacemos buen equipo”.
Se encontraron en 2019 en una gala de la danza en Múnich y el momento adecuado y las ganas hicieron de aquel el germen de cuatro años de trabajo conjunto. “Me dejo llevar por la pasión, por algo que nace dentro de mí. Y si creo en algo, voy adelante”. ¿Y nadie les ha advertido de las vicisitudes de montar una compañía de danza en este país? “Todo el mundo nos ha dicho que estamos locos, pero si hubiera escuchado las muchas voces que me han advertido de cosas a lo largo de mi trayectoria, no estaría hoy aquí bailando”. Preguntada por cómo es bailar a los 48 años, con la exigencia técnica del ballet clásico y neoclásico más estricto, declara encontrarse en uno de sus mejores momentos.
“Sé que no tengo mucho mérito porque he recibido un cuerpo que está hecho para bailar. Nunca he tenido que ir en contra de su naturaleza y hoy por hoy no siento ningún tipo de dolor. Cada día hago mi clase de barra como si fuera el primero, pero más de 30 años después. Y estoy bailando más a gusto que nunca”. ¿Alguna manía que la acompañe? “Ninguna. Pero sí pongo en mi camerino desde hace 30 años una estampita de la Virgen de Zumaia que me regaló mi madre cuando bailé por primera vez, con 15 años, y una foto de mis padres de cuando eran novios”, concluye.
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En todas esas compañías ha sido bailarina principal y más dueña y señora de su destino que musa. Tal vez porque la danza apareció con una vocación temprana, ni siquiera recuerda el momento en el que decidió que quería bailar. ”Es una necesidad que ha estado ligada a mí desde tan pequeña que creo que nací con ello”. O porque lo de ser estrella no entraba en sus planes. “Yo solo quería bailar. Lo demás ha venido dado y nunca me lo planteé”. Cuenta que tenía 11 años cuando vio por primera vez en vídeo el ballet El lago de los cisnes, en una cinta que le dejó su primera maestra, Mentxu Medel. Cuando iba por el segundo acto llamó a su madre: “¿Ves esas dos filas de cisnes que hay a los lados? A mí me gustaría ser la última de una de ellas”, confesaba. “Porque nunca me he sentido estrella ni me importa todo lo que se supone que conlleva serlo. Hubiera sido igual de feliz siendo cuerpo de baile toda la vida, viendo cómo bailaban las intérpretes principales”.
Pero la historia, el trabajo y un enorme talento que hace que quien la ha visto bailar la recuerde siempre la han mantenido en un ascenso constante y estos días llega a los Teatros del Canal de Madrid también como directora de su compañía, el Lucía Lacarra Ballet que dirige junto a su compañero de vida y profesión Matthew Golding, destacado bailarín internacional nacido en Canadá y coreógrafo de Lost Letters, la pieza que se puede ver entre el 19 y el 23 de diciembre.
Un ballet de una hora y 10 minutos de corte romántico inspirado en todas las cartas desaparecidas a lo largo de todas las guerras. “En concreto de una escrita por el artillero de la Primera Guerra Mundial Frank Bracey a su esposa, Win, en la que la animaba a seguir adelante. Nos preguntamos qué hubiera pasado con la vida de esa mujer si la carta no hubiera llegado a sus manos ni hubiera recuperado a su marido. Y alrededor de esta idea y el poder de la comunicación versa la obra”, explica.
Sobre el escenario de la Sala Roja de los Teatros del Canal Lacarra y Golding bailarán junto a ocho intérpretes que forman esta compañía emergente que se estrenó el pasado mes de octubre en el Teatro Arriaga de Bilbao. El impulso para montarla, después de tantos años de carrera, cristalizó en las ganas de poner en pie Lost Letters, obra ideada durante la pandemia, que Lacarra pasó en su Zumaia natal junto a su hija de ocho años. También de pasar el testigo de estas más de tres décadas de experiencia a los más jóvenes. “Me obsesiona poder darles herramientas para trabajar la danza desde el respeto y el cuidado. Transmitirles que hace falta exigencia, pero no sufrimiento. Que hay que trabajar duro, pero sin criticar ni juzgar. Afortunadamente, esto ha cambiado”.
¿Sufrió usted algún tipo de trato injusto o poco adecuado en sus primeros años? “No personalmente, pero las cosas se hacían de otra manera y estaban normalizadas cosas que hoy en día son intolerables”. Lost Letters cuenta además con unos audiovisuales que firma Matthew Golding y que simbolizan el amor que tanto él como Lacarra sienten por el cine. “Cada vez que venimos a Madrid aprovechamos para ponernos al día de estrenos. El otro día vimos Napoleón, que no nos gustó, y Maestro, que nos encantó”, explica una Lacarra cercana, de pies en la tierra.
Como cuando cuenta la necesidad de orden que la acompaña, “soy una loca de las listas y los calendarios”, y que cada detalle de una producción esté sujeta a la realidad más factible. “A la hora de crear es fundamental mantener un balance entre lo que se quiere hacer y lo que se puede desde el punto de vista más práctico. Solemos tener un día de montaje y es fundamental no complicarnos demasiado la vida con la escenografía, por ejemplo”. Etérea en el escenario; terrenal fuera de él. “Matthew es supercreativo y yo soy la que le baja un poquito a tierra. Hacemos buen equipo”.
Se encontraron en 2019 en una gala de la danza en Múnich y el momento adecuado y las ganas hicieron de aquel el germen de cuatro años de trabajo conjunto. “Me dejo llevar por la pasión, por algo que nace dentro de mí. Y si creo en algo, voy adelante”. ¿Y nadie les ha advertido de las vicisitudes de montar una compañía de danza en este país? “Todo el mundo nos ha dicho que estamos locos, pero si hubiera escuchado las muchas voces que me han advertido de cosas a lo largo de mi trayectoria, no estaría hoy aquí bailando”. Preguntada por cómo es bailar a los 48 años, con la exigencia técnica del ballet clásico y neoclásico más estricto, declara encontrarse en uno de sus mejores momentos.
“Sé que no tengo mucho mérito porque he recibido un cuerpo que está hecho para bailar. Nunca he tenido que ir en contra de su naturaleza y hoy por hoy no siento ningún tipo de dolor. Cada día hago mi clase de barra como si fuera el primero, pero más de 30 años después. Y estoy bailando más a gusto que nunca”. ¿Alguna manía que la acompañe? “Ninguna. Pero sí pongo en mi camerino desde hace 30 años una estampita de la Virgen de Zumaia que me regaló mi madre cuando bailé por primera vez, con 15 años, y una foto de mis padres de cuando eran novios”, concluye.
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elpais.com